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domingo, 20 de diciembre de 2020

SI TÚ SUPIERAS...


Si supieras todo lo que ha ocurrido este año, todo lo que ha pasado desde marzo, sentirías, estoy seguro, una mezcla de incredulidad y terror. ¿Te acuerdas que siempre decías que aquí nunca se suspendían las clases, que ya podían caer puntas de hielo del cielo que los colegios permanecían abiertos? Pues bien, todos los colegios e institutos cerraron sus puertas en marzo y no volvieron a abrirlas hasta septiembre. ¿Quién podría haberlo creído solo unas semanas antes?

Y es que el mal que llegó de Oriente se extendió como la pólvora y de la noche a la mañana muchos creyeron que cerrar los centros era la mejor opción. El trece de marzo fue el último día de clase presencial. Bueno, de clase a secas porque bien sabes que las clases o son presenciales o no son. Imagina: en un fin de semana cientos de miles de maestros y profesores en todo el país hicieron un esfuerzo ímprobo para convertir la enseñanza presencial en enseñanza a distancia. Se logró, pero muchos nos dimos cuenta de que no era suficiente. No se puede enseñar a niños y niñas de cuatro, ocho o quince años por videoconferencia.

No quiero ni imaginar lo que hubieses pasado tú si hubieses tenido que enseñar a tus niños a pronunciar correctamente la erre así. Hubiese sido desesperante, hubiese sido irreal. Enseñar es mucho más que transmitir conocimientos, es transmitir energías, sentimientos, fuerza. Y eso, por mucho que se empeñen, no se puede lograr a través de una cámara. Así intentó hacerlo todo el mundo, con explicaciones grabadas o mediante conferencias en directo, cada alumno con un ordenador desde su casa. El confinamiento, que se prolongó desde marzo hasta finales de mayo - sí, casi tres meses sin salir -, echó a perder el curso y la enseñanza durante ese tiempo. Y cientos de miles de maestros y profesores vieron frustrados sus esfuerzos, inútiles todos. Nada puede sustituir una mirada, una frase espontánea, una risa, o un enfado.

¿Te imaginas haber tenido que terminar el curso así? Así fue como lo hicimos, como lo hicieron en todo el país. Acuérdate de todos los niños que tenían dificultades para aprender o que tenían problemas en sus casas, que son muchos. Todos estuvieron encerrados durante meses. Todos tuvieron que estudiar - si se le puede llamar a eso estudiar - como pudieron. Eso sí, algunos dijeron en junio que todo había salido bien y que el curso había acabado con normalidad. Ya sabes.

Por supuesto, el virus que había forzado el cierre de las escuelas y que ha matado ya a unas sesenta mil personas en España no se fue en el verano, ni después. Se sabía, pero muchos prefirieron centrarse en atraer turistas durante los meses de calor antes que pensar en cómo iba a ser la vuelta al cole en septiembre. Y, efectivamente, se volvió a las aulas. Las "mentes pensantes", como tú las llamas, proporcionaron unas vagas instrucciones para mantener la seguridad en los centros. Imagínatelas: mascarillas obligatorias, gel desinfectante en todos lados, itinerarios de entrada y salida, distancias entre alumnos. Bueno, esto de las distancias, en algunos sitios es imposible cuando hay muchos alumnos. ¡Qué te voy a contar!

El caso es que muchos - yo incluido - pensamos en septiembre que aquello iba a ser un desastre y que la vuelta al cole iba a suponer una nueva expansión del virus. Creíamos casi todos que unas semanas después se volverían a suspender las clases. Pero eso no ha ocurrido. Hemos terminado el primer trimestre sanos y salvos. Por supuesto que ha habido casos y algunos alumnos han estado sin poder asistir por padecer la enfermedad. Pero no se han detectado contagios masivos en las escuelas. Resulta que eran lugares seguros y no lo sabíamos. Por cierto, a los alumnos confinados ha habido que atenderles telemáticamente. Créetelo: diecisiete alumnos en clase, dos en casa y un profesor atendiendo a todos a la vez. Surrealista, pero así lo hemos hecho. 

Las clases impresionan a cualquiera. A mí lo siguen haciendo después de tres meses. Todos, alumnos y profesores con nuestras mascarillas, desinfectando los pupitres al entrar a clase y sentados separados unos de otros a cierta distancia (cuando es posible, a metro y medio). Las ventanas y las puertas abiertas de par en par, siempre. Te imagino, con lo friolera que eres, trabajando así. Muchos de mis alumnos llevan mantas a clase y no se quitan el abrigo en toda la mañana. Como si fuesen a pasar un día en la nieve. Imagina los colegios de los pueblos de las montañas. Y la voz del profesor se resiente porque la garganta se seca con la mascarilla y hay que hablar  más alto que de costumbre para que todos en el aula te oigan. Así lo estamos haciendo para contener el virus en las escuelas y, de momento, funciona. Crucemos los dedos para el futuro.

Estamos viviendo una época histórica y por eso he querido escribirte esta carta desde aquí. Tú amas la enseñanza y te dedicabas en cuerpo y alma a tus niños. Muchas cosas han cambiado desde marzo de 2020. En las últimos meses se ha decretado el toque de queda a las diez de la noche, han estado bares y restaurantes cerrados y se respira incertidumbre por doquier. Pero la escuela, aun en tiempos de pandemia, cuando casi todo está perdido, se ha convertido en el refugio del aprendizaje, de la diversión, de las relaciones, del ocio, de la felicidad. Por eso, los meses sin clase nos recordaron que no hay nada como un aula vacía para sentir la soledad. 


21 de diciembre de 2020

Gonzalo

domingo, 30 de agosto de 2020

LA GRANJA DE LA PARMESANA

Detalles del interior del palacio de la Granja de San Ildefonso (Segovia).

 
El 23 de diciembre de 1714, la poderosa princesa de Ursinos salió del viejo Alcázar de Madrid para encontrarse con la nueva reina, Isabel de Farnesio, que acababa de llegar a España. Las dos mujeres, de fuerte carácter, se vieron las caras en Jadraque, Guadalajara, pero no volvieron juntas a la capital. La reina desterró inmediatamente a la aristócrata gala que fue obligada a marchar a la frontera francesa con lo puesto, escoltada por nada menos que cincuenta guardias. Era toda una declaración de intenciones de la nueva esposa de Felipe V.

Isabel de Farnesio no iba a permitir que la princesa de Ursinos siguiese dominando la corte española como había hecho desde 1701. Su influencia sobre la primera esposa del rey, María Luisa de Saboya, había sido enorme, pero eso había terminado. Tras la muerte de esta, en febrero de 1714, la maquinaria de la Monarquía española se había puesto en marcha para encontrar una nueva esposa para Felipe V y, gracias a la intercesión del cardenal Alberoni, la elegida había sido la Farnesio. Si la princesa de Ursinos confiaba en dominar a la nueva consorte como había hecho con la antigua, se llevó una decepción de inmediato.

La parmesana - del Ducado de Parma, en Italia - tenía veintidós años cuando llegó a España. Era una mujer temperamental y astuta, consciente de las armas que podía utilizar para imponer su voluntad en la corte de Madrid. Su esposo, el rey, era mayor que ella y ya tenía dos hijos: Luis, el príncipe de Asturias, y el infante Fernando. Además, empezaba a dar muestras de los transtornos mentales que lo atormentarían el resto de su vida. No le fue difícil a la brava italiana manejar a su antojo la voluntad de su esposo.

Poco después de llegar al Alcázar de Madrid, Isabel de Farnesio se hizo dueña de la corte. Conocida es su influencia en la política exterior de la Monarquía, que se orientó a conseguir territorios en Italia para los hijos que tuvo con Felipe V. Consciente de que sus vástagos no tendrían oportunidad de heredar la Corona española por culpa de los hijos del rey con su anterior esposa, quiso colocarlos como soberanos de distintos Estados italianos. Y lo consiguió: al mayor, Carlos, lo colocó en el trono napolitano; al mediano, Felipe, en el ducado de Parma; y al pequeño, Luis Antonio, en el arzobispado de Toledo. A las tres hijas las casó convenientemente con príncipes europeos.

Su intervención también fue decisiva en la construcción del Palacio de la Granja de San Ildefonso, en la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama. Felipe V, siempre nostálgico, proyectó la construcción de un palacio inspirado en el Versalles de su infancia. El sitio elegido había sido lugar de veraneo de los monarcas desde la Edad Media. El rey castellano Enrique IV "el Impotente" había construido una residencia allí y, un siglo después, Felipe II de Habsburgo edificó otro palacio en el vecino pueblo de Valsaín. Pero ambos fueron pasto de las llamas.

Ante la ruina del palacio de los Austrias, consumido por el fuego en 1682, el Borbón vio la oportunidad de encargar la construcción de un nuevo edificio a su gusto. Bueno, a su gusto y al de su esposa, que intervino en la elección de los arquitectos, en el diseño del palacio y sus jardines y en la decoración. Las obras comenzaron en 1721 y finalizaron solo tres años después.

La impronta francesa e italiana es evidente en el Palacio de la Granja de San Ildefonso y en sus inmensos jardines. Fue levantado sobre un antiguo monasterio jerónimo utilizando materiales de la región como piedra rosa de Sepúlveda y granito y pizarras de la Sierra de Guadarrama, pero también se importó mármol italiano de la región de Carrara. 

Los suntuosos interiores están profusamente decorados al estilo barroco, siguiendo las modas artísticas del siglo XVIII. Isabel de Farnesio compró una valiosísima colección de estatuas que había pertenecido a la reina Cristina de Suecia y que hoy se conserva en el Museo del Prado para adornar las estancias principales. El palacio se convirtió pronto en la residencia preferida de los reyes y, por tanto, en el corazón político de España. En sus salones se celebraban fiestas a las que asistía un selecto grupo de aristócratas y embajadores que disfrutaban de conciertos, festines, juegos, bailes y recepciones. La mano de la parmesana en todos estos saraos era evidente. 

La Farnesio era una mujer culta e ilustrada que hizo de la española la corte más reputada de toda Europa. Consiguió, por ejemplo, que el castrati Farinelli se trasladase a la Granja para ofrecer sus recitales a la corte y, en especial, al rey. La voz del cantante italiano calmaba a Felipe V y aliviaba sus obsesiones. Farinelli residió en la corte española durante más de veinte años y fue colmado de mercedes y condecoraciones por la reina, agradecida por los servicios prestados a su esposo.


Exteriores del Palacio de la Granja de San Ildefonso
 
Los paseos por los jardines y los bosques de la Granja y el aire puro de la Sierra de Guadarrama también hacían bien a la salud del rey. No es difícil imaginar a Felipe V y a su esposa paseando entre las maravillosas fuentes que adornan los jardines, cada una con representaciones diferentes de temas mitológicos. También podemos imaginar a Felipe V relajándose en su góndola mientras pescaba en el estanque conocido como "El Mar", que recoge las aguas de los acuíferos de Guadarrama para encauzarlas hacia las fuentes de la Granja. Mientras tanto, en una barca próxima, Farinelli cantaba al monarca en presencia de un reducido grupo de cortesanos.

A pesar de la imagen despótica e interesada que ha pasado a la Historia, Isabel de Farnesio siempre atendió a su esposo e intentó calmar su debilidad mental. Todas las noches le acompañaba en su alcoba hasta que se dormía y le consolaba cuando tenía ataques de pánico porque pensaba que estaba muerto o lo estaban envenenando. La tenaz Isabel también rebosaba paciencia y compasión hacia su pobre esposo y tuvo que soportar escenas más parecidas a las de una casa de locos que a las de un palacio real, como la crisis en la que el rey Felipe creyó ser una rana. Quizá le confundió contemplar la maravillosa fuente de las ranas, una de las muchas que adornan los jardines del palacio de la Granja.

En 1724, Felipe V abdicó por sorpresa la corona de España, dejando paso a su primogénito Luis. El nuevo rey falleció desgraciadamente seis meses después y esto obligó a su padre a regresar al trono. Durante esos meses de retiro en los que Felipe dejó de ser el soberano de la Monarquía, él y su esposa residieron en la Granja donde disfrutaban de todas las comodidades e intervenían contantemente en las labores de gobierno de Luis I. Allí recibieron la inesperada noticia de la muerte del joven rey y desde allí regresó Felipe V resignado a Madrid para asumir de nuevo sus responsabilidades.

Felipe V reinaría ya hasta su muerte, en 1746, y su esposa siempre permaneció a su lado. Alternaba periodos de gran lucidez y actividad en los que se manifestaba como un eficaz gobernante con episodios de depresión durante los que desaparecía por completo. Pero Isabel de Farnesio ocupaba su lugar y decidía por él. Cuando Alberoni, que era el embajador de Parma y una de las personas más influyentes de la corte, cayó en desgracia, el ambicioso Ripperdá ocupó su lugar por obra y gracia de la Farnesio.

La estrella de la reina empezó a apagarse cuando falleció su esposo. El nuevo rey era Fernando VI, el hijastro de Isabel al que siempre había mostrado un cordial rechazo por interponerse entre sus hijos y el trono de España. Fernando VI desterró a Isabel a la Granja de San Ildefonso y, temiendo esta que la acabase echando también de ahí, ordenó la construcción de otro palacio muy cerca. Fue el Palacio de Riofrío. Sin embargo, la muerte de Fernando VI en 1759 iluminó de nuevo el destino de la parmesana.

En una de esas carambolas de la Historia, obra casi todas ellas de la muerte, el trono de España fue a parar al primogénito de Isabel, el rey Carlos de Nápoles. El nuevo Carlos III de España llevaba unas décadas reinando en Nápoles y ahora debía desplazarse a la Península Ibérica para ceñirse la corona española. Su madre no podía estar más orgullosa porque su sangre iba a ocupar el puesto que le correspondía. Así que el Palacio de Riofrío quedó inconcluso e Isabel de Farnesio nunca lo llegó a ocupar. En su lugar se trasladó a Madrid para hacerse cargo de la regencia mientras llegaba su hijo. La reina madre volvía a hacer lo que tanto le gustaba: mandar y ser obedecida.

Pero la vida en la corte de Carlos III no iba a ser como ella había soñado. Y todo por culpa de otra mujer, la esposa de su hijo María Amalia de Sajonia. Resultó que la nuera le salió contestona y no quiso compartir la influencia sobre el nuevo rey. Durante los últimos años de su vida, la parmesana se dedicó a dirigir las obras de ampliación del palacio de la Granja. La vieja reina murió en 1766 y fue sepultada en la Colegiata del palacio. El rey Felipe V no había querido ser enterrado en el panteón real del monasterio de San Lorenzo de El Escorial para no compartir la eternidad con los Austrias y había preferido su querido palacio de la Granja. Isabel de Farnesio lo acompañó también en el último viaje, como había hecho siempre.
 

Detalles de los jardines de la Granja de San Ildefonso







PARA SABER MÁS:

viernes, 21 de agosto de 2020

CHAVES NOGALES, QUE ESTABA ALLÍ

Varias fotografías de Manuel Chaves Nogales junto con algunos personajes históricos de su época como Alejandro Lerroux (arriba) y Miguel de Unamuno (abajo a la derecha).
 
 
 
Manuel Chaves Nogales es, para muchos, el mejor periodista español del siglo XX. Su obra literaria se podría situar junto a la de los grandes de su época, como George Orwell, Ernest Hemingway y Stefan Zweig. Es uno de los grandes, en efecto. Pero, a diferencia de estos y a pesar de aquello, Chaves Nogales es un completo desconocido para el gran público y sus obras hace bien poco que se han redescubierto.

Marginado por la izquierda y despreciado por la derecha, los escritos de Chaves Nogales pasaron largas décadas escondidos. Tan solo se editaba una y otra vez su obra cumbre, la biografía del torero Juan Belmonte, que carecía de connotaciones políticas. El resto se mantuvieron silenciados por unos y por otros porque la mente crítica y lúcida de Chaves Nogales incomodaba a unos y otros. Hoy, sin embargo, su figura y su obra se están recuperando aunque poco a poco, quizá demasiado poco a poco para alguien que puede alumbrar uno de los periodos más terribles de la historia de España y de Europa.

La visión de Chaves Nogales sobre España y Europa en la época que le tocó vivir es honesta y clara. Lo ve todo. Lo entiende todo. Y lo explica todo. Nacido en Sevilla, pronto marchó a la capital donde trabajó en algunos de los diarios más influyentes como el Heraldo de Madrid y el Ahora. Viajó por la Europa de entreguerras y conoció de primera mano el totalitarismo tanto fascista como comunista. En su obra "El maestro Juan Martínez, que estaba allí" contó la historia real de este bailaor flamenco que fue sorprendido por el estallido de la Primera Guerra Mundial en San Petersburgo, la capital de los zares de Rusia. Después, vivió la Revolución Bolchevique y conoció sus entresijos. 
 
La revolución pretendía acabar con la tiranía zarista y con la opresión de la nobleza, la burguesía y la Iglesia Ortodoxa pero lo que consiguió fue sustituir esta opresión por otra, la de los revolucionarios. Chaves Nogales relata la historia que el propio Juan Martínez le transmitió en París. En su huida desesperada, el bailaor se encontró con revolucionarios analfabetos guiados por la sed de venganza, con líderes bolcheviques corruptos, y con trabajadores que seguían haciendo lo de siempre: sobrevivir. El régimen que nacía de la revolución era muy distinto a la utopía soñada. No era un mundo de igualdad y justicia sino de represión, brutalidad y hambre. 

Y también conoció el totalitarismo fascista, el nazismo. Pudo realizar una brevísima entrevista a Joseph Goebbels, uno de los más importantes dirigentes nazis y ministro de propaganda de Hitler. Obligado a publicar las respuestas a sus preguntas sin ninguna modificación, Chaves Nogales se permitió realizar una pequeña introducción en la que describía al tipo entrevistado. En apenas unas líneas, el periodista andaluz retrató de forma brillante al líder nazi destapando su patetismo y su sectarismo.
 
Defensor de la democracia liberal y de la república parlamentaria instaurada en España en 1931, Chaves Nogales siguió la evolución política de los años treinta hasta que la violencia hizo estallar España en mil pedazos. Su obra "A Sangre y Fuego. Héroes, bestias y mártires de España" es probablemente el mejor libro que se ha escrito sobre la Guerra Civil. Todo aquel que quiera entender el conflicto fraticida español debe leer esta obra porque Chaves Nogales desciende aquí al barro, a la realidad cotidiana, retrata a milicianos republicanos, a fanáticos anarquistas, a fascistas sanguinarios y a un pueblo que sufrió como nadie el odio visceral provocado por siglos de ignorancia.

Chaves Nogales describe la brutal realidad de la guerra, de cualquier guerra, pero esta fue nuestra. Y en su prólogo, el autor explica la contienda de una forma clara y directa, ¡en 1937! Cuando aún quedaban dos años de guerra, el escritor sevillano adivina con una terrible precisión el futuro de esa España que se estaba desangrando. Los árboles no le impidieron ver el bosque con más claridad de la que muchos pueden verlo hoy en dia. No nos equivocamos si afirmamos que el escritor sevillano fue el observador más audaz de la España de los años treinta. Pero además de observador, fue un valiente defensor del régimen republicano y democrático condenado a muerte tras el golpe de 1936.

Como dice en el prólogo de "A Sangre y Fuego" - toda una declaración de principios y un disganóstico preciso de una España enferma -,  abandonó el país cuando vio que todo estaba perdido. Él era un republicano convencido, pero ante todo, un demócrata. Y cuando el gobierno legítimo marchó de Madrid a Valencia, entendió que la república democrática había sido completamente destruida. No quedaba nada que salvar. Y acusó tanto a los fascistas de Franco que bombardeaban continuamente Madrid como a las bandas de analfabetos anarquistas y comunistas que sembraban el terror en la capital. En Madrid no se enfrentaba ya el fascismo contra la democracia, sino contra el comunismo. La democracia ya no existía. Y por poner esto a la luz, Chaves Nogales fue perseguido por la derecha y por la izquierda y marginado por unos y por otros.

La visión ecuánime que ofrece Chaves Nogales al mundo no esconde su firme defensa de la democracia liberal. Sabe reconocer el totalitarismo porque lo ha visto y contado y sabe las atrocidades que engendra e inmediato. Cuando huye de España se instala con su familia en Francia a la que consideraba el baluarte de la democracia, donde había visto instalarse a los exiliados rusos tras la revolución, donde entonces se instalaban los exiliados españoles que huían de la guerra. Pero la Francia que encontró era muy distinta, un país agotado y mediocre que no ofreció resistencia cuando Alemania lo invadió en 1940 y aun colaboró con los nazis. Eso también lo retratará en "La agonía de Francia", una obra que, por cierto, no ha sido aún publicada en ese país. Heridas por cerrar en el siglo XXI.

Bien sabía nuestro autor que la Gestapo lo buscaría en París para hacerle pagar con su vida la humillación a los nazis y a Goebbels. Por eso, cuano las columnas alemanas se acercaban a la capital francesa, partió de nuevo, primero hacia Burdeos y, después, hacia Inglaterra, donde estaría a salvo. Su familia regresó a España al mismo tiempo. Era 1940. Chaves Nogales, igual que muchos españoles antes y después, se convirtió en un viajero errante, una de las voces más autorizadas para explicar la guerra de España y la de Europa que, sin embargo, no podría volver ni a su país ni al continente. Era el precio de la audacia y de la valentía. 

En Londres vivió los últimos años de su vida, haciendo lo que había hecho siempre: escribir, contar. Sus crónicas se publicaron en numerosos periódicos europeos y americanos. Su vida se apagó en mayo de 1944, unas semanas antes del desembarco de Normandía, uno de los hitos que marcaría el rumbo de la Segunda Guerra Mundial y el principio del fin del nazismo. No pudo ver cómo la democracia triunfaba por fin en Europa Occidental tras la guerra. Tampoco, por supuesto, cómo triunfó en España décadas después. Fue enterrado allí, en Londres, en el exilio, como tantos otros españoles obligados a abandonar su patria por culpa de la ignominia de muchos compatriotas. Allí siguen sus restos, lejos de su tierra. Su obra, sin embargo, es infinita. Estaba allí y lo contó para la eternidad.

miércoles, 19 de agosto de 2020

SOBRE LA MONARQUÍA Y LA REPÚBLICA

En los últimos años, cada vez que sale a la luz un escándalo de la familia real, se reactiva el eterno debate sobre la forma de gobierno en España: ¿monarquía o república? En realidad se trata de un dilema azuzado habitualmente por algunos partidos políticos interesados y algunos medios de comunicación que, sin embargo, tiene poco calado en una sociedad enfrentada a problemas mucho más graves.

Vaya por delante una confesión: desde un punto de vista teórico o normativo, es preferible una república a una monarquía. La razón es sencilla. En la monarquía la jefatura del Estado es vitalicia y hereditaria dentro de una familia, algo que suena un tanto anacrónico en pleno siglo XXI. En una república puede haber más o menos participación popular para elegir quién ocupa la mas alta magistratura del Estado por lo que se ajusta mejor a los parámetros que nosotros entendemos como democráticos. Así que, en principio, pocos pueden dudar de que es una forma de gobierno más acorde con nuestros tiempos.

Ahora bien, no vivimos en un mundo teórico, sino en el mundo real. Hay que buscar soluciones prácticas para las necesidades políticas de cada momento. La instauración de la monarquía parlamentaria en España, en 1978, se debió precisamente a eso, a la utilidad que podía ofrecer la figura de un monarca en la dificultosa instauración de la democracia, amenazada en múltiples frentes por el terrorismo, los sectores reaccionarios, los nacionalismos periféricos y la inestabilidad social y económica. Muchas de esas circunstancias han cambiado, pero la monarquía española sigue teniendo su razón de ser en el siglo XXI.

En primer lugar, se trata de una institución apolítica y neutral, alejada de las luchas partidistas que son la esencia de nuestra democracia. La figura moderadora del rey lo convierte en el fiel de una balanza en la que se sustenta todo el sistema político. Carente de todo poder fáctico, el rey es, en resumidas cuentas, el representante del Estado y el símbolo de la continuidad histórica de la nación. Por cierto, este es el motivo por el que se oponen a él los partidos independentistas periféricos.

En segundo lugar, el papel del rey como representante de España en el extranjero es crucial. Parece un tópico eso de que es "el mejor embajador", pero es cierto. La permanencia de un rey en el trono de su país durante años lo convierte en la figura visible de la nación en el exterior, un rostro reconocible aquí y allá. Por eso la Corona es un excelente instrumento para fortalecer la imagen exterior del país, una brillante carta de presentación en el mundo. La pertenencia del monarca a una dinastía histórica, que se proyecta a lo largo de los siglos, contribuye a este propósito. Esto es algo de lo que carece un presidente de la república por muchas ínfulas napoleónicas que se quiera otorgar Emmanuel Macron a sí mismo, por ejemplo. Los presidentes de Portugal, Alemania o Italia son prácticamente desconocidos en el mundo por lo que su función representativa de la nación, que tienen igual que el rey, no es tan potente.

En tercer y último lugar, la monarquía parlamentaria no tiene en la actualidad una alternativa viable en España. Muchos piensan instantáneamente en la república, pero ¿qué república? Habrá que ponerle un apellido: parlamentaria, presidencialista, semipresidencialista, popular, de partido único, islámica, etcétera. Todos ellos sin entrar en la forma de Estado y su organización territorial: república federal, república unitaria o república conferederal. Pensemos en Portugal, en Rusia, en Uruguay, en Vietnam, en Irán. Todos son repúblicas pero no sé parecen entre sí. Hoy no hay debate en torno a ello y, mucho menos, consenso. Hay quien propone una "república plurinacional y solidaria" pero la Historia no conoce ninguna forma de gobierno con esa denominación. Sólo hay un Estado plurinacional en el mundo, Bolivia, pero sus características territoriales y sociales no son comparables a las de España así que no parece una opción viable.

Por sí misma, una república no es más democrática que una monarquía. Comparemos, por ejemplo, la República Democrática del Congo, que es uno de los países más corruptos y peligrosos del mundo, y el Reino de Noruega, cuyos ciudadanos disfrutan de amplias libertades. El diario "The Economist" elabora cada año un ranking de los países en función de la calidad de su democracia. En 2019, de las veinte democracias plenas del mundo - los países con mayor calidad democrática - doce eran monarquías. España era una de ellas. La calidad de la democracia es mucho más que elegir en votación al jefe del Estado, se basa en la existencia de amplios derechos y libertades y la seguridad para ejercerlos.

Una república tampoco es sinónimo de justicia y de igualdad social. En 2017, el país con más desigualdad en ingresos del mundo - según el coeficiente de Gini - era la República de Sudáfrica y uno de los más igualitarios era Bélgica, una monarquía. No hay correlación, por tanto, en indicadores como la calidad de la democracia y la igualdad social en un país y su forma de gobierno.

Todo ello no impide, en cualquier caso, que la monarquía tenga que estar sometida a un férreo y continuo control por parte de los tribunales de justicia, de la prensa y de la opinión pública, igual que el resto de instituciones del Estado. Precisamente por su naturaleza, vitalicia y hereditaria, la ejemplaridad y la transparencia deben ser las señas de identidad de esta institución y se le deben exigir. El jefe del Estado y los miembros de la familia real deben, además, estar sometidos a las mismas leyes que el resto de ciudadanos, sin diferencia alguna a excepción de aquello vinculado a las funciones inherentes a su cargo. No debemos olvidar que un rey lo es de por vida y el Estado debe evitar que caiga en la tentación de aprovechar su posición aparentemente inmutable en beneficio propio.

Teniendo en cuenta todo esto, parece estéril un debate ahora sobre la forma de gobierno, sobre todo, si miramos los problemas inminentes a los que se enfrenta el país. Además, un cambio en la forma de gobierno requeriría una modificación de la Constitución. La crispación impertante en el panorama político actual y la actitud combativa de la mayoría de los partidos no permiten alcanzar un gran acuerdo que sustituya al logrado en 1978. Así que quizá sería prefible trabajar por profundizar nuestros derechos y libertades, y mejorar la cohesión social del país antes que polemizar sobre temas como este. Ya llegará el momento en el devenir histórico futuro en el que merezca la pena debatir si conviene más una monarquía o una república siempre, claro está, que los que defienden esta opción tengan claro qué tipo de república proponen.

sábado, 8 de agosto de 2020

¿Y DESPUÉS DEL VERANO?

A medida que pasa el verano y se acerca septiembre, la atención de los medios de comunicación y de las redes sociales se traslada al más que problemático inicio del curso escolar 2020/2021. Si durante meses no se ha dedicado ni un minuto a pensar cómo y cuánto ha afectado la crisis sanitaria a la educación en España, ahora parece que se ha suscitado un repentino interés por el tema. En realidad, el interés es hacia la escuela como mera guardería no como lugar de vital importancia en la formación de los jóvenes, pero esa es otra cuestión.

El problema que se plantea es complejo: ¿cómo se va a iniciar el curso en medio de esta gravísima situación sanitaria que está lejos de solucionarse? Es complejo pero no nuevo, no surgió ayer. A mediados de marzo, una de las primeras medidas adoptadas por las autoridades ante la emergencia sanitaria fue la suspensión de las clases presenciales. El curso 2019/2020 se cortó de forma abrupta y de un día para otro la enseñanza presencial se hizo telemática por obra y gracia de miles de docentes que trabajaron a destajo durante semanas para que fuese posible.

En aquellos momentos nadie pensó en la educación ni un segundo. El gobierno se limitó a dar vagas esperanzas para retomar las clases en junio. Evidentemente no fue posible. Después, algunos alumnos pudieron acudir a los centros. Nada dentro de la normalidad: unos cuantos alumnos en clases de repaso poco útiles. Pero, por entonces, el curso ya se terminaba, la situación epidemiológica en el país era mejor y la vuelta a las clases en septiembre parecía lejana. La atención se centraba en atraer turistas.

Desde el inicio de la crisis sanitaria han pasado cinco meses. Cinco meses en los que el problema de la educación en tiempos de pandemia no ha despertado el menor interés hasta ahora. Nadie ha buscado posibles soluciones, nadie se ha enfrentado a ello de forma decidida. Por parte de las autoridades, apenas unas vagas instrucciones y unas recomendaciones irreales y abstractas. Han sido los equipos directivos de los centros los que han dedicado el mes de julio a diseñar protocolos para hacer posible la vuelta a las aulas en septiembre. Y este trabajo ha sido a ciegas y provisional. A ciegas porque los equipos directivos están formados por docentes, no por médicos ni epidemiólogos. Y provisional porque han estado y están siempre pendientes de la aprobación súbita de cualquier otra normativa rocambolesca que les obligue a cambiarlo todo.

Ahora, en agosto, algunos polemistas y opinionistas están reclamando en periodicos, televisiones y redes sociales la bajada de ratios de alumnos por clase y el aumento del número de profesores. Esto es algo que los docentes hemos venido reclamando desde mayo. Y ya se ha asumido que no es posible porque, sencillamente, no hay dinero y no hay voluntad. Sobre todo, falta voluntad por parte de la administración central y autonómica para coordinar esfuerzos y habilitar espacios, equiparlos, permitir la reducción del número de alumnos por clase y contratar a más profesores para atenderlos.

Los planes de inicio de curso, elaborados por cada centro, proponen algunos desdobles cuando es posible, entradas diferenciadas, itinearios marcados para los alumnos dentro del centro, espacios señalizados para el recreo, uso de mascarillas, los famosos grupos burbuja - posibles en Educación Primaria pero ¿en Secundaria? -, etc. Lo de la distancia de seguridad en las aulas es, simplemente, una quimera en muchos centros masificados. Todas las medidas al alcance de los centros y de los profesores son insuficientes y solo van a retrasar - si lo logran - lo inevitable: que surjan brotes de coronavirus en colegios e institutos.

¿Qué hacemos si, dos días después del inicio de las clases, una madre llama al centro para comunicar que su hijo, que ha asistido a clase los dos días anteriores, se ha levantado con fiebre? ¿Se aislará en ese caso a su grupo burbuja? ¿Y qué hacen los profesores que imparten clase en varios grupos? ¿Se cerrará el centro educativo al completo? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Se harán PCRs a todos los alumnos y profesores? Va a pasar y todos lo sabemos pero quienes deben abordar el asunto prefieren no hacerlo. La improvisación ha sido siempre un rasgo muy español.

Las clases telemáticas, online y a distancia puestas en marcha desde marzo fueron un parche que permitió acabar, mal que bien, el curso anterior. Pero, no nos engañemos, no podemos impartir todo un curso escolar así. Las clases presenciales son una necesidad imperiosa. Vale, primero como aparcamiento para los hijos cuyos padres tienen que ir a trabajar. Pero también, y sobre todo, para formar a las generaciones del futuro. La educación es más que la transmisión de conocimientos teóricos, es el intercambio de ideas, de energías y de sentimientos. Y eso no se puede hacer a través del ordenador.

Dado que el tiempo pasa inexorablemente y por muy largo que nos parezca agosto, algún día terminará, quizá la ciudadanía debería darse cuenta de que la educación en tiempos de pandemia es el mayor reto social al que nos enfrentamos en estos momentos y debería exigir a las autoridades que actúen de forma rápida y eficaz, aunque solo sea por esta vez. Está muy bien eso de reclamar con vehemencia la apertura de bares, de discotecas y de hoteles, la celebración de conciertos, partidos de fútbol y corridas de toros, pero, pasado el verano, nos debería entrar en la cabeza que el futuro se encuentra en la educación. Haya pandemia o no.

jueves, 6 de agosto de 2020

LAS PERIPECIAS DEL MARINO SANTOÑÉS



Izquierda: 1) Inscripción junto al monumento; 2) Mural con el mapamundi; 3) Vistas desde el paseo marítimo de Santoña, al fondo se ve la localidad de Laredo. Derecha: Busto de Juan de la Cosa a los pies del monumento en su honor.



Si visitáis Santoña no os olvidéis de degustar las exquisitas anchoas y de comprar conservas para regalar a familiares y amigos como si fueseis el presidente de la región. Esta localidad cántabra es famosa hoy por la industria conservera de los productos del mar que hacen las delicias de cuantos los prueban. Pero permitidme hablar aquí de otra cosa, de un santoñés ilustre, quizá el más ilustre de todos, porque cada lugar tiene sus héroes propios y este, en verdad, es uno de los grandes. 

Juan de la Cosa nació en Santoña hacia 1460. Esto lo suponemos, porque realmente no sabemos el año exacto. Allí creció, en las faldas del monte Buciero, junto al bravo Cantábrico y las tranquilas marismas. Su familia, como casi todas en el lugar, era de tradición marinera. Los marinos cántabros faeaban desde hacía siglos en las aguas del océano y conocían bien al gigante azul que se extiende hasta donde la vista no alcanza. En su juventud, De la Cosa navegó hasta el África occidental y residió un tiempo en Lisboa, la cosmopolita corte de Manuel "el Afortunado" donde llegaban noticias de mundos lejanos y exóticos. Pero el navegante siempre volvía a Santoña, su hogar, donde le esperaban su esposa y su hija.

Cuando, en 1492, el marino genovés Cristóbal Colón organizaba la expedición que pretendía alcanzar Asia navegando hacia poniente, Juan de la Cosa ya era un tipo experimentado en el arte de la navegación. Además, era propietario de la nao mercante "Santa María", un robusto navío construido en los astilleros de Santander. Se trataba de un barco perfecto para un propósito increíble: cruzar la Mar Océana y arribar a las Indias. De la Cosa fue el maestre del navío, capitaneado durante la travesía por el propio Colón. Ya sabemos que los otros barcos de la expedición colombina, dos carabelas, eran la "Pinta" y la "Niña".

Así, podemos afirmar que Juan de la Cosa fue uno de los descubridores de América, un codescubridor como he leído en algunos sitios. Su complicidad con Colón fue tan grande que, a pesar del naufragio de su "Santa María" frente a las costas de la Española en la Navidad de 1492, fue uno de los elegidos para retornar a la Península. Aquí daría cuenta de la hazaña que creían lograda. Posteriormente, "el vizcaíno", como lo conocían, participó en el segundo viaje de Colón a las Indias y quizá también en el tercero aunque su pista se pierde en un barullo de nombres, fechas y cargos.  No se sabe por qué figura en algunos documentos como "el vizcaíno" y muchos, incluso, ponen en duda que se trate de la misma persona. Aunque, en aquella época, era dificil distinguir los límites entre Vizcaya y Cantabria así que, si lo pensamos detenidamente, no es tan raro el mote.

De la Cosa, ansioso de aventuras, fama y riquezas, se hizo otras tres veces a la mar después de las expediciones colombinas. En 1499, junto a Alonso de Ojeda y Américo Vespucio - sí, el que le dio su nombre al continente - recorrió las costas de la actual Venezuela con la obsesión de encontrar un paso que les llevase, por fin, hasta Asia continental. Dos años después, en la expedición de Rodrigo de Bastidas que le llevó hasta Tierra Firme, lo que hoy es Panamá, también partició el marino cántabro con idéntico objetivo. La expedición culminó en la Española, donde De la Cosa se reencontró con su viejo colega Cristóbal Colón. Por último, en 1509, De la Cosa se hizo a la mar en una expedición capitaneada por Ojeda y en la que participaba un joven Francisco Pizarro. Llegaron hasta la costa de lo que hoy es Colombia y allí sucumbieron a un ataque de los indígenas. Nuestro marino murió a causa de una flecha envenenada y dicen que su cuerpo fue devorado por los indios caníbales.

El legado más valioso de Juan de la Cosa sobrevivió, sin embargo, hasta nuestros días, y hoy puede contemplarse en el Museo Naval de Madrid. Hacia 1500, nuestro navegante presentó a los Reyes Católicos un mapa del mundo realizado en pergamino donde, por primera vez en la Historia, estaba representado el continente americano. El mapamundi tiene un valor incalculable porque el santoñés fue capaz de representar con una exactitud sorprendente no solo las Islas Antillas, ya exploradas y dominadas por los castellanos, sino también el contorno de un inmenso continente desconocido, lleno de peligros, horrores y sueños. En el mapa puede leerse "Juan de la Cosa la hizo en el Puerto de Santa María en el año de 1500". El marino y explorador se convirtió así en cartógrafo.

Como recompensa, los reyes de Castilla pusieron a Juan de la Cosa al frente de las empresas geográficas de la Casa de la Contratación de Sevilla, la primera institución científica de Europa. Además, por cédula real, fue nombrado Alguacil Mayor de Urabá, un golfo de la costa de la actual Colombia que el navegante visitó en varias ocasiones. Allí se dirigía, al Golfo de Urabá, cuando Juan de la Cosa y sus compañeros encontraron la muerte a finales de febrero de 1510.

Hoy, en Santoña hay un hotel con su nombre, una calle con su nombre, una empresa conservera con su nombre y también un monumento junto al mar que recuerda sus hazañas. Las columnas de Hércules, símbolo de los límites del mundo conocido alzan al cielo una nao, la "Santa María", el navío de De la Cosa. "Santoña a Juan de la Cosa" puede leerse en la inscripción en la piedra. Un busto y un mural recuerdan también su legado: los viajes de exploración de las costas del mar Caribe y el primer mapamundi con América representada junto a los tres continentes viejos. Por eso, si algún día visitáis Santoña, además de comer anchoas, acordaos, aunque sólo sea un segundo, de su cartógrafo más ilustre, aquel que fue capaz de intuir un continente y dibujarlo para la posteridad.




Arriba: 1) Monumento a Juan de la Cosa en Santoña; 2) Detalle de una placa conmemorativa. Abajo: Detalle del mural conmemorativo








Si quieres leer sobre el descubrimiento de América, puedes hacerlo aquí. Si quieres leer sobre las consecuencias de la conquista para los indígenas, puedes hacerlo aquí. Y si quieres leer sobre otro marino, Juan Sebastián Elcano, cuando se cumplen 500 años de la primera vuelta al mundo, puedes hacerlo aquí. Y si no quieres seguir leyendo, allá tú.

lunes, 3 de agosto de 2020

OVETUS, OVIEDO, VETUSTA, UVIÉU

1) Estatua de Alfonso II; 2) Restos de la muralla del siglo IX; 3) Helechos; 4) Catedral de Oviedo

Dicen que en el año 761 los monjes godos Máximo y Fromestano fundaron una pequeña comunidad en un llano al norte de la Cordillera Cantábrica. Habían huído, junto con otros muchos, del dominio musulmán y llegaron hasta el único reducto de resistencia cristiana que quedaba en la Península. Esa comunidad crecería en las décadas siguientes hasta convertirse en la capital del Reino de Asturias: Oviedo. No sabemos cuánto hay de Historia y cuánto de leyenda en este relato. Hoy algunos dicen que Oviedo pudo surgir con anterioridad, durante la época romana, en un cruce de caminos entre Lucus Asturum - la actual Lugo de Llanera - y Legio VII Gémina - que hoy es León -.

En cualquier caso, parece cierto que en los primeros compases de la Reconquista, la ciudad de Oviedo u Ovetus, su nombre en lengua latina (?), adquirió gran importancia y se erigió en el centro del reino asturiano. Situada en las faldas del Monte Naranco, a cierta distancia del océano y protegida de los ataques del sur por la gran Cordillera Cantábrica, Oviedo poseía todas las características necesarias para convertirse en la capital de Asturias, un reino que en aquel momento aún luchaba por consolidarse y sobrevivir.

Fue Alfonso II de Asturias quien decidió trasladar su pequeña corte desde Cangas de Onís a Oviedo en algún momento antes del año 812. El monarca, conocido como "el Casto", restableció el Ordo Gothorum, es decir, el Orden de los Godos, como una forma de legitimar su poder y justificar los ataques sobre los musulmanes del sur proclamándose sucesor de los visigodos. Además, ordenó la fortificación de la ciudad y la construcción de iglesias y palacios. Restos de la primitiva muralla del siglo IX aún pueden contemplarse en algunas zonas de la ciudad y Alfonso II es recordado casi en todos los rincones del Oviedo del siglo XXI.

Durante el reinado de Alfonso II también se descubrieron los restos del Apostol Santiago en la ciudad de Compostela, una de las localidades más occidentales del reino asturiano. La tradición dice que fue el primer peregrino del Camino de Santiago al recorrer los casi trescientos kilómetros que separan estas dos urbes. Hoy, es tradición que los peregrinos que se dirigen a Santiago de Compostela entren antes en Oviedo y visiten su catedral dedicada al Salvador. "Quien va a Santiago y no a San Salvador, honra al siervo y descuida al señor".

1) Catedral de Oviedo; 2 - 4) Detalles de la catedral

Y es que la catedral de Oviedo comenzó a construirse en aquellos momentos sobre una primitiva capilla dedicada a San Salvador. Su construcción llevó varios siglos lo que supuso la mezcla de estilos artísticos. Además, los avatares de la Historia impidieron que en el siglo XIII se completase el diseño original de la fachada gótica con dos torres siguiendo el modelo francés que se puede ver en otras ciudades españolas como Burgos y León. La catedral de Oviedo se quedó con una solitaria torre. En su interior se conservan los símbolos de la ciudad y del reino: la Cruz de la Victoria - símbolo de Asturias -, la Cruz de los Ángeles - símbolo de Oviedo - y el paño que cubrió el rostro de Cristo antes de su Resurrección, una reliquia llevada hasta allí por Alfonso II.

Vistas de Santa María del Naranco

Tras la muerte del monarca, el nuevo rey Ramiro I ordenó la construcción de un complejo palatino en el cercano Monte del Naranco. Allí pueden contemplarse hoy en día dos de los edificios prerrománicos más importantes del mundo: Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo. La primera fue concebida como el Aula Regia del conjunto palacial aunque posteriormente fue consagrada y convertida en templo cristiano lo que permitió su conservación. Hoy es considerado el edificio civil  más antiguo de Europa. San Miguel de Lillo es otra pequeña joya del prerrománico asturiano. El templo, que presentaba mayores dimensiones en sus orígenes que en la actualidad ha sufrido numerosos episodios de destrucción y reconstrucción hasta adquirir la forma en la que lo podemos contemplar hoy en día.

Vistas de San Miguel de Lillo

Oviedo fue la capital del Reino de Asturias durante cerca de cien años, hasta que en el año 910, el Tercero de los Alfonsos trasladó la corte al otro lado de la Cordillera Cantábrica, a León. Las razones fueron estratégicas pues León se encontraba más próxima al río Duero, donde en aquellos momentos estaban teniendo lugar las operaciones militares frente a los musulmanes. La marcha de la corte supuso el inicio de la decadencia de la ciudad puesto que los monarcas - hasta entonces asturianos y ahora leoneses - decidieron embellecer León como habían hecho con Oviedo anteriormente. La catedral quedó, por ejemplo, a medias y la escasa financiación hizo que se tardase mucho tiempo en finalizar.

Son escasos los restos que pueden verse hoy del Oviedo medieval porque en la Nochebuena de 1521 un incendio arrasó la ciudad casi por completo. Las velas encendidas por Navidad fueron el origen de un fuego que se extendió rápidamente consumiendo las viviendas de madera. Sólo los grandes edificios construidos en piedra sobrevivieron, como la catedral. Poco después se inició la reconstrucción siguiendo los modelos renacentistas. Hoy pueden contemplarse numerosos palacios del siglo XVI en el centro de Oviedo. Además, las numerosas plazas y espacios sin edificar no solo embellecieron la urbe siguiendo los gustos racionalistas del momento sino que sirvieron de cortafuegos para futuros incendios.

Oviedo también es hoy un fantástico lugar donde observar el legado de los indianos. Ya saben, aquellos emigrantes que marcharon a América en busca de fortuna y la encontraron. Muchos volvieron a su tierra natal décadas después colmados de dineros y los inviertieron en la construcción de casas que evocan las aventuras en las Indias. El Oviedo de hoy celebra unas fiestas en honor a los indianos y una escultura recuerda a aquellos emigrantes que durante varios siglos dejaron su patria querida en busca de un futuro mejor en otros lados. Por eso el indiano es también un símbolo de tolerancia hacia otras culturas, hacia otras gentes.

Durante siglos, Oviedo fue la capital de la leche, del pescado y de la minería. De todo ello hay rastro en la ciudad del siglo XXI. La Plaza del Paraguas recuerda a las lecheras que, hasta hace bien poco, acudían a la ciudad desde las altas montañas. La Central Lechera Asturiana es sin duda el mayor legado que dejaron aquellas mujeres. También el pescado tenía su mercado en la ciudad, la lonja, aunque no hay ni puerto, ni ría, ni barcos pesqueros. Las gentes del mar, tan próximo, marchaban a Oviedo a vender sus capturas.

En el siglo XIX, el descubrimiento de yacimientos mineros en las montañas asturleonesas fue un impulso modernizador para la ciudad. Este Oviedo es la Vetusta que Alas "Clarín" describe tan profusamente en "La Regenta", su obra magna. Era una ciudad de provincias, un mundo cerrado, en el que el catedrático de su Universidad sitúa a Ana Ozores, una bella mujer atenazada por las rígidas normas de "la heroica ciudad" que dormía la siesta.

Pero a pesar de todo, Oviedo creció mucho gracias a la riqueza minera de la zona y a la expansión del ferrocarril. Se derribaron las murallas medievales y se inició la construcción del ensanche de Uría que amplió los límites de la ciudad sobremanera. Es en esta zona donde se pueden contemplar algunos grandes edificios de la ciudad como el actual edificio del Gobierno del Principado de Asturias, la sede de la Junta General del Principado y el Teatro Campoamor, donde cada octubre se celebra la entrega de los premios Princesa de Asturias.

Derecha: Edificios del ensanche de Oviedo. Izquierda: Teatro Campoamor

También el Parque San Francisco se configuró como un lugar de esparcimiento para los ovetenses. La Calle de Uría, que se proyectó para conectar el centro urbano con la estación de ferrocarril situada al norte de la ciudad, es hoy el corazón comercial de Oviedo. Por cierto, que este espacio no fue urbanizado sin polémica. Y es que la expansión de la ciudad acabó con un viejo carbayo milenario muy querido por los ciudadanos. El roble fue talado a pesar de las numerosas protestas que incluyeron la fundación de un periódico destinado a conseguir la salvación del árbol. Hoy, a los ovetenses se les conoce, también, como carbayones en honor al mítico roble talado en pos del desarrollo de la ciudad.

Las huellas de la Historia permiten ver también los estragos de la Revolución de Asturias (1934) y de la Guerra Civil (1936 - 1939) en el Oviedo de hoy. En Octubre de 1934, los mineros, fuertemente armados, bajaron de las montañas y tomaron la ciudad a sangre y fuego, acabando con numerosas vidas y destruyendo otros tantos edificios. La represión, bajo el mando del general Franco, no fue menos brutal. Igual que la Guerra Civil. Hoy pueden verse los impactos de la metralla en numerosos edificios. Aunque para muchos pasen desapercibidos, recuerdan una época de odios y horrores y sirven de advertencia sobre lo que nunca más debe repetirse.

El Oviedo del siglo XXI es muy distinta a la de épocas anteriores aunque conserva su carácter original y único. Hoy es una ciudad moderna y abierta al mundo, el deleite de quien la visita. Para un polémico cineasta estadounidense es "una ciudad deliciosa, exótica, bella, limpia, agradable, tranquila y peatonalizada... Oviedo es como un cuento de hadas". Los Premios Princesa de Asturias son un envidiable escaparate, la mejor ventana para captar la atención de un mundo aturdido por la impersonalidad de la globalización. 

Hoy, Oviedo, u Uviéu según su nombre oficial en asturiano, es también una ciudad de esculturas que cuenta Historia e historias. Paseando por sus calles y parques te puedes encontrar con Mafalda, con una estatua de Botero, con una lechera con su burra o con Rufo. Una escultura recuerda al perro vagabundo que vivió durante años en la ciudad y que fue cuidado por todos los oventenses. Murió el 21 de septiembre de 1997, durante las fiestas de la ciudad. La estatua no solo es en su honor, sino en el de todos los perros callejeros.

Oviedo, ciudad de estatuas: 1) La Maternidad, de Botero; 2) Estatua de Rufo; 3) Woody Allen; 4) Mafalda







martes, 21 de julio de 2020

PELAYO Y LA REYERTA DE COVADONGA

Arriba: Monte Auseva con la basílica de Covadonga. Abajo: izq. Río Covadonga; der. Cueva de la Virgen de Covadonga.


A comienzos del verano del año 711 las huestes musulmanas comandadas por el caudillo Tariq se encontraban ya en el suelo ibérico. Aunque el rey visigodo Roderico organizó un gran ejército nada más conocer la presencia islámica en sus tierras poco pudo hacer para evitar la destrucción del reino. En julio, los visigodos se encontraron frente a los islamitas junto al río Guadalete y fueron derrotados estrepitosamente. El ejército godo se deshizo y Roderico desapareció.

Los musulmanes avanzaron imparables hacia el norte sin encontrar una resistencia eficaz. La llegada de nuevos contingetes de Oriente, comandados por Musa, Abdalaziz y otros generales, hizo que en poco más de cuatro años toda Hispania se encontrase bajo el yugo del Califato Omeya de Damasco, convirtiéndola en Al-Andalus, una provicia más, un valiato del imperio árabe.

Los godos poco pudieron hacer para evitar la pérdida de Hispania. La mayor parte de la población hispanogoda aceptó a los nuevos invasores mientras que unos cuantos rebeldes huyeron a refugiarse a las altas montañas del norte de la Península, a los territorios astures y vascones. Algunos también huyeron al norte de los Pirineos donde fueron conocidos como hispanii.

La Cordillera Cantábrica ofreció un escondite perfecto para aquellos refugiados godos. Las altas cumbres y los profundos valles hacían la zona inexpugnable y facilitaban el aislamiento. Las huestes musulmanas llegaron hasta el Mar Cantábrico y establecieron su base en Gijón en torno al año 714, ¡sólo tres años después de la Batalla de Guadalete! Esto echa por tierra las teorías que afirman que la región asturiana siempre estuvo libre del dominio musulmán.

Otra cosa distinta fue la naturaleza y las características de la presencia musulmana en estas tierras. La estrecha franja costera entre el océano y las montañas cantábricas se encontraba lejos de todos lados. Los árabes habían establecido el centro de su poder en Al-Andalus en el fértil valle del Guadalquivir, una amplia zona llana regada por las aguas del río que permitía el desarrollo de la agricultura. Para llegar desde Gijón a Córdoba, la capital del emirato andalusí era necesario atravesar las inhóspitas mesetas y penetrar en la enorme muralla cantábrica. Se precisaban muchos días, ¡semanas incluso! para lograrlo. Podemos suponer que enseguida los musulmanes de Córdoba perdieron interés por aquellas elejadas y frías regiones del norte peninsular.

Estas características geográficas que para los invasores islámicos suponían grandes inconvenientes se tornaron en ventajas para los rebeldes godos. Entre los que se refugiaron allí se encontraba un tal Pelayo. Hoy se cree que Pelayo era un noble godo próximo a Roderico que pudo haber participado en la Batalla de Guadalete. Se sabe que se encontraba preso en Córdoba y que en el 718 logró escapar y huir al norte.

En aquellos momentos, el general árabe Munuza se encontraba al frente de la región cantábrica, con su sede en Gijón. Quizá recibió la noticia de que el rebelde godo marchaba hacia allá pero es poco probable. Munuza se encontraba enfrascado en una empresa mucho más importante: asegurar el cobro de tributos en el norte. El valí cordobés Al-Kalbi había decretado un aumento de impuestos para la población bereber (musulmanes no árabes) e hispanogoda (mayoritariamente cristiana). Munuza envió expediciones para recaudar los tributos en la región cantábrica.

Pelayo llegó a su escondite, en el Monte Auseva, entre las actuales Asturias y Cantabria. Al parecer, allí consiguió afianzarse como un líder local entre la comunidad de godos que se encontraban refugiados. Quizá consiguiese también infundir en sus seguidores la rebeldía frente a los invasores musulmanes que habían destruido el reino godo. O quizá, simplemente, buscó ayuda ante el temor de que volviesen a capturarlo y fuese de nuevo trasladado a Córdoba.

Poco sabemos de la famosa Batalla de Covadonga. Ni siquiera la fecha en que tuvo lugar pues unos dicen que fue en el año 718 y otros en el 722. Tradicionalmente se ha presentado como la gran batalla que dio inicio a la Reconquista, como el mito fundacional de España. Ya en el siglo X, la Crónica de Alfonso III narra la batalla como un acontecimiento épico en el que unos pocos cristianos liderados por Pelayo lograron vencer a un ejército de miles de musulmanes:

"Y como Dios no necesita las lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los cristianos salieron de la cueva para luchar contra los caldeos; emprendieron éstos la fuga, se dividió en dos su hueste, y allí mismo fue, al punto, muerto Alqama y apresado el obispo Oppas. En el mismo lugar murieron 124.000 caldeos, y los 63.000 restantes subieron a la cumbre del monte Auseva..."

La versión musulmana es muy distinta. El historiador argelino Al-Maqqari (s. XVI - XVII) afirma que fueron las condiciones natuales de la montaña, el hambre que azotó a los soldados, lo que precipitó la retirada islamita. Dice que "se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Pelayo" que empezó a defender aquellas tierras que aún quedaban en manos cristianas. La retirada de los musulmanes estuvo justificada por el poco poder de aquellos rebeldes. "Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?". Estas son las palabras con las que, al parecer, los musulmanes apaleados en Covadonga despreciaron a los rebeldes cristianos.

La versión que hoy dan los historiadores es muy diferente. Probablemente la batalla de Covadonga no fue más que una pequeña escaramuza, una reyerta entre la patrulla musulmana dirigida por el militar Alqama que acudía a hacer efectivo el cobro de tributos y los campesinos cristianos que habitaban aquellas montañas. Ni hubo cientos de miles de soldados musulmanes muertos ni, con toda probabilidad, la Virgen se apareció en aquel monte e hizo posible lo imposible.


Arriba: Basílica de Covadonga. Abajo. izq. Estatua de Pelayo; centro. tumba de Pelayo; der. río Covadonga.


Lo que sí parece cierto es que la derrota musulmana afianzó el poder de Pelayo que a partir de entonces fue capaz de reestructurar las tierras en manos cristianas y crear un protoestado formado por varias cumbres y unos cuantos valles de la Cordillera Cantábrica. Poco después estableció su pequeña corte en la ciudad de Cangas de Onís, a unos cuantos kilómetros del lugar de la batalla, junto al río Sella. Ese pequeño reino, conocido desde ese momento como Asturias, estaría llamado a protagonizar un despliegue territorial paulatino hacia el sur, ocupando las tierras que, por áridas y frías, los musulmanes abandonaron al norte del río Duero.

Antes de morir Pelayo, los cristianos consiguieron tomar la ciudad de Gijón que, como dije, era la base de operaciones de los musulmanes en el norte de la Península. El gobernador Munuza se retiró paulatinamente hacia el sur. No se sabe si fue por la presión ejercida por aquellos rebeldes cristianos victoriosos tras Covadonga o porque recibió órdenes de abandonar aquellas tierras. Los ejércitos musulmanes estaban concentrándose en una operación mucho más ambiciosa que dominar las tierras cantábricas: invadir la Galia y conquistar el Reino Franco. Es muy probable, que la decisión de replegarse hacia la meseta y abandonar Gijón fuese dada antes de conocer la derrota de Covadonga.

En Cangas de Onís, primera capital del Reino de Asturias, hay una estatua en su honor con la inscripción sin duda pretenciosa "Pelayo, primer rey de España". Y digo pretenciosa porque Pelayo no fue rey de España y nunca tuvo conciencia de que aquella victoria sobre los musulmanes iba a dar comienzo a un proceso de reconquista que culminaría ocho siglos después. España no existía y la recuperación del reino godo era una quimera. Aquel no era su objetivo porque era imposible. Los musulmanes eran demasiado fuertes en Al-Andalus y los cristianos demasiado débiles. El objetivo de Pelayo fue solo sobrevivir.

Arriba: der. hórreo típico asturiano; izq. estatua de Pelayo en Cangas de Onís. Abajo: Puente Romano de Cangas de Onís (s. XII).

miércoles, 24 de junio de 2020

LA MONARQUÍA ESPAÑOLA Y LOS DERECHOS DE LOS INDÍGENAS


En abril de 1493, Colón fue recibido por los Reyes Católicos en Barcelona para rendir cuentas de su expedición a las Indias. El encuentro fue discreto y pocas crónicas lo narran. De hecho, Isabel y Fernando recibieron al almirante genovés con gran escepticismo después de conocer que había desembarcado antes en la corte el rey de Portugal en Lisboa. Colón tenía que dar explicaciones de todo aquello.

En aquella audiencia, el navegante mostró a sus señores ejemplos de la hazaña que había logrado culminar con éxito: llegar a las Indias navegando hacia Occidente. Según el cronista Francisco López de Gómara, les mostró objetos elaborados en oro, alimentos como el ají y la batata y animales exóticos como papagayos de diversos colores. Fácil es imaginar que lo que más honda impresión causó a los soberanos fue contemplar la entrada de seis indígenas semidesnudos y de piel canela. El cronista dice que "los seis indios se bautizaron...; y el rey, la reina y el príncipe don Juan, su hijo, fueron los padrinos...".

Al parecer, Colón había embarcado a más indígenas en las naves de vuelta a la Península y a su llegada había vendido a la mayoría como esclavos: ¡unos cincuenta hombres y mujeres! El artífice del diseño de la colonización de las Indias durante el reinado de los Reyes Católicos, Juan Roríguez de Fonseca, debió de tener especial protagonismo en esta venta. Muchos de esos indios fueron a parar a las galeras de un tal Juan de Lezcano y murieron por las pésimas condiciones de vida que sufrieron, el frío y las enfermedades.

La reina Isabel fue reticente a autorizar la venta de los indígenas antillanos como esclavos y convocó una Junta de Letrados para el estudio del caso. La Junta se manifestó contra la esclavitud de los indígenas y la reina ordenó que todos los que habían sido vendidos en Castilla fueran puestos en libertad y enviados de regreso a las Indias. La Corona siguió con los nativos americanos la misma política que había puesto en marcha con la población guanche en las Canarias: los consideraba súbditos de la Corona y hombres libres, aunque paganos.

Es cierto, sin embargo, que los Reyes Católicos nunca superaron las tesis esclavistas de la época puesto que, mientras impedían la esclavitud de sus nuevos súbditos, autorizaron para el seguno viaje de Colón el transporte de determinadas mercancías a los nuevos territorios, entre ellos, "oro, plata e perlas e esclavos negros e loros". En el viaje de regreso a las Antillas, los esclavos negros debieron de confabularse con los indígenas libres y al desembarcar huyeron juntos así que la empresa no llegó a buen puerto.

En cualquier caso, la exploración, conquista y colonización de las Antillas fue sangrienta. Los conquistadores veían en aquellos territorios una especie de tierra sin ley dada la lejanía de la Corona. La brutalidad con la que se produjo la conquista de las islas del Caribe no se debió al racismo de los europeos ya que inmediatamente después del contacto con los indígenas americanos, no pocos conquistadores se casaron con nativas como símbolo de unión y de paz entre ambos pueblos. El mestizaje se comenzó de inmediato.

Este proceso no impidió que se cometieran atrocidades propias de una guerra de conquista. Mismas atrocidades, por cierto, que se habían producido en la Guerra de Granada unos años antes. Esto, unido a la explotación de los indígenas que fueron utilizados como mano de obra forzosa y el llamado "choque microbiano", acabó provocando la extinción de los nativos antillanos. Los indígenas padecieron enfermedades para las que no tenían defensas como la viruela y la rubeola, y también otras infecciosas, como la gripe, que causaron gran mortandad. Los casi 300.000 antillanos que había en 1492 desaparecieron en pocos años.

Nadie puede negar, en todo caso, que los conquistadores españoles cometieron atrocidades en las islas americanas recién descubiertas. Fueron evidentes desde el principio. Sin embargo, esta brutalidad, normal en esa época histórica y comparable a la que se había sufrido en todas las guerras en Europa durante la Edad Media, no se debió al racismo. Desde el principio, la reina Isabel consideró que la Corona debía amparar y proteger a sus nuevos súbditos. En 1510 ya nadie ponía en duda que los indígenas americanos eran cien por ciento humanos, aunque idólatras que debían ser evangelizados.

En 1511, el dominico Antonio de Montesinos denunció la crueldad con la que los españoles trataban a los indígenas y negó el derecho a someter a los nativos a la servidumbre o a hacerles la guerra. De regreso en España, emprendió una enérgica defensa de los indios que impresionó al Rey Fernando. Había diferentes posturas en Castilla: unos defendían la libertad de los indios y justificaban la presencia europea en América en la predicación el Evangelio; otros pensaban que Dios había entregado América a los españoles como entregó la Tierra Prometida a los judíos y que podían matar y esclavizar a sus habitantes por infieles.

El rey dictó las famosas Leyes de Burgos en 1512 y 1513 que mantenían el trabajo forzoso de los indios aunque limitándolo y humanizándolo. En ellas se abolía la esclavitud de los indígenas americanos y se organizaba la conquista y el gobierno de las Antillas. Se crearon para ello dos instituciones importantes: el requerimiento que consistía en pedir a los indígenas su sometimiento al Rey de España antes del uso de las armas; y la encomienda, una polémica institución mediante la cual los índígenas cambiaban su trabajo por su evangelización.

Visto hoy en día la encomienda era una trampa para los antillanos. No debemos olvidar, sin embargo, que la mentalidad de los europeos del siglo XVI era muy diferente a la actual y la religión constituía una parte fundamental en la vida diaria de cualquier persona en aquellos momentos. Además, el cambio del trabajo por la evangelización se consideraba por muchos un deber moral dictado por la Iglesia. Esto no impidió que se produjesen evidentes situaciones de explotación que contribuyó a la extinción de los indígenas pero por primera vez, la Corona intentaba regular la conquista de un territorio y las relaciones entre conquistadores y conquistados.

Bartolomé de las Casas fue otro de los grandes defensores de los indígenas americanos. La primera vez que viajó a las Indias, este fraile dominico quedó impresionado de la crueldad con que se trataba a los indígenas. Publicó una obra titulada “Relación de la destrucción de las Indias” en la que sostenía que los indígenas debían ser tratados como seres libres, con plenitud de derechos, como súbditos del rey de Castilla y justificaba la conquista y la colonización de América con un fin exclusivamente evangelizador (para extender la fe cristiana) y siempre que fuera pacífica.

La presión de los dominicos obligó a la Corona a promulgar una serie de leyes para proteger a sus súbditos americanos que, en palabras del profesor Céspedes del Castillo, "hubieran sido admirables si se hubiesen cumplido en las colonias". En cualquier caso, por primera vez en la Historia, una Monarquía se convenció de la obligación moral de proteger a los habitantes nativos de los territorios que acababa de conquistar, y de intentar construir una nueva sociedad en la que conquistados y conquistadores conviviesen en paz. Nunca antes se había hecho y no se repetiría hasta el siglo XX.

También repudió la crueldad con la que se trataba a los indios otro de los grandes teóricos de la conquista de América, Juan Ginés de Sepúlveda. Justificaba la conquista en el deber que tenían los españoles de civilizar a los indígenas y evangelizarlos siguiendo el mandato expreso del Papa. Con estas tesis, que rechazaban la violencia pero justificaban la colonización americana, Sepúlveda estaba sentando las bases del imperialismo moderno, del que después harían uso los británicos, los franceses, los holandeses y los belgas para justificar su expansión ultramarina hasta el siglo XX. Sepúlveda, no lo olviemos, vivió en el siglo XVI.

Por último, Francisco de Vitoria, considerado el padre del derecho internacional moderno, elaboró una teoría que establecía los casos en los que la conquista estaba justificada. Para Vitoria toda nación tenía derecho a viajar y comerciar pacíficamente por todo el planeta pero el erecho a la conquista sólo estaba justificado en algunos casos (ayuda a una nación amiga, antropofagia, tiranía, etc.). Los españoles tenían todo el derecho de predicar el Evangelio en América pero no estaban autorizados a la conquista del continente porque se apartaba de todas las leyes divinas y humanas.

Tanto Bartolomé de las Casas como Francisco de Vitoria fueron invitados por el emperador Carlos V a la junta legislativa que se iba a reunir en la Universidad de Salamanca en 1540. Después de dos años de arduos debates sobre la legitimidad de la conquista de América y la necesidad de proteger a los indígenas, se promulgaron las famosas Leyes Nuevas, cuyo título completo fue "Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su magestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios".

Las Leyes Nuevas fueron un nuevo intento de ordenar la colonización del continente americano. Pretendían acabar con la institución de la encomienda, que se había extendido ya por todo el continente (Nueva España y el Perú) y era un evidente perjuicio para los indígenas, que sufrían pésimas condiciones de vida. Además, trataban de restar el enorme poder que concentraban en sus manos los descendientes de los llamados "primeros conquistadores", que gozaban de gran influencia e impunidad en sus encomiendas. Este intento ocasionaría no pocas conspiraciones contra la Corona española y en algunos territorios se llegaron a producir rebeliones contra Carlos V y Felipe II durante el siglo XVI. La Monarquía española trataba de proteger a sus súbditos americanos y los españoles conquistadores se oponían a ello.

¿Quiere decir esto que se terminó con el abuso de los nativos por parte de los españoles? No, porque las Leyes Nuevas no supusieron el final de la encomienda y los conquistadores siguieron dominando las tierras e imponiendo su ley mediante la fórmula "obedezco pero no cumplo". ¿Hubo esclavitud en la América española? Por supuesto, de hecho, la extinción de los nativos de las Antillas obligó a la Corona española ya a comienzos del siglo XVI a autorizar la importación de esclavos negros desde África. De ella se beneficieron sobre todo las compañías mercantiles castellanas y aragonesa pero también francesas y holandesas. ¿Entonces que quiere decir todo esto? Simplemente que la conquista y colonización de América por los españoles no fue un intento deliberado de destruir las sociedades precolombinas sino que, por el contrario, la Corona intentó preservarlas.

Se produjeron durante los siglos XVI y XVII otros intentos en la misma dirección que solo vamos a mencionar. En 1550, en la Controversia de Valladolid, fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda debatieron de nuevo sobre el dominio de los españoles sobre los indígenas americanos. Después del Concilio de Trento (1545 - 1563) y la fundación de la Compañía de Jesús (1534), los jesuitas establecieron reducciones en numerosas zonas del continente americano con el objetivo de conservar las sociedades nativas, sus tradiciones y su cultura mientras se las evangelizaba. En algunas zonas fronterizas con el Brasil portugués, los jesuitas españoles protegieron a los indígenas sudamericanos de los ataques de los llamados "bandeirantes", una especie de cazadores que capturaban indígenas para usarlos como esclavos en las plantaciones portuguesas en Brasil.

En definitiva, en el siglo XVI, por primera vez en la Historia, un reino debatió en su seno durante décadas la legitimidad de la conquista de nuevos territorios. En Valladolid, en Sevilla, en Salamanca y en otras ciudades se celebraron juntas y debates en los que los oradores intervenían a favor y en contra de la conquista de América por los españoles y el modo en que se debía tratar a los indígenas y según sus conclusiones, la Corona española actuó en consecuencia. Por primera vez, una Monarquía quiso proteger a sus nuevos súbditos de los ataques de los antiguos. Por cierto, junto a todos estos debates e iniciativas de los reyes de Castilla sobre el trato a los indígenas americanos, se alzaron algunas voces contra la esclavitud de los negros. Los misioneros capuchinos Francisco José de Jaca y Epifanio de Moirans escribieron tratados en defensa de los esclavos negros y lanzaron una consigna: "Serbi, liberi!", es decir, "¡Libertad para los esclavos!". Era 1680. Ciento ochenta y un años antes de que Abraham Lincoln alcanzara la presidencia de EE.UU.

El 16 de junio de 2020, la Asamblea Estatal de California, controlada por los demócratas, aprobó la retirada de la estatua de la reina Isabel "la Católica" y Cristóbal Colón que presidía la sala central del Capitolio en Sacramento. Figuras históricas tan trascendentales en la Historia de América son vistas hoy como símbolos racistas por sectores importantes de la población en numerosos países americanos, no sólo en EE.UU. Pocos saben que la Monarquía Hispánica fue el primer Estado en la Historia que intentó proteger a todos los pueblos que vivían en su seno, sin importar su color de piel mucho antes de que EE.UU. existiera.


BIBLIOGRAFÍA
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