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jueves, 29 de agosto de 2019

"HERMANO, ESTÁS MEJOR ALOJADO QUE YO"


 Arriba: 1) León de mármol en las escalera principales del Palacio Real, 2) escudo real en el horno de una de las cocinas; Abajo: vista general del Palacio Real de Madrid.

A principios de 1701 llegó a Madrid Felipe de Anjou que apenas contaba dieciocho años de edad. Había nacido en el Versalles del "Rey Sol", su abuelo, y no había estado nunca antes en España. No hablaba castellano ni comprendía las costumbres y tradiciones españolas. A los ojos de cualquier francés en los albores del siglo XVIII, España era un país atrasado y bárbaro. Igual era para el joven Felipe, quien había recibido la corona española por uno de esos malabarismos de la Historia. El peor enemigo de su abuelo, Carlos II, el último rey de la Casa de Austria en España, ante la ausencia de herederos, había decidido entregarle la corona.

El desgraciado Carlos II había muerto el 1 de noviembre de 1700 en el viejo Alcázar de Madrid. A mediados de ese mes, una delegación de la Corte llegaba a Versalles y proclamaba rey a Felipe en presencia de su abuelo Luis XIV. Inmediatamente Felipe de Borbón ponía rumbo a sus nuevo reinos, la gran Monarquía Hispánica. Es cierto, España ya no era lo que había sido, pero el nuevo monarca español acumulaba en sus manos más territorios que cualquier otro soberano europeo, incluido su abuelo el "Rey Sol".

Felipe, sin embargo, marchaba a Madrid con desgana y desdén. Él no quería ser rey de España; él quería ser rey de Francia. El astuto Luis XIV se había apresurado a nombrar a su nieto sucesor al trono de San Luis, algo que había causado gran temor en toda Europa. Pero, de momento, Felipe tenía que marchar a España a encontrarse con sus nuevos súbditos.

 1) Busto de Felipe V; 2) Jarrón en el que está representada la escena de la proclamación de Felipe V como rey de España en Versalles; 3) Corona real; 4) Violín Stradivarius.

El Madrid que recibió al nuevo rey era una gran urbe decadente y malolienta. Era considerada la ciudad más sucia de Europa y en sus calles convivía gentes variopintas: aristócratas deseosos de acercarse a los soberanos; aventureros en busca de fortuna; bufones y sirvientes que vivían en la Corte; rufianes y prostitutas; vagabundos y artitas; curas, frailes y monjas... Poco tenía que ver aquella ciudad levantada sobre la seca meseta castellana con París y Versalles, donde Felipe había pasado los dieciocho primeros años de su vida.

El viejo Alcázar de Madrid era también muy distinto al Palacio de Versalles. La construcción árabe edificada en el siglo IX se había ido ampliando con el paso de los siglos para satisfacer las necesidades de la Corte. Ya en tiempos de los Reyes Católicos se habían hecho importantes reformas. Carlos I había elegido el Alcázar como residencia en algunas épocas de su reinado. Fue, empero, Felipe II quien convirtió el Alcázar en el centro de su imperio "en el que nunca se ponía el sol". El rey prudente fijó la capital de sus reino en Madrid en 1561. La villa del Manzanares se convirtió en sede fija de la Corte.

A partir de Felipe II, todos los monarcas de la Casa de Austria residieron en el Alcázar de Madrid. Sus gruesos muros de granito estaban profusamente decorados con ricos tapices elaborados en Flandes. Los tapices servían, de paso, para calentar la frías estancias. La colección de pinturas y cuadros era también fabulosa así como las numerosa reliquias de santos que se custodiaban dentro. Felipe II dormía, incluso, junto a un cuerno de unicornio que debía ahuyentar a los demonios y proteger al rey.

Podemos imaginar a un Felipe V entrando en aquella fortaleza medieval oscura y tétrica iluminada con velas. Lejos quedaban para él las luminosas salas del Palacio de Versalles edificado por su abuelo y donde había pasado su infancia. El olor a incienso y a la cera de las velas que se consumían era para él incluso peor que el hedor de las calles de la capital. Encima, la Corte estaba repleta de personajes deformes, meninas y enanos cuyo fin, en épocas pasadas, había sido entretener a infantes, príncipes y reyes.

 Estas estatuas de los Reyes Católicos flanquean la entrada a la Capilla del Palacio Real

El caso es que Felipe V nunca terminó de adaptarse al viejo Alcázar de Madrid y a la austera Corte que había heredado de los Austrias. Siempre quiso volver a Francia, a la Corte de su abuelo aunque las circunstancias históricas lo impidieron. En 1701, nada más llegar a España, estalló la Guerra de Sucesión Española en Europa y en la Península. La guerra se prolongó durante casi trece años. Aunque Felipe V salió vencedor en la Península, perdió innumerables territorios en Europa y en América. Para terminar la guerra tuvo, además, que renunciar definitivamente al trono de Francia. Nunca ocuparía el trono de su abuelo.

Los años pasaron. Felipe V dio temprano muestras de una debilidad mental que se fueron agudizando progresivamente. El rey temía que le pusieran veneno en el camisón de dormir y en ocasiones, creía ser una rana. Antes de acostarse, cada noche, los músicos de la Corte le tocaban nanas para que conciliase el sueño y su segunda esposa, Isabel de Farnesio, permanecía junto a él hasta que se dormía. Felipe V siempre soñó con su Francia querida a la que no podía volver. La influencia ejercida sobre él por Isabel de Farnesio era enorme. Realmente, era ella quien controlaba la Corte ante la incapacidad del monarca.

En la Nochebuena de 1734, los monarcas se encontraban en el Palacio del Pardo, a las afueras de Madrid. En el Alcázar se desató un pavoroso incendio que lo destruyó por completo y las llamas tardaron en apagarse varios días. El castillo, la residencia oficial de los reyes de España desde tiempos de Felipe II sucumbió ante las llamas. Dicen que Felipe V e Isabel de Farnesio presenciaron horrorizados el espectáculo desde una distancia prudente. Siglos de historia fueron consumidos por el fuego en unas horas. Probablemente, el incendio comenzó al caerse una vela por accidente. En una construcción con las techumbres de madera y los muros repletos de tapices, el fuego se extendió fácilmente. Fue imparable.

Los sirvientes de la Corte se apresuraron a salvar cuanto pudieron. Lo primero en sacar del Alcázar en llamas fueron las reliquias de santos que fueron depositadas en el cercano convento de la Encarnación. Después los cuadros. "Carlos V en Mühlberg", de Tiziano, fue salvado. "Las Meninas" de Velázquez, también. Así decenas y decenas de valiosas pinturas. Algunas no lograron sacarse a tiempo, como "La expulsión de los moriscos" de Velázquez, que también colgaba de los muros del Alcázar y se perdió para siempre. A los tapices se les prestó menos atención. La mayoría fueron consumidos por el fuego.

Siempre se sospechó que Felipe V había sido el instigador del incendio. Su odio por los Austrias y la nostalgia de Versalles le habrían llevado a desencadenar el incencio que acabase con esa construcción deforme y arcaica. Nunca se sabrá. Lo cierto es que el incendio fue la oportunidad perfecta para levantar un nuevo palacio real acorde con el poder de la Monarquía Hispánica y del gusto de la nueva dinastía reinante, los Borbones. Felipe V encargó al arquitecto italiano Felipe Juvarra tamaña obra.  Juvarra se inspiró en los bocetos elaborados por Bernini para el Palacio del Louvre de París.

La muerte de Juvarra en 1736 hizo que otro arquitecto italiano, Juan Bautita Sachetti, se hiciese cargo del diseño. En 1738 se comenzó a levantar el nuevo Alcázar. Mientras tanto, los reyes residieron a caballo entre los palacios de Aranjuez, la Granja de San Ildefonso, el Escorial y el Buen Retiro. En 1746 murió Felipe V sin ver su palacio terminado. Le sucedió su hijo Fernando VI, quien mantuvo a Sachetti como arquitecto real. Tras su muerte, en 1759, el nuevo rey fue su hermano Carlos III, hasta entonces rey de Nápoles. Carlos III apartó a Sachetti en favor de su arquitecto de confianza, el también italiano Francisco Sabatini. Él fue el encargado de culminar las obras del Palacio Real de Madrid.

En 1764, Carlos III se convirtió en el primer monarca que residió en el nuevo palacio. A partir de entonces, el edificio pasó a ser otra vez el centro de España, el lugar desde el que se gobernaba el país y donde se tomaban todas las decisiones. La nueva construcción superaba en tamaño a Versalles y proporcionaba a la nueva dinastía el más grande instrumento de legitimación.

De planta rectangular, visto desde fuera el Palacio Real de Madrid tiene un aspecto simétrico y equilibrado. Hay en él algo de fortaleza, que evoca a su antecesor, el Alcázar de los Austrias. En las esquinas parecen querer levantarse cuatro torres, como las de los alcázares árabes, aunque su altura no rebasa la del resto del edificio. En el interior, la suntuosidad caracteriza las estancias principales, desde el zagúan y la escalera principal hasta el salón del trono y la biblioteca. Con casi cuatro mil quinientas habitaciones, en él llegaron a vivir más de seis mil personas entre la Familia Real, los aristócratas y nobles de palacio y los ejércitos de sirvientes, damas de compañía y cocineros.

Felipe V no vio finalizado su Versalles particular, el Versalles español, pero sus sucesores dispusieron en el Palacio Real de una espléndida residencia destinada a legitimar a la nueva Casa de Borbón y exhibir ante los embajadores extranjeros la grandeza de la Monarquía Hispánica. No hay nada en el palacio dejado al azar. Todo tiene su función propagandística. Todo demuestra poder y riqueza. Cuando, en 1810, en medio de la Guerra de Independencia, el rey José I Bonaparte recibió a su hermano Napoleón en Madrid, lo hizo en las escaleras principales, junto al zaguán. Napoleón descendió del carruaje, saludó a su hermano y miró hacia arriba contemplanto las bóvedas del palacio. "Hermano, estás mejor alojado que yo" exclamó mientras quedaba impresionado por la fabulosa decoración y el lujo.

El incendio de 1734 borró gran parte del legado de los Austrias y dejó paso a la nueva dinastía. Sin embargo, las llamas no lo destruyeron todo. Las campanas de la fachada principal que suenan cada hora son las de la fortaleza de los Austrias. Los leones que parecen proteger los tronos reales en el Salón del Trono fueron traidos a España por Velázquez y también sobrevivieron a las llamas, igual que las estatuas en bronce que los flanquean y que representan la virtudes de los buenos soberanos. Parece que el espíritu del viajo Alcázar sigue presente en el Palacio.

 1) Cuadro "La Familia de Juan Carlos I" de Antonio López (2014); 2) Guión de Felipe VI; 3) Bóveda de las escaleras principales del Palacio con los frescos "Triunfo de la religión y de la Iglesia" de Giaquinto; 4) Botellas del vino y el cava servido en la Boda de Felipe VI y Letizia (mayo de 2004).

viernes, 23 de agosto de 2019

1755 Y EL RESURGIR DE LISBOA



 La iglesia do Carmo fue destruida parcialmente por el terremoto y así puede verse hoy.

1 de noviembre de 1755. Aquel día amaneció como cualquier otro en Lisboa con el frío propio del otoño. Era festivo, Día de Difuntos, y los lisboetas, igual que el resto de Portugal, acudieron a las iglesias con velas encendidas a rezar a sus muertos. No sabían que muchos se encontrarían con ellos antes del mediodia. A unos trescientos kilómetros al suroeste de Lisboa, el Océano Atlántico, el mismo que había brindado a Portugal las mayores gestas de su historia, estaba a punto de rugir con fuerza.

Un terremoto de unos nueve grados en la moderna Escala de Richter hizo temblar el fondo del océano y la Península Ibérica durante varios minutos. Eran poco más de las nueve de la mañana y las calles de Lisboa estaban atestadas. También los templos, repletos de fieles en la oración de Difuntos. Nadie esperaba un castigo del océano como el que se produjo ese día. Nadie podía imaginar un golpe de la naturaleza como aquel. Desorientados, mientras la tierra temblaba imparable, miles de lisboetas corrieron a todos lados sin salvación posible. Los edificios se derrumbaban uno tras otro sin remedio. Las iglesias caían con los fieles dentro. Muchos murieron sepultados en aquellos instantes.

Los supervivientes de la primera embestida de la naturaleza marcharon a los muelles de la ciudad, junto al estuario del Tajo. Allí, en un espacio abierto, esperaban estar seguros, ilusos ellos. Las aguas del Tajo comenzaron a retirarse poco después dejando a la vista los restos de barco hundidos y cargas arrojadas al lecho del río. Pensaban que eran un milagro tras la catástrofe, nadie podía intuir el segundo castigo: un tsunami con olas de hasta siete metros llegó a la costa arrasando todo a su paso. Los pocos edificios que quedaban en pie fueron barridos y los muertos se contaron por miles. Nadie podía escapar a la furia del mar.

 La iglesia de Santo Domingo, donde comenzó la persecución de los judíos en 1506 fue destruida por el terremoto y reconstruida después. En los años 50 del siglo XX volvió a sufrir un nuevo incendio.

En las zonas altas, donde las olas no llegaron, el fuego hizo su trabajo. Las velas encendidas por los lisboetas para rendir homenaje a los muertos desataron pavorosos incendios en los edificios derruídos por el terremoto. Fue el tercer castigo. Pocas construcciones de la milenaria Lisboa quedaron en pie: el monasterio de los Jerónimos y la catedral románica. El resto fue destruido: el Castillo de San Jorge, la fortaleza medieval que había sido residencia real durante siglos; la iglesia de Santo Domingo, donde había comenzado el pogromo de 1506; la iglesia del Convento do Carmo; el Palacio Real, junto al Tajo, residencia oficial de los reyes de Portugal que atesoraba fabulosos tesoros; y el Barrio Bajo de Lisboa, la Baixa, el centro de la ciudad. ¡Todo destruido! ¡Todo arrasado! Lisboa se convirtió en un gran vacío.

El rey José I, que se encontraba fuera de la capital, y su primer ministro el Marqués de Pombal, acudieron de inmediato. La imagen era terrible. Los muertos se contaban por miles. El centro de Lisboa había sido arrasado. Las calles estaban llenas de escombros y cadáveres. El hedor era insoportable.  Bajo el humo de los incendios se encontraba el infierno.

No había esperanza para los supervivientes. Los desgraciados que habían sobrevivido al seísmo, al tsunami y al fuego salían del lugar huyendo quizá del siguiente castigo divino. ¿Cuál sería? ¿Por qué Dios había castigado así a los devotos portugueses?  Sólo la Alfama, el barrio de moral relajada, repleto de prostíbulos, se había salvado de la destrucción. Dios había destruido los templos de la ciudad matando a miles de fieles pero había salvado los burdeles, las tabernas y las casas de juego. ¿Por qué?

Dicen que la primera orden del Marqués de Pombal fue prohibir la marcha de los hombres jóvenes de la ciudad. No podían huir. Eran necesarios en la reconstrucción. Había que volver a levantar Lisboa. Había que hacerlo, además, de una forma moderna, siguiendo los patrones de la Ilustración y el racionalismo. Previniendo el siguiente terremoto. Lisboa sería la primera ciudad construida antiseímos.

El rey José I, aterrorizazo por las imágenes que sus ojos habían visto y con temor a que la tierra volviese a temblar bajo sus pies, no volvió a residir nunca más bajo una construcción sólida. Su palacio fueron enormes tiendas de tela que se trasladaban a donde el monarca iba. Tras su muerte, en 1777, su hija la reina María I se encargaría de dirigir las tareas de reconstrucción que llevaron décadas, siglos.

 Arriba: vistas de la Baixa y el Castillo de San Jorge al fondo desde el mirador de Santa Justa; Abajo: representación de la Baixa Pombalina hoy.

La Baixa, el barrio central, fue reconstruido siguiendo las ideas de Pombal, una planta ortogonal que después serviría como modelo en las remodelaciones de ciudades como París o Barcelona, ya en el siglo XIX. Un trazado regular, de manzanas rectangulares y calles rectas. En el espacio central, junto al Tajo, que en su día ocupó el Palacio Real, por completo destruido, fue edificada una enorme plaza, la Plaza del Comercio, cerrada por tres lados pero abierta por uno, el del Tajo. Lisboa no podía dejar de abrazar al mar y al río que tanto habían dado a la ciudad pero que también le habían arrebatado todo. El Castillo de San Jorge tuvo que esperar. No fue reconstruido hasta entrado el siglo XIX y su finalización se produjo ya en el XX. Unos minutos en 1755 sirvieron para destruir el legado de siglos y siglos tardaron los portugueses en reconstruir por completo su ciudad.

Pero alguien dijo una vez que Lisboa era como el ave fénix. Con miles de años de Historia, había sabido resurgir una y otra vez de sus cenizas, reinventarse y recuperar el esplendor perdido. Bajo las órdenes del Marqués de Pombal, el gran ministro ilustrado del siglo XVIII portugués, la ciudad volvió a nacer, volvió a ser construida. Sólo quedó la Iglesia do Carmo en ruinas aunque hubo intentos por reconstruirla también. Cien años después del terremoto muchos pensaron que conservar sus ruinas sería el gran recuerdo para la posteridad, el gran homenaje a la Lisboa arrasada. Así está hoy. Así puede visitarse. Los nervios de la bóveda derrumbada parecen sostener ahora el firmamento, las estrellas.

A finales del siglo XIX finalizó también la construcción de la Plaza del Comercio. Se erigió en 1873 un majestuoso arco triunfal para comunicar el Tajo con la Baixa pombalina, la plaza con la Rua Augusta. La soberbia puerta resume de forma espléndida la historia del país, desde el medievo hasta el siglo XVIII. Acogía a los viajeros y a los embajadores extranjeros que desembarcaban en el puerto fluvial y accedían a la urbe cosmopolita que los recibía. La Plaza del Comercio se convertía en algo así como unos grandes brazos abiertos al río, al océano.

 Vistas de la Plaza del Comercio

El arco está sostenido por cuatro enormes pilares con columnas compuestas adosadas. Sobre ellos, un gran timpano muestra un reloj desde la Rua Augusta. Desde la plaza se puede leer la inscripción: VIRTVTIBVS MAIORVM VT SIT OMNIBVS DOCVMENTO (Que las virtudes de los más grandes sean una enseñanza para todos). ¿Quiénes son los más grandes? Cuatro personajes de la Historia del Portugal: Viriato, el pastor lusitano que dedicó su vida a hostigar a los romanos; Nuño Álvarez Pereira, condestable de los ejércitos de Juan I en la Batalla de Aljubarrota; Vasco de Gama, el marino que llegó por primera vez a la India en 1498; y el Marqués de Pombal, el gran ministro ilustrado de José I, artífice de la reconstrucción de la ciudad. Todos flanquean un gran escudo nacional.

Sobre ellos tres alegorías rematan el ático del arco. Tres virtudes que han proporcionado las grandes hazañas a los portugueses. La Gloria corona a la Astucia y la Valentía. Pero las alegorías no acaban ahí. A ambos lados del arco se sitúan dos esculturas varoniles, recostadas, que parecen observar la plaza y vigilan a los viandantes. Son el Duero y el Tajo, los dos grandes ríos que dan vida a Portugal. El Duero es el origen del país, donde surgió el Condado Portucalense en el siglo XII. El Tajo es la gran puerta de entrada a Portugal, la segunda mitad de Lisboa.

La reestructuración del gran espacio arrasado por el tsunami y convertido en plaza culminó con la colocación en su centro de una estatua ecuestre de José I. El rey que vio los desastres provocados por las fuerzas naturales. El rey horrorizado por el poder destructivo de las aguas que se negó a vivir más bajo un techo que pudiese derrumbarse se erige ahí, victorioso, casi prepotente, frente al Tajo, como símbolo de la Lisboa que resurgió tras la destrucción del 1 de noviembre de 1755. 


 Estudio de la Puerta triunfal o Arco de la Plaza del Comercio


jueves, 22 de agosto de 2019

VASCO DE GAMA Y LAS GESTAS PORTUGUESAS


Puente Vasco de Gama, Lisboa

Con motivo de la Exposición Universal celebrada en Lisboa en 1998 fue construido un puente de dimeniones colosales que cruza el río Tajo. El nombre que el gobierno portugués dio a la estructura fue Vasco de Gama, un gran homenaje al marino y una gran metáfora de su hazaña. El puente, el más largo de Europa, conecta las dos orillas del estuario del Tajo, igual que el navegante portugués, quinientos años antes, conectó dos mundos: Europa y la India.

La gran época de la Historia de Portugal es la Era de los Descubrimientos. Ningún pueblo desde los antiguos fenicios y griegos, y quizá los vikingos en la Edad Media, se había echado al mar como hicieron los portugueses en el siglo XV. No podía ser otra que la pequeña nación portuguesa, aislada de Europa pero abierta al océano, la que iniciase una expanión ultramarina que la llevó a surcar todos los océanos y alcanzar todos los continentes.

Estamos cansados de escuchar una y otra vez la historia de las especias llegadas del Lejano Oriente a través de la Ruta de la Seda. Eran los árabes y los bizantinos quienes las tranportaban hasta El Cairo y Constantinopla y desde estos puertos, las especias eran llevadas por los italianos hasta Europa. Su rareza, imposibles de cultivar en Europa, y su valor, como condimento de los alimentos (sobre todo la carne en mal estado), bien merecían el arriesgado viaje desde las Molucas hasta el Viejo Continente. Y su precio desorbitado también se explica con ello, más aún cuando los turcos cortaron el cordón umbilical por el que se suministraban a Europa al conquistar Constantinopla en 1453.

Para entonces, ya un infante portugués había planteado la posibilidad de explorar las aguas de la Mar Océana que bañaban las costas de su país. Era don Enrique apodado "el Navegante" aunque, en realidad, sólo navegó una vez, a Ceuta en 1415. Cuando regresó a Lisboa convenció a los marinos portugueses de las posibilidades que ofrecían las tierras allende el océano y abrió el camino para la expansión ultramarina de Portugal. Pocos años después fueron conquistadas las Islas Azores, en medio del Atlántico; y más al sur, las Islas Madeira; y más al sur, las Islas Cabo Verde.

 Arriba: Monumento a los descubrimientos y puente del 25 de abril desde la Torre de Belem; Abajo: Estatua de Enrique "el Navegante" que parece arrojar una pequeña carabela a las aguas del Tajo.

¿Y llegar a Asia navegando alrededor de África? Nadie sabía dónde terminaba el inhóspito continente africano, impenetrable y desconocido por sus desiertos y sus selvas. Pero en algún sitio debería terminar y allí se abriría otro oceáno que conduciría seguro a la India y a las especias. Esa idea estaba en la cabeza de don Enrique cuando fundó la Escuela de Navegante de Sagres. Durante décadas, los marinos portugueses, amparados por la Corona, exploraron las costas africanas fundado factorías y trazando cartas - mapas - donde representaban las líneas del continente. Cuando los negros africanos se mostraban amigables, los portugueses intercambiaban baratijas por oro y por esclavos. Si se motraban hostiles era mejor seguir navegando.

Tuvieron que vencer muchos miedos. Nadie ponía en duda entonces que la tierra era redonda pero ¿qué había en las aguas del Mar Tenebroso? Las leyendas hablaban de monstruos que devoraban a los marinos y en la línea ecuatorial se decía que las aguas hervían por el calor y cocían a los navegantes sin remedio. ¡Cuántos marinos murieron en aquellas expediciones! ¡Cuántas naves fueron barridas por las tempestades! ¡Cuántas frustraciones tuvieron que vencer! ¡Había momentos en los que parecía que África no terminaba nunca!

En 1488, por fin, una expedición capitaneada por el navegante Bartolomé Días alcanzó el Cabo de Buena Esperanza, el extremo más austral del continente africano. No podemos imaginar hoy la alegría de los marineros cuando vieron en las brújulas que navegaban rumbo al norte. Bartolomé Días quiso continuar hasta alcanzar la India pero sus marineros, exhautos y prudentes, le obligaron a volver a Portugal y anunciar la buena nueva: el fin de África había sido encontrado, el camino a la India estaba abierto.

No es difícil comprender por qué el rey Manuel I "el Afortunado" rechazó la propuesta de Colón de alcanzar la India navegando hacia el Oeste. ¿Para qué desperdiciar fuerzas en una empresa de resultados inciertos si el camino por África es seguro? Tampoco es difícil comprender el alarmismo de los portugueses cuando en 1493 Colón regresó a Europa afirmando que había llegado, en efecto, a la India por el oeste.

Manuel I se apresuró a preparar una nueva expedición, esta vez capitaneada por el marino Vasco de Gama, para llegar, por fin, a la India navegando alrededor de África. Vasco de Gama partió de Lisboa en 1498 y llegó a la India meses depués. El marino tuvo el honor de culminar la ruta abierta por Bartolomé Días y, a su regreso, fue recibido como un auténtico héroe. Hoy sus restos descansan en Lisboa, en el Monasterio de los Jerónimos, donde son visitados por miles de turistas anualmente.

 Túmulo funerario de Vasco de Gama en el Monasterio de los Jerónimos (Lisboa). Reconstrucción del navegante portugués que alcanzó la India.

El rey exultante nombró a Francisco de Almeida primer virrey de la India portuguesa y, posteriormente, fue el gobernador Alfonso de Alburquerque quien impulsó la expansión territorial portuguesa en Asia. La ruta marítima a través del Atlántico y del Índico, cada vez mejor conocida, cada vez más segura, se convirtió en una auténtica autopista de navíos portugueses que traían a Europa productos como seda, papel, cerámica, cueros y especias ¡sobre todo especias! Lisboa se convirtió en una ciudad cosmopolita, la puerta de entrada a Europa de África y Asia.

Manuel I "el Afortunado" se convirtió en el monarca más rico del Viejo Continente gracias al comercio de especias. Con los impuestos recaudados por los portugueses en las colonias indias y africanas, ordenó construir el Monasterio de los Jerónimos, un soberbio edificio dedicado a la exaltación de las glorias lusas. La archiconocida Torre de Belém, en el estuario del Tajo, protegía el puerto de Lisboa y servía también para recaudar los impuestos que los marinos pagaban por desembarcar los exóticos productos que traían de Oriente. A Lisboa acudían también flamencos, ingleses y alemanes para comprar especias. La capital se convirtió en una ciudad abierta al mundo.

Tal era la riqueza del rey Manuel que acostumbraba enviar animales exóticos como presentes al Papa León X. En 1514, un enorme elefante blanco capturado en África fue embarcado rumbo a Roma aunque la nave naufragó en el Mediterráneo y el regalo se perdió. En otra ocasión desembarcó en Lisboa un rinoceronte que fue enviado a Manuel I como regalo del sultán de Cambaia (en la India). Manuel I mostraba a las embajadas extranjeras una fabulosa colección de animales rarísimos que mantenía en su palacio de Lisboa: elefantes, gacelas, jirafas, macacos y, por supuesto, el rinoceronte. La impresión que causó el rinoceronte en Portugal fue tan grande que incluso está representado en la Torre de Belém, en la entrada a Lisboa desde el mar. Tamaña gloria la que difrutaban los portugueses.

Hoy, el monumento a los descubrimientos, junto a la Torre de Belém y el Monasterio de los Jerónimos recuerdan las gestas de aquella época. También la obra de Luis de Camoes, enterrado frente a Vasco de Gama en los Jerónimos. La primera expansión ultramarina moderna, el primer imperio colonial, ambos fueron portugueses. También la Exposición Universal de 1998 se hizo en su honor. De hecho, el primer automóvil que cruzó el puente de Vasco de Gama lo hizo exactamente medio milenio después de que éste llegase a la India.

  1) Esfera armilar, símbolo de la navegación, en la bóveda de la Torre de Belem; 2) Mapa del Atlántico occidental con las islas conquistadas por los portugueses (Azores, Madeira y Cabo Verde); 3) Representación de una nao portuguesa; 4) Detalle de la cabeza de rinoceronte en piedra que puede verse en la Torre de Belem.

miércoles, 21 de agosto de 2019

¿DE ESPANHA, NEM BOM VENTO, NEM BOM CASAMENTO?

Hay un refrán portugués que dice "De Espanha, nem bom vento, nem bom casamento" y que algunos utilizan, no sin cierta ironía, para definir la relaciones históricas entre España y Portugal. Pero lo cierto es que la historia de Portugal no se entiende sin España. Igual que la de España queda incompleta si se obvia a Portugal. Esto no impide, empero, que ambas naciones hayan vivido siempre de espaldas una de la otra, como siameses que no pueden mirarse a los ojos.

El caso es que Portugal, como reino, nació en el siglo XII cuando Alfonso Enriquez, al que los portugueses conocen como Afonso "el Grande", se enfadó con su primo hermano Alfonso VII de Castilla y León y se proclamó rey. De hecho, los líos familiares debían de venir de antes pues la madre de Alfonso Enriquez, Teresa, había recibido de su padre el rey Alfonso VI de Castilla y León el Condado Portucalense para su administración mientras dejaba el reino a su otra hija, Urraca. Entre las hermanas, Urraca y Teresa hubo envidias y el marido de Teresa, Enrique de Borgoña, ya administró su condado como un territorio autónomo.

Poco tardó su hijo Alfonso Enriquez en liarse la manta a la cabeza y proclamarse rey de Portugal en 1139. Su primo hermano, Alfonso VII de Castilla intentó impedirlo pero su ejército no logró penetrar en Portugal. Al final, en la Concordia de Zamora, con la intermediación del Papa, Alfonso Enriquez fue reconocido rey por su pariente aunque a regañadientes, como podéis imaginar. Otro apodo de Alfonso Enriquez es "el Fundador" (de un reino nuevo, podríamos añadir).

 1) Imagen de Alfonso Enriquez, primer rey de Portugal, en las Calles de Lisboa; 2) Seo de Lisboa, construida en el siglo XII tras la conquista de la ciudad; 3) Escena de la reconquista de Lisboa a los musulmanes en 1147.

El tercer apodo de Alfonso I de Portugal es "el Conquistador" porque amplió el territorio del reino sobremanera. En 1147 conquistó a los musulmanes la ciudad de Lisboa, en el estuario del río Tajo, y alcanzó la mitad de lo que hoy es el moderno territorio portugués. La frontera entre Portugal y Al-Ándalus se situó en el río Tajo. A partir de entonces, los portugueses avanzaron imparables hacia el sur, hacia el Algarve hasta completar su Reconquista particular.

Durante toda la Edad Media, los castellanos intentaron una y otra vez incorporar el antiguo condado occidental a la Corona de Castilla. Y una y otra vez fracasaron en sus intentos. El último fue la mitificada Batalla de Aljubarrota en 1385. La huestes castellanas de Juan I de Castilla entraron en Portugal. El encuentro con los portugueses se produjo cerca de la localidad de Aljubarrota, al noreste de Lisboa. Las tropas lusas, dirigidas por su rey Juan I (también) y por su condestable Nuño Álvarez Pereira derrotaron a las catellanas y sellaron la independencia del reino (por si a algún castellano le quedaba duda).  Juan I de Portugal inauguró una nueva dinastía en el país: los Avis.

En contra de lo que pueda decir el proverbio del principio, los matrimonios entre castellanos y portugueses fueron frecuentes durante la Edad Media y la Moderna y a ambos países les convenían. A los castellanos les interesaba estrechar lazos con Portugal a ver si a lo tonto se producía la tan ansiada unión. A los portugueses les interesaba, por lo contrario, llevarse bien con los españoles para que no invadiesen su país.

 Arriba: Castillo de San Jorge, residencia de los monarcas portugueses durante la Edad Media; Abajo: Estatua ecuestre en Lisboa de Juan I de Portugal, vencedor de Aljubarrota.

Hay una ristra de matrimonios entre castellanos y portugueses. El impotente Enrique IV de Castilla casó con Juana de Portugal. La hija (?) de ambos, Juana "la Beltraneja" lo hizo con su tío Alfonso V, rey de Portugal. Este aprovechó el enlace para invadir Castilla y poner en aprietos a Isabel de Trastámara aunque la castellana acabó venciendo. El gran rey portugués Manuel I "el Afortunado" se casó nada menos que con dos hijas de los Reyes Católicos: Isabel (la primogénita) y María (la más joven); ¡y con una nieta: Leonor de Austria! Manuel I era, por entonces, el rey más rico de Europa y los castellanos, que estaban a dos velas, necesitaban cash.

No consiguió el portugués quebrar la voluntad de su suegra Isabel la Católica de que, una vez muerta en el parto su hija, su nieto Miguel de Paz quedase en Castilla para ser educado siguiendo las costumbres castellanas y no marchase a Portugal con su padre Manuel I, no le fueran a educar en portugués. Isabel apiraba a que aquel niño, Miguel, heredase todos los reinos peninsulares: Castilla, Aragón y Portugal. Murió pronto el dedichado bebé y su padre, Manuel, casó con otra infanta castellana, hija de los Reyes Católicos, María de Trastámara.

El emperador Carlos también se casó con una portuguesa, la bella hija de Manuel I y María, llamada Isabel (sí, Carlos e Isabel eran primos carnales). Fue una gran emperatriz y regente de Castilla en la habituales ausencias del emperador. Su muerte, joven, dejó a Carlos con una profunda tristeza que le llevó incluso a recluirse en un monasterio. 

Fruto de estas alianzas matrimoniales sucesivas, el rey Felipe II de España pudo reclamar sus derechos al trono portugués cuando el imberbe rey Sebastián desapareció guerreando a los moros en la Batalla de Alcazarquivir en 1578. Claro está, también ayudaron los tercios castellanos que penetraron en Portugal rápidamente venciendo una tímida resistencia. Al final, Felipe II fue proclamado rey de Portugal, con el nombre de Felipe I, en 1580 en las Cortes de Tomar. Felipe III y Felipe IV también fueron reyes de Portugal aunque al último, en medio de una tremenda verbena bélica en Europa, se le sublevaron los portugueses en 1640 y proclamaron su independencia. El nuevo rey sería Pedro de Braganza.

 Arriba: estuario del río Tajo con el puente del 25 de abril al fondo; Abajo: ruinas de la Iglesia do Carmo, en Lisboa, destruida por el terremoto de 1755.

Pero no nos engañemos, la incorporación de Portugal a la Monarquía Hispánica no supuso el inicio de la decadencia del imperio portugués como algunos dicen. De hecho, los marinos portugueses aprovecharon para comerciar con los territorios españoles en América mientras disfrutaban de la protección de la por entonces más poderosa armada mundial, la española. Sólo cuando el Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV, quiso que los portugueses contribuyeran más a la hacienda de la Monarquía (igual que pidió a los catalanes, los aragones y los valencianos), los portugueses se rebelaron contra el dominio Castilla (igual que los catalanes).

"De Espanha, nem bom vento, nem bom casamento" dice el proverbio, pero los casamientos entre castellanos y portugueses continuaron durante siglos. Fernando VI de España se casó con la infanta portuguesa Bárbara de Braganza en 1729; y años después, la infanta española Carlota Joaquina de Borbón, hermanda del felón Fernando VII, se casó con el que luego sería rey de Portugal, Juan VI en 1785. Carlota Joaquina fue reina de Portugal y emperatriz del Brasil, ahí es nada. Como se ve, a los Borbones y a los Braganza, como antes a lo Avis y a los Trastámara o a lo Habsburgo, les interesaba estrechar los lazos entre ambas naciones y no tenían inconvenientes en emparentar unos con otros. Eran buenos casamientos.

Así que a juzgar por esta larga historia de encuentros y desencuentros, de amores y matrimonios, el refrán "De Espanha, nem bom vento, nem bom casamento" que da sentido a la entrada es mitad verdad y mitad mentira. Es cierto que el viento que llega a Portugal del interior de la Península, de España, es frío y seco, frente al que llega del Océano Atlántico que es más cálido y húmedo. Pero no es del todo verdad que los casamientos entre portugueses y españoles siempre llevaron problema a Portugal y siempre beneficiaron a España. Viendo lo visto, podríamos quedar empate, como buenos hermanos (o primos) ¿no os parece?

viernes, 9 de agosto de 2019

MI HISTORIA DE LA GUERRA

Pocas personas en este mundo viven una vida plena, completa. También pocas merecen con claridad el calificativo de buenas. Mi abuela tuvo la fortuna de ser una de ellas. Hace unos meses escribimos juntos el relato que aquí transcribo sobre cómo vivió ella la guerra civil. Hoy cobra más valor que nunca pues falleció ayer 8 de agosto.



Nací el 3 de febrero de 1929 en la casilla de camineros que había al lado de la Venta Nueva. La Venta Nueva se encuentra en la carretera que va a Valladolid, en el desvío a la Aldehuela de Calatañazor. Nací allí porque mi padre era peón caminero, se dedicaba a arreglar las carreteras, y mi madre, Felixa, era ama de casa. Fui la pequeña de cuatro hermanos de padre y madre, aunque si contamos a los hijos que tuvieron con anteriores matrimonios, éramos doce. Y siempre nos hemos llevado todos como auténticos hermanos.

Cuando comenzó la guerra tenía siete años cumplidos. Mi hermana Antonina tenía unos quince y mis otros dos hermanos, Juan y Severino, estaban en el medio. El resto no vivían ya con nosotros porque eran mucho más mayores…

No recuerdo bien si poco antes de comenzar la guerra o quizá unos meses después, murió mi padre. Aún era joven, el pobre. Yo estaba viviendo en ese momento con la tía Celedonia y el tío Pedro en Jubera, un pueblecito cerca de Medinaceli y Arcos de Jalón. La tía Celedonia era hermana de mi madre. Si mi madre era delgada y enjuta, mi tía era fuerte y robusta. El tío Pedro era también peón caminero, pero ellos vivían en Jubera. No tenían hijos y cuidaron de mí cuando era pequeña igual que antes había estado con ellos mi hermana Antonina. 

Por Jubera pasaban continuamente tropas que marchaban al frente, la mayoría eran requetés. Claro, tenían que hacer noche donde les pillaba y los del pueblo tenían que acogerlos y darles de comer. Eran todos muy agradables, muy jóvenes. Con algunos de ellos creo que incluso se mandaron cartas mis tíos hasta tiempo después. 

Un cuñado del tío Pedro era el jefe de los camineros, llamaba a los empleados “mis chicos” y se movía por toda la provincia para ver cómo arreglaban los caminos. Un día, cuando llegó a Jubera, vio que los militares habían sacado al tío Pedro de casa y se lo llevaban. Les preguntó que qué hacían con él y le contestaron los soldados que tenía un fusil en casa. “¡Anda, suéltenlo, que este tonto no sabe ni cargar el fusil! Nunca lo ha disparado y lo tiene en casa porque todos los camineros tienen un arma…” gritó su cuñado. Menos mal que le hicieron caso porque se lo llevaban probablemente para fusilarlo.

Yo no noté mucho la guerra porque era muy pequeña. De vez en cuando se escuchaban tiros a lo lejos. Jubera está cerca de Medinaceli y Arcos de Jalón y allí había muchos ferroviarios así que supongo que muchos fueron fusilados. Además, el frente estaba cerca.

Mi madre, con mis hermanos mayores, vivió el comienzo de la guerra en la casilla de la Venta Nueva. Se acababa de quedar viuda así que las cosas no fueron fáciles. Mis hermanos ayudaban en casa. La cosa se complicó cuando detuvieron a mi madre y la llevaron presa a la cárcel de El Burgo de Osma. El motivo eran que uno de sus hijos mayores no aparecía.

Mi hermano Feliciano era hijo del matrimonio anterior de mi madre y era mucho mayor que yo. Quiso meterse a cura y se fue al seminario de El Burgo pero lo echaron porque mi familia no podía pagar… ¡de dónde íbamos a sacar el dinero! El tiempo en el seminario le cambió por completo, no sé qué le pasaría allí. Cuando salió se fue a Sevilla a trabajar de camarero y después puso un restaurante. Parece ser que era republicano y cuando comenzó la guerra marchó al frente. No se sabe qué fue de él. Unas primas decían siempre que lo habían matado. Mis hermanos mayores, cuando aún vivía gente que podría haber sabido de él, tenían que haberlo buscado.

Cuando los nacionales fueron a buscarlo y no lo encontraron culparon a mi madre de esconderlo y por eso la metieron en prisión. Como en El Burgo tenemos familia, le ayudaron mucho. Durante el tiempo que estuvo presa, que fue poco, trabajó en las cocinas de la cárcel. Salió unas semanas después, cuando se dieron cuenta de que no sabía dónde estaba su hijo. Y murió sin saberlo.

Mientras tanto, mi hermana Antonina se hizo cargo de la casilla y de mis otros dos hermanos, Juan y Severino. Antonina lo pasó mal, ella sola allí... También se oían tiros a lo lejos desde la Venta Nueva, siempre lo contaba. Fusilaron a muchos en la carretera que va desde la Aldehuela de Calatañazor a Abejar. Por allí tiene que haber muchos enterrados en las cunetas. 

Después, mi hermano Juan encontró trabajo en Soria capital gracias a un amigo de la familia (creo que era pariente de mi padre). Entró a trabajar en la tienda de ultramarinos de Pedro Beltrán, yendo y viniendo a la estación de tren a coger mercancías. Después, él pudo meter a trabajar al otro hermano, Severino. Así que todos marchamos a vivir a Soria, yo también, después de estar viviendo con la tía Celedonia.

Primero vivimos en un piso en la Calle Numancia, pero rápido nos trasladamos a otro en la Calle Santa Polonia. Cerca de allí, detrás del Colegio de los Franciscanos y del Juzgado (Palacio de los Condes de Gómara) estaban construyendo un refugio antiaéreo por si acaso. Ya no está. En los últimos años de la guerra, o quizá después, empecé a ir al colegio de la Arboleda. Había un caminito de tierra para ir desde mi casa al colegio. ¡La de veces que me habré caído yo por ahí… bajaba corriendo! ¡Claro, era una niña…!

Tu abuelo sí que pasó hambre durante la guerra y siempre recordaba que tenían que comer lentejas agusanadas enviadas desde Argentina. Pero nosotros no tuvimos hambre nunca gracias a que mis hermanos trabajaban en la tienda de ultramarinos y llevaban a casa pan blanco, chocolate e incluso azúcar y aceite.

En Soria había una señora de Falange que nos ayudó mucho y que siempre le decía a mi madre “Felixa, tú si necesitas algo, dímelo”. Se llamaba María y su marido y su hijo, que eran guardias civiles, habían sido fusilados por los rojos en Arcos de Jalón. La pobre se quedó sin nadie. No me extraña que se hiciese de Falange.

Así pasamos la guerra. Yo no la noté… Mi madre siempre decía que la guerra de España sería la última. Que después no habría más guerras en el mundo. “¡Menos mal que después de la nuestra ya no hay más guerras!” decía a veces. Durante el resto de su vida, cuando salía Franco en la televisión, lo miraban fijamente y repetía “Ay, ¡Franco y su madre!”. No decía más… sólo eso. Era difícil para ella recordar lo que había pasado, no tanto la cárcel, sino la desaparición de un hijo.




Visitación Rubio


9 de enero de 2019