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jueves, 24 de agosto de 2023

CREER... Y REZAR


Entro en la diminuta ermita que parece apartada del bullicio que vive la alameda en las tardes de verano. El recogimiento y la oscuridad del templo contrastan con la luz y el fervor del exterior. No hay nadie a pesar del frescor que los gruesos muros protegen frente al calor del estío.

Aquí no entran muchos jóvenes - me dice una voz desde un rincón del templo. No había percibido su presencia. - A ti no te he visto nunca por aquí - prosigue, mientras el contorno de un anciano con bastón sale de la penumbra, iluminado por la luz que entra a través del portón.

- Vengo algunas veces - replico - cuando era niño venía más a menudo. - No lo conozco, pero el anciano me transmite confianza. Lo miro de reojo, esbozando media sonrisa. - Hace muchos años, solía venir con mi abuelo. Él se quedaba aquí y yo pasaba a la capilla. Me decía que rezase un 'Padrenuestro' y que pidiese por mi padre, mi madre, mi hermano, mis abuelos... -

- ¿Y también pedías por ti? - me interrumpe el hombre que ya se encuentra junto a mí, a mi derecha.

- No... Por mí no solía pedir. - contesto con voz entrecortada, bajando los ojos al suelo. No cruzamos las miradas, nuestros ojos se dirigen al frente, hacia la imagen de la Virgen de la Soledad, que es testigo de esta conversación improvisada.

- Y luego, dejaste de venir... Y de rezar... Y de creer... - dice el viejo, empeñado en saber más y más de mí. 

- El tiempo pasa, las cosas cambian. Muchas veces no hace caso a los ruegos y a los rezos... - respondo admitiendo lo que el hombre ha dicho, queriendo excusarme sin razón. 

- Y, sin embargo, aquí estás - inquiere. No sé a dónde quiere llegar, pero la conversación fluye. 

- Sí, aquí estoy. A veces vengo. No a rezar. Hace mucho que no rezo. - Mientras pronunció estas palabras se escuchan los cantos de los pájaros en el exterior y el vocerío de los niños que juegan en el parque. Entonces el diálogo se acelera:

- ¿Y por qué vienes, entonces?

- Este lugar me da paz - respondo.

- Ah, ya entiendo: cuando la vida aprieta, tú vienes aquí buscando paz. ¿Y la encuentras? 

- Más o menos - contesto esbozando media sonrisa - Vengo aquí y pienso en mis cosas, en mis miedos, en mis ilusiones. Miro al futuro con calma. Me ayuda.

- Te entiendo a la perfección, la vida frenética nos obliga, a veces, a detenerla a la fuerza. Cuando nada es seguro, cuando todo puede derrumbarse, al final sólo encontramos tranquilidad en nosotros mismos. Y para llegar a nosotros, necesitamos calma. - explica el anciano, que parece haber captado lo que he insinuado.

Por primera vez en todo el rato nos miramos y reímos. Los ojos del hombre reflejan bondad y honestidad. Entonces, termina diciendo - Eso es rezar... Y creer...  

Sin despedirme, me dirijo a la capilla, como siempre, a ver al Cristo del Humilladero. Miro la imagen con detenimiento y la bella bóveda que la cobija. Hay paz. Siento paz. Poco después, vuelvo a salir. El hombre ya no está. El templo está vacío. No hay nadie excepto yo. Excepto yo.


 

sábado, 5 de agosto de 2023

LA PROFECÍA DEL ÁNGEL REDENTOR




¡La ciudad ha caído! ¡La ciudad ha caído! ¡Alabado sea Dios! - gritan los soldados turcos que ya recorren las laberínticas callejuelas de los suburbios occidentales de Constantinopla. Es el amanecer del 29 de mayo de 1453. Después de una noche de combates, los sitiadores han conseguido abrir varios boquetes en el muro de Teodosio, las imponentes murallas que protegen la ciudad por el oeste. La batalla ha finalizado.

Al oír los gritos victoriosos de sus enemigos, los defensores que aún se afanan en repeler el ataque en otras zonas de la ciudad abandonan sus puestos y huyen. Todo se ha cumplido: por fin, la capital del Imperio Romano de Oriente (el Imperio Bizantino) ha caído. Apenas hay ocho mil bizantinos dentro de su ciudad, sus últimos habitantes cristianos, que esperaban un milagro para evitar, en el último suspiro, la muerte o la esclavitud. Saben bien qué les espera ahora.

En las calles de la antigua Bizancio se desata una carnicería. El sultán turco, el joven Mehmet II, ha permitido a sus tropas saquear la ciudad. Y eso es, precisamente, lo que está ocurriendo. Sedientos de riqueza después de varios meses de duro asedio, cien mil soldados otomanos asaltan iglesias, palacios y casas en busca de tesoros: joyas, monedas, baratijas, cualquier cosa les sirve. Constantinopla es saqueada de nuevo, como ya lo fue por los cruzados europeos doscientos años antes. Esta vez, en cambio, la toma de la ciudad es definitiva.

Entre gritos y plegarias a un Dios que parece haberlos abandonado a su suerte, los bizantinos se esconden donde encuentran cobijo. Algunos entran en los templos esperando que los musulmanes respeten los lugares sagrados. No es así. Las mujeres y las niñas son capturadas para engrosar los harenes de los jefes turcos. Los hombres y los niños son enviados como esclavos a otros lugares del Imperio Otomano. Y los ancianos, inútiles para el trabajo, son pasados por las armas. No hay piedad. Es el destino de los vencidos, de los últimos descendientes de los romanos que en otro tiempo dominaron el mundo. Ahora no son nada.

Se producen escenas terribles. La sangre corre por las calles formando auténticos ríos. Los iconos y las reliquias, sacados de las iglesias como si fuesen un arma más contra el invasor, están ahora por los suelos. Los incendios consumen algunos edificios. Hay cadáveres por todos lados. Algunos están mutilados. Entre ellos, hay quien reconoce al último emperador, Constantino XI, que ha muerto heroicamente en el combate.

Para los bizantinos, y para los europeos del siglo XV, Constantinopla aún es "el líder y el ojo del mundo habitado". Y, a pesar de todo, nadie le ha prestado ayuda cuando el emperador la ha pedido a Occidente. Ni Venecia, ni el Papa, ni ningún otro reino de Europa ha atendido las desesperadas demandas de auxilio de la capital del Bósforo. Pero cuando llega el momento decisivo, todos asisten atónitos al funeral del Imperio Romano, al último acto de una historia que se remonta más de mil quinientos años en el tiempo. 

Los bizantinos que huyen de sus perseguidores turcos, que buscan una última oportunidad para escapar, saben que se encuentran solos, que nadie va a ayudarles. Y aún así, a pesar de la desesperación y el miedo; a pesar de que todo está perdido, de que el destino está escrito sin remedio, confían en que Constantinopla sea recuperada para la cristiandad y el Imperio sobreviva.

En medio de una tragedia sin igual en la Historia, en medio del llanto y la desolación, los bizantinos, que se consideran a sí mismos romanos, aún siguen anhelando el resurgir de Roma y de su Imperio como tantas veces ha ocurrido. Y lo único que les queda para mantener la ilusión, lo único que tienen para creer en el futuro, para no sucumbir en la desesperanza, es una profecía. Un simple profecía. Mientras se ocultan de las huestes enemigas, mientras huyen hacia ningún lugar, muchos miran al firmamento buscando aquello que alguien les anunció: cuando la ciudad haya caído, un ángel redentor descenderá del cielo y derrotará definitivamente a los turcos.

Uno de los defensores de Constantinopla, Miguel Ducas, cree en el milagro imposible. Dios todopoderoso enviará un soldado celestial armado con una gran espada y descenderá sobre la columna de Constantino "el Grande", fundador de la ciudad. Los otomanos serán aniquilados y el trono será entregado a un hombre humilde y sencillo que se convertirá en emperador, en el nuevo basileus. El Imperio será restaurado y volverán tiempos de gloria y poder. Es la ultima profecía de los bizantinos. El último milagro que esperan.

Todo ha terminado. Ya no hay batalla. Los enemigos están dentro de la ciudad. Acaban de llegar a Santa Sofía, la gran basílica construida por Justiniano que pronto se convertirá en mezquita. Todo está perdido. Pero aún así, a pesar del terror paralizante, de la tristeza por lo perdido y de la desilusión, hay quien confía en que todo irá bien. Hay quien, a pesar de todo, se resiste a perder uno de los grandes motores de la vida. Hay quien, incluso al final, tiene esperanza.