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lunes, 8 de abril de 2024

CUATRO MESES SIN LLORAR



- ¿Sabes que llevo ya cuatro meses sin llorar?

No esperaba ese comentario en aquel momento. Ni en aquel momento ni en ninguno porque no creía tener tanta confianza con aquella alumna, pero sus ojos sinceros miraban a los míos fijamente mientras pronunciaba esas palabras. Otras dos muchachas contemplaban la escena. El entorno invitaba, desde luego, a confesarse pues nos encontrábamos en la basílica de San Lorenzo de El Escorial y el lugar estaba prácticamente vacío. El resto del grupo esperaba fuera a que los más rezagados terminásemos.

Unas cuantas alumnas se habían entretenido encendiendo unas velas y yo me había quedado a esperarlas. Al final, acabé también encendiendo una y metiéndome en este enternecedor embrollo. Por más que las apremiaba para no hacer esperar más al resto, ellas caminaban con calma y yo acabé contagiándome de su parsimonia. Los altos muros, las imponentes bóvedas y un silencio sepulcral e infrecuente enmarcaban el momento, aunque no nos dimos cuenta.

- Yo lloré ayer... - replicó otra, incapaz de culminar la frase sin soltar una carcajada nerviosa. Yo miraba hacia las bóvedas de la basílica sin pronunciar una sola palabra, miraba hacia todos lados queriendo evitar meterme en una conversación que no sabía a dónde podía llegar. 

- Pues yo lloro a menudo - contestó la tercera. Entonces las tres me miraron a mí, que me había detenido de nuevo a hacer una fotografía al retablo mayor y a la nave central del templo. Aunque repetía inconscientemente la misma frase insistente - vamos, vamos, que nos están esperando -, ahora era yo el que se había quedado atrás queriendo distanciarme un poco de la conversación y temiendo que al final me salpicase, como, en efecto, ocurrió.

Poco tardaron en incluirme, por supuesto, a pesar de mis intentos por permanecer al margen. La muchacha que había desencadenado el torrente de confesiones me miró con los mismos ojos inocentes de antes y me preguntó - ¿Y tú lloras a menudo? -. Y, claro, las otras dos permanecieron en silencio expectantes a mi respuesta, como mirando a un ser extraño e impredecible cuyas palabras, fueran cuales fueran, les podían dar tema de conversación durante días. 

Y en mi respuesta pretendidamente aséptica y distante, terminé confesando más de lo que al principio deseaba - No sé... Antes no lloraba casi nunca. Ahora lloro con más frecuencia. Supongo que son momentos de la vida. Algunas veces manifestamos nuestras emociones con más facilidad que otras -. Terminé abruptamente el discurso porque desconocía el rumbo de mis palabras, pero aquella situación improvisada en un lugar sobrio, hermético y rígido como el Escorial se convirtió en algo conmovedor. Como un borbotón de confianza inesperada se desprendió una confidencia, un pedazo de nuestro ser más íntimo. 

- ¿Y cuándo fue la última vez que lloraste? - querían saber más aquellas niñas. Era lógico, yo también querría saber más de mi profesor que siempre nos habla de Historia, en general, pero que no cuenta absolutamente nada de la suya propia, de sus historias. Apenas habían transcurrido un par de minutos desde que encendimos las velas e iniciamos la marcha hacia el Patio de los Reyes, donde nos esperaba el resto de alumnos y profesores que, por otro lado, aún no se habían percatado de nuestra ausencia. Fueron apenas unos minutos, pero a mí me parecieron décadas pues aquella conversación me pilló desprevenido, fuera de juego, y noté enseguida mi falta de soltura. 

- Hace unos meses... - respondí cortante mientras aceleraba el paso como queriendo huir, pero una de las adolescentes seguía empeñada en saber más - ¿Y lloraste por cosas malas o por cosas buenas? -. Consciente de que la situación era idónea para no parar de interrogarme, intenté concluir y desviar la atención - Cosas malas que han ocurrido. Y que no se han solucionado. Pero, ¿vosotras me imagináis llorando a mí?

- La verdad es que no - fue la espontánea respuesta de la chica que había iniciado la conversación. Pero la compañera, que caminaba a su derecha la contradijo - ¿Y por qué no? Todo el mundo llora alguna vez -. La tercera asintió con la cabeza dando la razón a su amiga. Luego me volvieron a mirar mientras atravesábamos el coro y el porche de la basílica. La luz del sol resplandeciente de los primeros días de abril nos cegó en el instante justo en el que abandonamos el templo y salimos al patio. Al otro lado se encontraban nuestros compañeros aguardando pacientemente nuestra llegada. 

Sabiendo que esperaban un comentario mío que confirmase o desmintiese su creencia, traté de ser claro y, de nuevo, distante y frío, aunque, a estas alturas, era fingir en balde - Eso es cierto. Llorar no es malo. Sirve para limpiar la conciencia, el alma. Llorar te limpia por dentro. No hay que avergonzarse de expresar el dolor, la tristeza o la alegría llorando -. Sentencié en un alarde de experiencia de quien, sin embargo, había pasado un mal raro por un inocente comentario de una adolescente en un momento inesperado.

Nos acercamos ya al resto, que nos esperaba para entrar en la fabulosa biblioteca que en su día fundó Felipe II. - ¿Ya estamos todos? - me preguntó otra profesora. Yo contesté afirmativamente, no quedaba nadie atrás. El murmullo de los otros alumnos, el nuevo espacio en el que nos adentrábamos y el trajín de la visita me hicieron olvidar por unos momentos la conversación que acababa de mantener. Pero no todos pasamos por alto las palabras que habíamos intercambiado. Mientras subíamos por las angostas escaleras que llevaban a la biblioteca, la muchacha del principio volvió a ponerse a mi lado, me miró y me sonrió.

- No es tan malo llorar. Pero yo no he llorado desde el año pasado.





domingo, 24 de marzo de 2024

SORIA: ¿LOS PRIMEROS FUERON MUDÉJARES?


Entrada a la fortaleza del Castillo y muralla del castro medieval

"Venid para acá, vamos a comenzar" nos llama Sandra, la representante del Ayuntamiento. En el centro del parque del Castillo nos arremolinamos poco a poco un grupillo variado de gente. No todos somos profesores de instituto, también hay algunos guías turísticos de la ciudad, trabajadores de los hoteles e incluso alguna insigne arqueóloga local. Pero todos hemos sido convocados para la primera visita guiada que se va a realizar por los recientes hallazgos que se han producido en el parque.

Es marzo, víspera de Semana Santa, unas fechas en las que la ciudad espera recibir muchos turistas y hay que presentar en condiciones los restos arqueológicos que se han encontrado. Las obras han acabado hace pocos días y todo ha sido acondicionado apresuradamente para dejarlo presentable. Queda trabajo por hacer, pero ya se pueden visitar los restos. Al parecer, en el consistorio también esperan que los profesores inculquemos a los alumnos la curiosidad por el pasado remoto y los orígenes de la ciudad. Unos orígenes que son, por cierto, un auténtico enigma.

El encargado de realizar la visita es Fernando, el arquitecto que ha dirigido las obras. A pesar de que no lleva un altavoz de esos que usan los guías turísticos, se apaña bien. Tiene buen tono de voz y es locuaz y didáctico, algo que agradecemos. Recorre el yacimiento de aquí para allá enseñando unos y otros restos mientras nosotros le seguimos de cerca atentos a lo que explica. La explicación es rápida, ágil, así que no hay tiempo para aburrirnos. Hay quien incluso toma apuntes.

Los restos encontrados en la parte norte y oeste del cerro han cambiado la visión que teníamos de los orígenes de Soria, allá en el siglo XII. No obstante, sigue habiendo más incógnitas que certezas y casi todas las informaciones que nos proporciona el arquitecto son meras conjeturas. Se están analizando los objetos encontrados ("muchas monedas", dice) y las investigaciones continuarán en los próximos años. Se van a excavar otras zonas del cerro, aunque lamentan que no se van a encontrar tantas cosas.

Algunos datos ya se sabían. El primer poblamiento de Soria se produjo en la cima del cerro del Castillo, donde se construyó un castro en el siglo XII. En el cerro hay restos anteriores, prehistóricos (de la Edad del Cobre y del Hierro e incluso un poblado celtíbero), pero difícilmente podemos decir que aquello era Soria. Además, los restos son escasos.

Puerta de entrada a la fortaleza

La planta del castro era ovalada y la muralla, de tapial, tenía muchos desagües. "Demasiados desagües" dice extrañado nuestro guía. "Aquí debía de haber una fuente de agua, un manantial, porque si no es difícil de explicar. Abundaba el agua y la arrojaban fuera de las murallas". Es cierto, en las excavaciones han aparecido multitud de desagües. El manantial, si es que lo hubo en algún momento, ya no está o desconocemos su localización.

Seguimos caminando hacia la puerta principal de la fortaleza. "La gente dice que hemos reconstruido la muralla, pero no es cierto. Hemos excavado. La muralla ha crecido hacia abajo" se apresura a informar Fernando cuando nos acercamos al imponente murallón. "Aquí estaba la puerta de entrada, ¿veis? Y esos orificios son lanceras aunque con el tiempo se transformaron en saeteras". Mientras dice estas palabras, enseña con gestos cómo lanzaban la flechas los defensores de la fortaleza, intentando que nos hagamos una idea de cómo debía de ser la vida en aquella primera Soria, hace unos novecientos años.

En el interior del cercado se ha excavado una inmensa trinchera de varios metros de profundidad que ha sacado a la luz, además de los desagües y las saeteras, los pies de la muralla. Unos siglos después de la construcción del castro se construyó una nueva muralla que reforzó la primitiva por el norte. En el siglo XIV,  el espacio entre una y otra cerca fue sepultado y allanado para extender el asentamiento. Fue entonces cuando se cegaron los desagües y las saeteras. Se ve que ya nos los necesitaban.

Talleres artesanales adosados a la muralla. Con graba blanca se ve la cisterna y el pequeño canal de desagüe.

"En el interior del castro hemos encontrado un barrio de talleres. Las construcciones estaban adosadas a la muralla como se puede ver", nos dice señalando los muros. Lo cierto es que los restos encontrados deben ser explicados con paciencia, pues cuesta imaginar cómo sería el poblado original. "Mirad: con graba de distintos colores se han marcado los diferentes espacios. Por ejemplo, la graba blanca indica que eso era una cisterna de agua de unos 30 centímetros de profundidad".

"¿Para qué se utilizaban esas cisternas?" pregunta uno de los compañeros que se encuentra a mi lado. "No lo sabemos. Ya digo que había abundante agua y esa agua no la utilizaban sólo para beber. Quizá se empleaba para el lavado de lana o para el teñido de tejido. Todo son hipótesis." Se afana en explicar nuestro guía, que contesta pacientemente todas y cada una de las preguntas planteadas. 

La excavación ha durado más de un año y ha sufrido muchas críticas por parte de asociaciones ecologistas. Al principio se opusieron a que se talasen los arboles y, después, a que se alterase el paisaje del parque. Como es lógico, el destrozo ha sido grande, pero las obras han intentado proteger todos los árboles que han podido. Sobre todo, los más valiosos. "Por aquí no hemos podido excavar porque esa secuoya no la podíamos talar, así que esta zona está sin tocar..." dice el arquitecto señalando un inmenso árbol que hay en medio del camino. 

Las primeras conclusiones extraídas de los estudios afirman que aquellos primeros pobladores fueron mudéjares y judíos venidos del Valle del Ebro. Soria nació en aquellos momentos. Parece claro que fue Alfonso I "el Batallador", rey de Aragón, quien ocupó estas tierras en el año 1119. En este estratégico lugar junto al Duero estableció una guarnición militar y el cerro fue repoblado con gentes procedentes de la zona de Zaragoza, que había sido conquistada un año antes, en el 1118. "Allí sobraban los mudéjares y los judíos, así que trajeron a algunos aquí y estos debieron de ser los primeros pobladores de Soria".

Al final del agradable paseo, cuando el sol ya empieza a caer y el cielo azul se vuelve rojizo, nos detenemos junto a los restos de un edificio algo diferente a los otros. Nuestro guía se dispone a dar los últimos datos: "Esto son todo conjeturas y no me atrevo a afirmarlo, pero este edifico, que está exento, es decir, separado de la muralla, podría ser una pequeña sinagoga. Aquí se ha encontrado una januquía. Se están analizando los datos, pero ¿por qué no?". Algunos de los presentes nos miramos con cierta incredulidad. Es precipitado afirmar nada con rotundidad.

Restos de lo que pudo ser un edificio público, ¿quizá una sinagoga?

Parece ser que hacia el año 1119, cuando los aragoneses ocuparon lo que hoy es Soria, el cerro del Castillo se repobló con musulmanes y judíos súbditos del rey de Aragón. También debió de crecer un pequeño barrio extramuros en la ladera sureste del Castillo, donde se ha encontrado una necrópolis judía. Luego, cuando las tierras de Soria fueron anexadas a Castilla por Alfonso VII, comenzó la repoblación cristiana. Los cristianos se asentarían en pequeñas colaciones o aldeas en el collado que forman los cerros del Mirón y del Castillo, pero al parecer aquella fue la segunda Soria, pues la primera fue de mudéjares y judíos aragoneses.

"¿Y la muralla de la ciudad?", pregunta alguien. "La muralla de la ciudad es posterior, del siglo XIV, seguramente de la época de la Guerra de los dos Pedros. Igual que la fortaleza, que se construyó en el siglo XIV o XV", contesta el arquitecto intentando dejar todo claro. "Parece ser que el castro original se despobló en el siglo XIV y los habitantes se marcharon y no regresaron. Nunca más se volvió a poblar está zona y por eso han llegado los restos hasta nosotros. Aquí arriba, en el Castillo, no ha vivido nadie desde aquellos judíos y mudéjares."

Muralla de la cara norte del cerro y trinchera excavada para sacar a la luz las saeteras, las lanceras y los desagües.

domingo, 17 de marzo de 2024

TIMBRES DE GUERRA


Hace algunos días hablábamos en la clase de 4° de ESO sobre las causas que llevaron a la Primera Guerra Mundial (1914 - 1918). Hablábamos de la Triple Alianza, de la Triple Entente, de la carrera de armamentos, de los conflictos en lejanas tierras africanas y de los problemas europeos, en los Balcanes. Hablábamos, en definitiva, de la Paz Armada, ese periodo previo a la Gran Guerra en el que todo el mundo en Europa se preparaba para una conflagración que muchos veían inevitable.

Una alumna, sorprendida por todo esto, preguntó cómo había sido posible. "Si estaba claro que iba a haber una guerra, ¿por qué nadie hizo nada para evitarla?" Y añadió oportunamente: "Parece que todos querían la guerra". Muchos de sus compañeros me miraron esperando una respuesta, creyendo ingenuamente que el profesor tiene respuestas para todo.

Y, entonces, otra muchacha hizo una de esas preguntas que hacen la docencia mucho más fácil. Una de esas escasas preguntas lúcidas llenas de curiosidad y coherencia que allanan el camino al enseñante: "¿Y esto no es lo que está pasando ahora?". Entonces recordé las frases que hace unas semanas pronunció la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ante el Parlamento Europeo: "La amenaza de una guerra puede no ser inminente, pero no es imposible". En su discurso, von der Leyen hizo un llamamiento a las naciones europeas para armarse ante un posible conflicto con Rusia. En otras palabras, la Unión Europea se prepara para la guerra.

Aquella pregunta inocente de la alumna sirvió en bandeja la conexión entre el pasado y el presente. Pude utilizar el presente para explicar el pasado y al revés. Aquella pregunta mostró con esplendor la razón de ser de la Historia, maestra de vida, maestra del presente. Comenté a los alumnos lo que estaba ocurriendo, las palabras de la presidenta de la Comisión y el alcance que podrían tener. Les mostré también el titular del periódico "El País" de uno de esos días: "Europa se prepara ya para un escenario de guerra". ¿No es esto una carrera armamentística? ¿No estamos viviendo una paz armada? 

Muchos de los alumnos no pudieron evitar mostrar perplejidad y algo de temor. Los comentarios fueron diversos. La mayoría susurraron al compañero del pupitre de al lado. Algunos se atrevieron a compartir en alto lo que pensaban: "¿Pero cómo va a haber una guerra en Europa?", exclamó uno; "Aunque haya una guerra, a España seguro que no nos afecta...", apuntó otro; "Y si hay una guerra, ¿vamos a tener que ir a luchar nosotros?", preguntó otra compañera. 

Temí, por momentos, haber alarmado demasiado a los alumnos. Pero aquellos muchachos mostraron el sentir de una sociedad europea que vive en una burbujita ensimismada en su propio bienestar que cree inmutable. Por supuesto, las palabras de algunos líderes europeos (se han sumado a las de von der Leyen, Macron y Scholz) no quieren decir que vaya a haber una guerra, pero sí que existe el riesgo. La guerra de Ucrania, que ya dura demasiado, nos enseñó que Europa no es ajena a los conflictos bélicos. La retórica belicista de Putin, que amenaza abiertamente a Europa occidental, tampoco es una fantasía. Todo son palabras, pero las palabras son reales. Todo es real, nos guste o no. 

La sociedad europea de la Belle Époque, a comienzos del siglo XX, también vivía complacida ante la idea de un progreso permanente sostenido por los avances tecnológicos. Los millones de jóvenes que murieron en las trincheras entre 1914 y 1918 no pensaban en la guerra antes del verano de 1914. Vivían ajenos al polvorín que se estaba creando en Europa. Muchos incluso acogieron con euforia la declaración de guerra en el verano de 1914. Luego descubrieron la cruda realidad: la destrucción, el hambre, las mutilaciones, la muerte. 

A veces, la Historia, como la vida, se encamina irremediablemente hacia un punto que nadie quiere, pero que parece difícil de evitar. A veces, hay que enfrentarse a lo que uno menos espera. Los Estados europeos de 1914 estaban preparado para la guerra, pero sus pueblos, a pesar de la mentalización previa que se llevó a cabo, es probable que no lo estuviesen. Quizá pasa lo mismo ahora. 

Cuando el timbre chirriante estaba a punto de indicar el final de una clase que había transcurrido por caminos no previstos (como muchas), un alumno mostró una actitud contraria a la del resto: "Putin invadió Ucrania porque le dio la gana. Si nos ataca, ¿qué tenemos que hacer? ¿Dejarnos? A lo mejor tenemos que defendernos, ¿no?". El resto de muchachos lo miraron con asombro y luego dirigieron sus ojos hacia mí, justo en el momento en el que, en efecto, el timbre comenzó a sonar. Yo no supe más que recordar una cita, creo que de Napoleón, que leí hace tiempo en algún sitio. La pronuncié en alto, mientras los adolescentes metían atropelladamente los libros y los estuches en sus mochilas. La mayoría, como suele ocurrir, ni siquiera la escuchó, pero alguno se quedó pensativo unos instantes:

"En la guerra, como en el amor, para terminar es necesario verse de cerca".




domingo, 11 de febrero de 2024

NADIE ESPERA EN CANFRANC

Estación vieja de Canfranc, febrero de 2024


La estación de Canfranc, en el Pirineo oscense, se encuentra entre montañas, a más de mil metros de altitud. La carretera para llegar hasta allí es tortuosa y el ambiente es siempre frío, incluso en los días de verano. Pero fue concebida como lugar de encuentro, como sitio de paz entre naciones. Y esto, más allá de la espléndida arquitectura monumental de la estación vieja, la convierte en un lugar especial.

Fue inaugurada en 1928 por el rey Alfonso XIII de España y el presidente de la República Francesa, G. Doumergue, como un edificio extraterritorial, situado en España, pero mitad francés y mitad español. El proyecto pretendía unir por ferrocarril ambos países atravesando los Pirineos por el puerto de Somport. Y así lo hizo durante más de cuarenta años hasta que el derrumbe de un puente la dejó aislada por el lado francés. 

El edificio sigue conservando la elegancia propia de la arquitectura del hierro de los años veinte. Su interior, amplio y luminoso, sorprende a los visitantes. Recientemente, ha sido restaurada y hoy funciona como un hotel de lujo. Junto a ella se encuentra la moderna estación de tren, que no es más que unos antiguos hangares de mercancías rehabilitados para tal uso. La suntuosidad de aquella contrasta con la humildad de ésta.

Cuando entré allí, hacía un día ventoso y las nubes escupían copos de nieve, algo propio del mes de febrero en el Pirineo. A pesar de que llevaba un paraguas, me había calado hasta los huesos. Era el precio de recorrer la estación y sus jardines de un lado al otro. Por simple curiosidad, quise asomarme a las vías modernas. Por su puesto, la estación estaba vacía. Nadie esperaba la llegada de ningún tren. Nadie esperaba nada. No había ni siquiera taquillas. Y en los paneles informativos apenas se anunciaba un tren, el Canfranero, que procedente de Zaragoza, tardaría horas en llegar. El lugar es insulso, a diferencia de la estación vieja.


Interior de la estación


Fisgoneé por las salas y acabé asomándome a las solitarias vías. Miré de izquierda a derecha. No había nada. Entonces, un hombre (visitante, como yo) se acercó y se detuvo a mí lado. También iba empapado, y también llevaba paraguas. Hizo lo mismo: miró a ambos lados, arriba y abajo, como inspeccionando la nave. Luego, nuestras miradas se cruzaron y me dijo: "¿No esperas a nadie?". No respondí. Los ojos incrédulos y una tímida sonrisa fueron suficientes.

Después de visitar la formidable estación vieja, después de contemplar sus lujosos salones, después de recorrer los jardines bajo una nevada ligera, pero persistente, ambos habíamos llegado allí, al único andén que sigue funcionando. Aquellos andenes habían sido lugar de esperas, de encuentros y de despedidas. Pero ahora nadie esperaba nada ni a nadie. Aquel lugar, que en otros tiempos rebosó vida y trasiego, ahora es un sitio solitario. 

El traqueteo del tren, razón de ser de la estación vieja, ya no es más que un ruido extraño que apenas se escucha. Quienes llegan allí no son viajeros, nadie les espera ni esperan a nadie. Son, simplemente, visitantes que van a esquiar en las pistas de Candanchú y Astún, que se encuentran muy próximas. Nadie espera con lágrimas en los ojos. Nadie se despide sollozando. Las emociones de los viajeros de hace cien años eran muy distintas a las de los turistas de hoy. Canfranc no es un lugar para la espera. El tiempo lo cambia todo.

Volví a los jardines de la estación. Seguía lloviendo pero ya no abrí el paraguas. ¿Para qué? Miré entonces hacia arriba, hacia las cumbres de las montañas que rodean la estación. Las nubes impedían verlas con nitidez. Se escondían y aparecían por momentos. En algunas había nieve. El ambiente nevoso, frío, solitario, daba a la estación un aire mágico, de película. Supongo que también ayudó a crear tal impresión la ausencia de turistas, que en estos tiempos quitan el alma a cualquier lugar. 

Entré a la cafetería donde me esperaba desde hacía rato quien no había querido mojarse. Era la hora de merendar así que pedí un chocolate caliente con un par de churros para entrar en calor. Por las cristaleras seguía contemplado, fascinado, las luces de la estación vieja, ahora reconvertida en un hotel. Mientras devoraba los churros,  recordé la pregunta de aquel hombre: "¿No esperas a nadie?". No, ya no espero a nadie. Nadie espera en Canfranc.


"¿No esperas a nadie?"

jueves, 28 de diciembre de 2023

HISTORIA DE DOS PULSERAS

(UN RECUERDO DEL AÑO 2023)


En septiembre se rompió mi pulsera marrón. Era la pulserita trenzada que adornaba mi muñeca izquierda desde hacía veinte años. Junto a ella tenía otra, negra, que sigue unida a mi brazo. Aquellas pulseritas humildes, resistentes y bien sujetas parecían eternas. Creí en algún momento que estarían las dos conmigo para siempre. 

Recuerdo cuando mis padres me las regalaron. Las vendía un artesano argentino en el paseo marítimo de un pueblito catalán. Aquel hombre las anudó tan fuerte a mi brazo que nunca se soltaron en dos décadas. Me gustaba mirarlas y tocarlas porque me recordaban otros tiempos, otros lugares. Ambas fueron testigos de instantes vividos a los que me es imposible regresar. Una de ellas, la marrón, acabó deshilachándose. 

Era esperable este final, a pesar de todo. Nada dura para siempre, los materiales se deterioran y, aunque parecía muy férrea, la pulserita era frágil. Todo lo tenía en contra: el paso del tiempo, el roce constante con el reloj, el ataque del agua, del sudor, del jabón, de la crema. Todo pasa factura y la pulsera, artesanal, tenía un punto débil, una parte más fina que fue su final. Los hilitos que la formaban se desgastaron y acabaron cediendo.

Se separó discretamente de la muñeca en plena noche. Discreta fue también su compañía en mi brazo. Alguien se fijó alguna vez en ella, pero pasaba desapercibida. La podría haber cortado hacía años, pero nunca me atreví a hacerlo. Y al mirarla veía fortaleza, permanencia en el tiempo, a pesar de todo. También veía complicidad porque vivió conmigo muchos momentos, compartió muchas historias y guardó muchos secretos. Era parte de mí.

La pulsera marrón se rompió a finales de un verano tormentoso. Algo en mí se rompió con ella. Algo en mí se había roto antes de que la pulserita desapareciese. El verano fue difícil, oscuro, agotador. Lo contrario de lo que queremos que sea nuestro periodo vacacional. Y cuando el estío estaba llegando a su fin, la pulserita resistente de mi muñeca dejó de resistir. Quizá fue una metáfora. 

Lo que antes hacía con fervor me provocó rechazo. Recorrí caminos que nunca pensé recorrer. Hice lo que nunca creí que llegaría a hacer. Dediqué tiempo a quien no le importaba. Sentí lo que hacía mucho que no sentía. Quien creí que nunca me haría daño me destruyó de una manera bella, sutil, silenciosa. Lo que más añoraba acabó siendo una anécdota. Y, al final, me alejé de quien hubiese querido tener a mi lado.

Se rompió por su lado más frágil. El nudo nunca se deshizo, pero la pulsera no pudo más. Cuando, por la mañana, me di cuenta, la miré con detenimiento pensando en los largos años que estuvo conmigo. Ya no lo volvería a estar nunca más. Hice ademán de tirarla a la basura. Total, ¿para qué servía ya? Pero, en el último instante, en el último segundo, no pude hacerlo. Los restos inservibles aún conservan algo especial. Que algo se haya quebrado no significa que haya dejado de ser importante.

La mente, que va y viene, repasó en unos minutos dos décadas de mi vida. Repasó logros, sueños, desgracias y alegrías. Repasó momentos felices y tristes. Repasó sentimientos, actitudes, formas de vivir. Se cruzaron en ella aciertos y errores. Igual que la pulserita, algo se fracturó en mi interior. Pero, poderosa mente que siempre busca reponerse, en una milésima de segundo, mis ojos se volvieron hacia la otra pulsera, a la que quedaba intacta: a la negra. Siempre hubo dos pulseras idénticas, salvo en el color. Había olvidado la que seguía resistiendo, la que aún estaba ahí. Había olvidado lo que continúa en mí, lo que sigue en pie. 

Y ahí sigue la negra, en torno a mi muñeca. Ha perdido a su compañera, pero ella resiste. Eran dos, ahora es sólo una, pero está ahí. Es frágil, delicada, pero lleva veinte años sin que el nudo se deshaga, sin que las trenzas se rompan. Y parece que va a persistir, a pesar de todas las amenazas que la rodean. A pesar de todo, la pulsera negra permanece igual que siempre, como si nada hubiera pasado. Como si no se hubiese destruido nada alrededor. Como si no hubiese perdido nada. Sobrevive. Sigo aquí. 


viernes, 22 de diciembre de 2023

ZWEIG, PAZ EN DÍAS MALOS



En febrero se cumplieron ochenta y un años del suicidio de Stefan Zweig, junto a su esposa, en la ciudad brasileña de Petrópolis. Corría 1942, plena Segunda Guerra Mundial, y el escritor austríaco no pudo soportar la idea de un triunfo nazi. Después de tantas décadas, su obra ha quedado ahora libre de derechos de autor y proliferan las ediciones y las reproducciones de sus novelas, biografías y cartas.

Era un día frío y lluvioso de finales de febrero. Era un mal día, de hecho. Los ha habido muy malos este año. Entré en la librería y mis ojos repararon en un libro grueso y pesado de llamativa portada: "Stefan Zweig. Cuentos completos". Había leído algunas de sus obras, pero nunca había imaginado acceder a todas sus novelas de una vez. Lo ojeé unos minutos dudando si comprarlo o no. Siempre he creído que son los libros los que eligen a uno en el momento adecuado para ser leídos y no al revés. Y este libro me eligió a mí aquel día.

El libro grueso de Zweig ha estado conmigo estos meses, me ha acompañado largas semanas. Algunas veces esperaba paciente en la estantería o en la mesa. Otras, entre mis manos, me deleitaba con alguna historia. Leer implica atención, concentración, y cuando la mente zozobra me es difícil dedicar tiempo a la lectura, como ha ocurrido últimamente. Pero muchas de sus novelas cortas fueron la dosis idónea de distracción en algunos momentos difíciles de este año. 

A fin de cuentas, las novelas de Zweig tienen mucha vida. Son retales de cualquier vida. Hablan de miedo, de traición, de ilusión, de esperanza, de amor, de desesperación. En ellas, uno puede rastrear su vida. Compartir su existencia. Y uno, que lee con atención y con lápiz en la mano, marca cuidadosamente las frases que le llegan al alma, que se clavan en la conciencia irremediablemente. Y que dan lecciones de vida. Citas que, como dije ya en otro texto, uno puede aplicar a cualquier momento de su vida. Que puedo aplicar a este año que ahora termina. 

Cuánta verdad hay en esta frase que habla de los momentos decisivos de la vida, los instantes que marcan un antes y un después en la existencia de uno. Son aquellos segundos que determinan años, que dejan su impronta de por vida. Hablé de ello en una entrada en mayo:


Y esta otra, que habla de la unión de dos espíritus a través del recuerdo. Los recuerdos, la memoria, construyen, al fin y al cabo, una parte de nuestro ser y nos unen aunque la distancia, el tiempo y las circunstancias nos separen:


Quizá una de las obras más famosas de Zweig sea "Carta de una desconocida", el relato de un amor apasionado, atormentado, irreal. Un párrafo hiela el alma al leerlo por la humildad y la resignación que transmite: 

"Veinticuatro horas en la vida de una mujer" es otro de los clásicos de Zweig. ¡Cuánto puede cambiar la vida de alguien en solo un día! Una decisión correcta, un error torpe, un acto de valentía o de cobardía, una persona que se cruza en el momento oportuno. Cuántos sentimientos encontrados y contradictorios:


Y esta frase es una de las más sensuales que he leído nunca. Rebosa amor, ternura, erotismo... a pesar de que la pareja en cuestión está esperando un terrible destino:

Y permitidme que termine con otra bien distinta. Aquí, Zweig habla de los libros y de su poder para detener el tiempo y para compartir ideas a través de generaciones. En "Mendel, el de los libros" cuenta la vida de un apasionado de los libros cuya existencia se ve truncada por la maldita guerra. 


Es como si Zweig hablase a uno a través de sus novelas. Como si, en cada frase, en cada historia, el escritor austríaco quisiera darnos una sutil lección de vida. Con ese estilo calmado, pero inclemente, directo, en el que cada párrafo, cada frase, cada palabra está elegida a conciencia, Zweig da paz aunque los días sean malos.







lunes, 11 de diciembre de 2023

ESPÍRITU DE NAVIDAD



Entramos en una construcción destartalada. Algunos cristales están rotos; las verjas de las ventanas, oxidadas; los muros exteriores, desconchados. Se respira un aire decadente, como en todo este barrio de Copenhague al que llaman Christiania. Esta zona es, sin embargo, una de las principales atracciones turísticas de la ciudad. En teoría, es una "ciudad libre" y aquí no se aplican las leyes danesas ni de la Unión Europea. Cada uno hace lo que quiere y como quiere. La droga campa a sus anchas... la delincuencia no, que son daneses.

Un cartel nos anuncia a lo que está dedicado el edificio decrépito: "Mercadillo Navideño". ¡Qué típico para las fechas en las que nos encontramos! Los grafitis que adornan los muros interiores del caserón me llaman la atención. Igual que las escaleras metálicas. El ambiente es extraño. Nos mezclamos dentro gentes de todo tipo: turistas, vendedores, 'artistas'... En el segundo piso está el mercadillo en cuestión. La sala está adecentada, con suelo y paredes de madera. Se venden postales, cuadros, gorros, bufandas y adornos, todo artesanal.

En una de las mesas, una mujer de unos sesenta años vende adornos navideños que elabora en su tiempo libre. Creo que está jubilada así que debe de tener mucho. Son todo conjeturas mías. Mata los ratos haciendo estas manualidades y luego vendiéndolas en el mercadillo de Christiania. Su aspecto es descuidado, con pantalones anchos y blusa de colores. Muy hippie todo. Lo que, desde luego, no son hippies son sus gafas Ray-Ban, su reloj Rólex y el iPhone que tiene sobre la mesa, junto a los adornillos en venta. 

El lugar está decorado convenientemente con los tiempos que corren. Hay banderas palestinas por doquier, símbolos de la paz aquí y allí, pintadas en favor de la legalización de la droga y mensajes feministas. Todo contradictorio, pero acorde a lo que hoy es políticamente correcto en el Viejo Continente. Entiendo que la mujer comulga con todo esto. Eso sí, vigila con celo su iPhone, luce su Rólex y cobra cada adornito navideño a precio de oro. Su conciencia debe de quedar tranquila después de pasar las tardes en Christiania, por la noche supongo que volverá a su confortable casa en su barrio de siempre, lejos de estas cuatro paredes sucias.

Christiania no deja indiferente a nadie. Salimos del mercadillo y caminamos un poco más. Hay una excursión de turistas alemanes que hacen fotos a todo. No hacen caso a las señales que prohíben tomar instantáneas. Se cruzan con hombres ocultos con gorros y pasamontañas negros. Cada uno va a lo suyo aquí. En la calle principal se vende droga sin impedimento ninguno. Los camellos montan sus chiringuitos como si fuese otro mercadillo navideño. De hecho, hay otro mercadillo navideño más allá, en una nave abandonada. Todo es tan caro aquí que no compro nada, a pesar de las causas justas que se publicitan aquí y allá. Prefiero vivir con el remordimiento.

Cuando abandonamos Christiania leemos en un gran letrero: "Está entrando en la Unión Europea". ¡Resulta que por unos minutos estuvimos fuera de la UE y no nos habíamos enterado! Caminamos de nuevo al centro de la Copenhague. Hace frío, mucho frío. El ambiente húmedo cala hasta los huesos. Pero las calles están atestadas. La gente va y viene de aquí y de allá con montones de bolsas. La ciudad está engalanada desde hace semanas, hay lucecitas multicolores por todos lados y en las calles se mezcla el olor a vino, a chocolate y a hamburguesas y perritos. Todos muy calientes, eso sí, para combatir al frío. Probar el vino caliente es curioso para alguien que viene del sur. Tívoli, el parque de atracciones más antiguo de Europa también está exuberantemente decorado para la Navidad. 

Son las siete de la tarde y es de noche desde hace cinco horas. Entramos en un restaurante con la intención de cenar (aunque para nosotros casi sea la merienda). El local también está decorado con temas navideños. En un cartelito de madera que sujeta un Papá Noel sonriente leo "15 days 'till Christmas". Es una cuenta atrás, cada día cambian el número. Quedan quince días para Navidad, pero todo está inundado ya de espíritu navideño. ¡Hasta hay una cerveza con sabor a Navidad! Me dijeron que le echan especias navideñas... ¿A qué sabe la Navidad?

Pero todo esto no es una Navidad real. No es la Navidad. Es una Navidad pagana, como en el resto de Europa. Es una Navidad de papanoeles, elfos, duendecillos, renos, farolillos, luces, gofres, acebo y guirnaldas. Por ningún lado veo al Niño Jesús ni a la Virgen María ni nada relacionado con la religión. Todo está impregnado de espíritu navideño, pero es un espíritu navideño vacío, insípido, carente de su esencia original. Las tradiciones locales desaparecen arrolladas por una nueva tradición foránea fruto de la globalización y por un desbocado consumismo que invita a gastar, gastar y gastar. 

Avanzo por la principal arteria comercial de Copenhague, Strøget. Es la calle de tiendas más larga de Europa. Aquí uno puede entrar en Zara, Gucci o en H&M, puede visitar el Museo del Libro Guinness de los Récords y una enorme tienda de LEGO. Puede comprar casi cualquier cosa. Pero la calle carece por completo de personalidad. Es Copenhague, pero podría ser Madrid, París, Milán o cualquier otra capital europea. Da igual: los establecimientos son iguales, los productos son iguales, el ambiente es igual. Ahora, en diciembre, todo está bien decorado con motivos navideños. Igual que en Londres, en París o en Ámsterdam. Lo importante es comprar y comprar. Y es que todo, al final, está consagrado al nuevo dios al que adoramos. Un dios que no tiene nada que ver con la religión ni con la Navidad. Es la sociedad de consumo, que lo devora todo. 


Vista del interior del Parque Tivoli, en el centro de Copenhague