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jueves, 30 de marzo de 2023

DOCENTES

A veces hay que detenerse un instante para poder continuar con más fuerza. Y detenerse implica parar a pensar en lo que uno hace y por qué lo hace. A veces, con este propósito, abro un gran álbum donde conservo fotografías de los últimos años. Muchas de ellas recuerdan a alumnos y compañeros, me recuerdan a qué me dedico, en qué invierto mi vida.

Y el punto de apoyo que suponen las imágenes me hace volar al pasado y recordar con emoción momentos, historias vividas. La mente reconstruye con precisión aquellos instantes pretéritos, algunas veces de una forma tan nítida que parecen presente, aunque ya no existan. Y uno se da cuenta de la relevancia de su cometido, de que el trabajo de uno no es banal. Y uno recuerda también a tantos compañeros, a tantos alumnos.

Viene a mi mente aquel profesor que impartía clases de repaso fuera de su horario laboral. Y aquella otra que se afanaba en corregir exámenes en una estación de tren para tenerlos listos el día siguiente. Y recuerdo, también, cuántas veces he resuelto yo mismo dudas en fin de semana y en periodo vacacional, interrumpiendo mi descanso.

Se cruzan en mi memoria aquellos profesores que preparan con entusiasmo una excursión. Y aquellos otros que se ofrecen a acompañar a los alumnos en un viaje de estudios. Me estremezco al pensar en esas jornadas maratonianas llenas de tensión y nervios en un país extranjero. Y el temor ante cualquier imprevisto que pueda suceder. Me acuerdo también de los que pagan de su bolsillo el material escolar del alumno que lo necesita sin esperar nada a cambio. Sin esperar, siquiera, un “gracias”.

Y es que la educación va más allá de impartir contenidos o evaluar competencias. La educación son vivencias, sinergias. Es una transmisión constante de energía, de vida. El docente siembra sin saber si las semillas van a germinar, pero tiene fe en cada una de ellas. El docente puede cambiar el destino de un alumno en una lección de cincuenta minutos, puede abrirle los ojos, alumbrarle su futuro, descubrirle el mundo.

Y entonces son los alumnos los que se cruzan en la memoria. La media sonrisa de aquel tímido que no se atreve a decirte nada. El alumno que te saluda cada vez que te ve por los pasillos, aunque esto ocurra diez veces al día. El gesto del que no te saluda. Los ojos despiertos y avergonzados del chaval al que acabas de regañar. Veo miradas de complicidad, de enfado, de indignación, de gratitud. Veo ojos que piden auxilio, que piden consuelo, que reclaman atención. Veo alumnos que no quieren que acabe la clase. Veo alumnos llorar desconsolados al despedirse de un profesor a final de curso.

Pero también recuerdo a profesores llorar con amargura por no poder hacer bien su trabajo. A docentes sufrir amenazas directas o veladas. He visto a algunos perder los nervios ante el boicot constante de su clase. He visto acusaciones infundadas de discriminación y de animadversión. Esto también es el día a día del docente. En un instituto, uno se tropieza, sin quererlo, con constantes lecciones de humanidad, de la buena y de la mala.

Sólo entrar en el instituto cada mañana supone un bucle de quehaceres frenético que lo sumerge en una espiral de emociones continua en la que el tiempo pasa lento y deprisa a la vez. Un buen grupo de alumnos puede hacer que el enseñante se abstraiga por completo de la realidad exterior, que se pare el mundo de afuera durante el tiempo que dura una sesión. Porque pocos lugares tienen la capacidad de detener el tiempo, de eclipsar problemas y crear otros nuevos. Y uno de ellos es el aula.


lunes, 20 de marzo de 2023

FE DE AYER Y DE HOY

"Piedad", de Gregorio Fernández, s. XVII


Caminamos por una céntrica calle de Valladolid. Se acerca el final del invierno y se nota: tan pronto llueve, tan pronto sale el sol. La temperatura es agradable, pero la lluvia, incómoda. No la esperábamos. "Aquí nunca llueve" nos había dicho una de mis acompañantes. Eso no nos impide recorrer la ruta que teníamos prevista. Entre modernas y luminosas tiendas encontramos un pasaje que nos lleva a un antiguo convento conocido como "las Francesas". Hoy es una sala de exposiciones. Enfrente se encuentra un centro comercial homónimo. Son el ayer y el hoy de una ciudad.


Como no cesa de llover y el ambiente es desagradable, entramos en la antigua iglesia. Nos sorprende una exposición sobre Juan de Juni, uno de los genios de la escultura castellana del siglo XVI. Sin darnos cuenta, hemos salido del bullicio del siglo XXI para entrar en el recogimiento y la religiosidad de un tiempo pasado. Las tallas del artista hispano-francés nos contemplan: un imponente Cristo Resucitado, una Piedad, la cabeza de San Juan Bautista. 


"Cristo crucificado" de Juan de Juni, s. XVI (detalle)

Una de las obras llama mi atención. Se trata de un Crucificado de reducidas dimensiones. La sala no está llena y eso me permite acercarme para contemplar el virtuosismo del autor. Es uno de los grandes artistas del Manierismo español. Al día siguiente, contemplo más obras suyas en el Museo Nacional de Escultura, que alberga algunas maravillas de la escultura castellana de los siglos XVI y XVII.

En el Entierro de Cristo observamos con claridad el paso del idealismo renacentista al naturalismo barroco. Los rostros, realistas, nos muestran los sentimientos de los personajes atormentados y nos hacen sufrir con ellos.

"Entierro de Cristo", de Juan de Juni, s. XVI (detalle)

Es, sin embargo, con Gregorio Fernández cuando el naturalismo castellano alcanza su máximo desarrollo. Algunas de sus obras son las joyas del museo. "Me da miedo" me dice una amiga al contemplar el Cristo yacente. Es precisamente el sentimiento que quería despertar en el espectador el escultor gallego. Sus imágenes muestran sangre y heridas, muecas de sufrimiento y dolor. Nada tiene que ver esto con la idealización de la escultura renacentista. Es barroco puro del siglo XVII castellano. Aquí está el alma de la Contrarreforma católica, el alma de la España del XVII.

"Cristo yacente", de Gregorio Fernández, s. XVII.

Las imágenes de Gregorio Fernández conmueven a quien las contempla. La perfección de la talla abruma y el patetismo estremece. Despierta sentimientos enfrentados. Ese es el objetivo del barroco. Eso logra también la conocida Piedad, que procesiona en la Semana Santa vallisoletana. La delicadeza con que representa a la Virgen con su Hijo muerto no oculta su sufrimiento, que logra transmitirnos al contemplarla fascinados. 

"Virgen de las Angustias", de Juan de Juni, s. XVI.

Queda poco para la Semana Santa y eso influye en el ambiente. La atmósfera religiosa lo envuelve todo. La ciudad huele a Semana Santa, aunque aún estamos en mitad de la Cuaresma. Algunas obras del Museo Nacional de Escultura procesionarán en una exhibición de exaltación religiosa y belleza artística sin igual en el mundo. Las tallas de Juan de Juni y Gregorio Fernández, elaboradas en madera policromada, recorrerán las calles despertando el fervor del pueblo. Igual que hicieron en el siglo XVII lo hacen en el siglo XXI, como si el tiempo no hubiese pasado.  

Entre las joyas más preciadas de la Semana Santa vallisoletana destaca la Virgen de las Angustias, de Juan de Juni, que abandona su templo frente al Teatro Calderón para procesionar el Martes Santo hasta encontrarse con su Hijo en la calle de la Amargura. También la Virgen de la Vera Cruz será sacada de su iglesia por su cofradía penitencial, como ha hecho desde el siglo XVII. La Virgen de la Vera Cruz es obra de Gregorio Fernández.

"Virgen de la Vera Cruz", de Gregorio Fernández, s. XVII.

En todos los casos, la pobreza de los materiales empleados en las imágenes (madera) no impide percibir la sublime destreza de estos genios de la escultura. Por eso sobrecogen al espectador hoy igual que lo hicieron hace cuatrocientos años. Uno recorre las iglesias del centro de Valladolid y tiene la sensación de viajar al corazón de España. Parece alcanzar sus raíces religiosas más profundas. Estas esculturas te agitan el alma, y más allá de las creencias propias, transmiten una fe compartida por las gentes de todos los tiempos.  

"El Descendimiento", de Gregorio Fernández, s. XVII.