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domingo, 8 de diciembre de 2019

LOS TERCIOS Y EL MILAGRO DE EMPEL

 "El Milagro de Empel", de A. Ferrer-Dalmau.

Los soldados españoles del Tercio Viejo de Zamora que llevaban resistiendo varios días en la pequeña isla de Bommel sabían cuál era la orden: resistir hasta perecer. Era principios de diciembre y el viento helador azotaba los rostros de aquellos hombres, acostumbrados a combatir en una tierra que no era la suya, ante el odio de todos los que les rodeaban y soportando las más terribles desventuras. Muchos habían nacido en Castilla pero había otros procedentes de Alemania y de Italia. A todos les unía la lealtad al rey Felipe II y la fe católica.

En verdad, la mayoría no tenían muy claro por qué o por quién combatían a miles de kilómetros de sus hogares. Aquel Tercio, fundado en 1580, había sido enviado a Flandes, como tantas otras unidades del ejército de la Monarquía, para combatir contra los herejes holandeses. La miseria y la desgracia se adueñó de las vidas de aquellos hombres desde el momento en que pusieron pie en los Países Bajos. El fango, la lluvia y el frío eran las condiciones de todas las batallas que libraban los piqueros y arcabuceros españoles. Pero, la ferrea disciplina que caracterizaba a los Tercios ayudaba en los momentos más difíciles.

La noche del 7 al 8 de diciembre de 1585, los cinco mil hombres del Tercio Viejo de Zamora vivían uno de esos momentos. Atrincherados sobre una colina, se encontraban asediados por varias decenas de barcos enemigos. Hay algunos que dicen que había incluso doscientos navíos holandeses en las aguas de los ríos Mosa y Waal. El barro cubría hasta la cintura de los españoles que se replegaban desesperados pero manteniendo las líneas. Hombro con hombro, pegados unos a otros, no cejaban en un empeño imposible: defender la posición y no rendirse.

El maestro de campo Francisco Arias de Bobadilla arengaba una y otra vez a sus hombres intentando levantarles la moral. Nadie en su sano juicio confiaba ya en un victoria española en aquellas circunstancias. Los rebeldes estrechaban más y más el cerco sin escapatoria posible y los españoles no tenían víveres ni suministros. La humedad calaba hasta los huesos de los soldados del Tercio y el fango lo cubría todo. La ausencia de ropas secas suponía una terrible tortura para aquellos hombres que perecerían de frío aquella misma noche.

Entonces, el almirante de las tropas rebeldes, Felipe de Hohenhole-Neuenstein ofreció a los españoles una rendición honrosa. Si desistían concluiría el asedio y se les respetaría la vida. Francisco Arias de Bobadilla rechazó el ofrecimiento. Sus palabras han pasado a la posteridad: "Los soldados españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos". No había duda, el Tercio Viejo de Zamora se disponía a ser aniquilado aquella noche allí mismo.

El almirante holandés, ante la actitud de los españoles, ordenó abrir las presas que retenían el agua de lo ríos Mosa y Waal para inundar la isla y ahogar a los españoles. En un país tan llano como Holanda, con algunas zonas bajo el nivel del mar, esta estrategia fue usada frecuentemente durante la Guerra contra la Monarquía Hispánica. Se inundaban habitualmente los campos de batalla convirtiendo las praderas en lodazales. Solamente había que esperar a que el agua inundase la isla donde resistían los españoles y la victoria sería holandesa.

De nuevo, el maestre de campo español arengó a los suyos ante la muerte. A medida que subía el nivel del agua, los españoles se retiraron hasta el punto más alto de la isla, una colina conocida como Empel. Allí comenzaron a atrincherarse de nuevo, a resistir por última vez. 

Fue en aquellos instantes cuando un piquero que estaba cavando la trinchera desenterró por accidente una tabla decorada con una pintura flamenca de la Virgen María, la Inmaculada Concepción. ¡Quién sabe el tiempo que llavaba allí aquella pintura! ¡Quizá un siglo! Para los soldados del Tercio, de una fe inquebrantable, más incluso que su voluntad de resistir y su sentido del honor, aquel hallazgo fue una señal divina. Construyeron un pequeño altar donde situaron la imagen de la Virgen y rezaron para que intercediera en aquellos terribles momentos.

 "La Inmaculada Concepción", de A. Ferrer-Dalmau

Aquella noche pudo haber sido la última del Tercio de Zamora pero no fue así. El agua no cubrió la colina de Empel donde estaban refugiados los españoles y se salvaron de morir ahogados. El viento helador de aquella noche congeló las aguas de los ríos y los navíos holandeses quedaron atrapados en el hielo. En el alba, cuando el sol asomaba de nuevo sobre el llano horizonte holandés, los españoles, con recobradas fuerzas, atacaron a los holandeses. La aguas heladas se convirtieron en un puente no sólo para escapar, sino para contratacar a los rebeldes.

El ataque español cogió desprevenidos a los holandeses. Nadie esperaba que los españoles pudiesen resistir durante la noche y menos aún que el agua congelada inmovilizase sus navíos. Los soldados españoles prendieron fuego a todos los barcos herejes y lograron la victoria en aquella batalla. ¡Quién podía imaginar aquel suceso! En el ocaso del siete de diciembre, los españoles se preparaban para morir en Empel. En el amanecer del día ocho, salieron de la isla para vencer.

La victoria en aquella batalla imposible se atribuyó de inmediato a la intercesión de la Inmaculada Concepción. La Virgen, cuya imagen había sido encontrada en Empel, protegió a los españoles que luchaban por la fe verdadera y los condujo al triunfo frente a los herejes. Muchos allí lo creyeron firmemente y aquel mismo día, entre vítores, los soldados españoles proclamaron a la Inmaculada como patrona de los Tercios. El propio Felipe de Hohenhole-Neuenstein, almirante de las tropas holandesas reconoció aquel milagro: "Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro".



 Los españoles del Tercio Viejo de Zamora atacan los barcos holandeses. 

La Guerra de Flandes, como fue conocida durante el Siglo de Oro español, se prolongó nada menos que ochenta largos años (1568 - 1648). Finalmente, Holanda alcanzó la independencia pero la Monarquía Española mantuvo el control sobre lo Países Bajos meridionales, lo que hoy son Bélgica y Luxemburgo. Hoy, Holanda es un país de mayoría protestante mientras Bélgica y Luxemburgo son mayoritariamente católicos.  Muchos dicen que es el resultado de ochenta años de resistencia española frente al avance protestante.

La Inmaculada Concepción fue proclamada de facto patrona y protectora de los Tercios Españoles después del Milagro de Empel. En 1854, la Iglesia Católica reconoció como dogma la concepción inmaculada de la Virgen María. En 1892, fue declarada oficialmente patrona del cuerpo de infantería del Ejército de Tierra mediante un decreto firmado por la reina regente María Cristina de Habsburgo. Actualmente, el día de la Inmaculada Concepción es festivo en España aunque pocos conocen el origen de esta celebración.

jueves, 31 de octubre de 2019

LOS FENICIOS DE GADIR




Varias naves fenicias cruzan la frontera invisible que separa las aguas del Mar Mediterráneo y las del Océano Atlántico. Estamos en algún momento de finales del siglo IX a.C. aunque es imposible concretar el año. La expedición fenicia ha partido del puerto de Tiro, en el Levante sirio-palestino, y tras una breve parada en Cartago ha emprendido una ruta hacia lo desconocido. Bueno, en realidad, no es del todo desconocido porque otras naves fenicias han surcado esas aguas con anterioridad. Las bravas aguas del Atlántico no son ajenas a los comerciantes de la púrpura.

Los fenicios se proponen encontrar el emplazamiento idóneo para fundar una nueva ciudad. Allí, donde acaba la tierra conocida, entre el mar y el océano, en la otra parte del mundo. Otras expediciones con el mismo propósito no lo han logrado. No han hallado un sitio adecuado. Tras cruzar el estrecho donde los griegos sitúan las columnas que separó Heracles en el fin del mundo, y que nosotros hoy llamamos Gibraltar, las naves fenicias recorren la costa sur de la Península Ibérica. Están deseosos de encontrar un lugar para fundar su ciudad.

Finalmente, llegan a un  islote situado frente a una pequeña bahía que forma la costa sur de "Ispanya", como los fenicios llaman a la Penínula Ibérica. La "Tierra de conejos", nada más y nada menos, pues en expediciones anteriores, les ha llamado la atención la enorme cantidad de estos mamíferos que habitan en aquellas tierras. El islote, que puede defenderse con facilidad, se encuentra, además, cerca del Lago Ligustino, la gran desembocadura del río Baetis, una excelente vía de comunicación para acceder al interior del continente y las tierras de alrededor, con vastos humedales y marismas, son bien aptas para el cultivo.

Las gentes indígenas que habitan el lugar son al parecer amigables y predispuestas al comercio. Cultivan las tierras de la zona y explotan las minas de oro, plata y cobre cercanas. En la actualidad esa área minera es conocida como Riotinto. Son precisamente esos metales el gran motivo que ha llevado a los fenicios hasta esta tierra. De hecho, la fama de aquellos lugares donde es abundante el metal es bien conocida en todo el mundo antiguo. Y es que, hay quien dice que "Ispanya" significa precisamente "Tierra donde se forja el metal" y no el lugar de conejos que otros suponen.

No hay más que buscar. La decisión está tomada. En aquel lugar fundarán los fenicios su nueva colonia, la más occidental de todas, el núcleo que está llamado a dominar el oeste del Mediterráneo y el Atlántico. Aunque la isla frente a la bahía es el lúgar más idóneo, el que mejor puede defenderse, los fenicios de nuestra expedición y de las que les siguieron, prefieren asentarse en el interior, en una pequeña meseta elevada sobre el nivel del mar y próxima a poblados indígenas. Abunda el agua, la madera y la piedra para la construcción de la ciudad y las llanuras costeras permiten un óptimo aprovechamiento agrícola. A este lugar lo llamamos ahora el Castillo de Doña Blanca.

La pequeña meseta se amuralla y en su interior se levantan numerosas viviendas. Mientras, las gentes indígenas de la zona, comienzan a acercarse al lugar para descubrir las intenciones de aquellos extraños. Pronto los fenicios les hacen saber que sus propósitos son pacíficos, que no vienen a guerrear sino a comerciar y que desean establecer acuerdos con ellos. A cambio de metales les darán baratijas, monedas, joyas y especias.

Son estos fenicios los que introducirán en la Península nuevos cultivos, como la vid y el olivo, que se adaptarán perfectamente a las condiciones climáticas de la zona, por otro lado no muy distintas de las del otro lado del Mediterráneo. También dejarán a aquellas gentes el alfabeto y el pergamino sacándolas, así, de la Prehistoria e introduciéndolas, sin saberlo, en una etapa bien distinta de nuestro pasado, la Historia.
 
Aunque en el interior se construye el primer asentamiento fenicio en "Ispanya", la sobrepoblación llevará a muchos a trasladarse a la costa, a la islita pequeña frente a la bahía. Además, los indígenas se manifiestan a veces hostiles a los recién llegados aunque la mayor parte del tiempo se mezclan amigablemente. Tanto es así que hoy se ha descubierto una necrópolis con tumbas fenicias y otras indígenas juntas. Fueron tan estrechas las relaciones entre fenicios e indígenas que no les importó incluso compartir el lugar donde descansar eternamente.

La islita se fortifica igualmente y se urbaniza rápido. A ella llegan las naves fenicias que han atravesado el Mediterráneo y de ella parten las que buscan nuevas rutas hacia el norte y hacia el sur. La ruta del estaño esta cerca y los fenicios no dejarán de explorarla. A aquellos asentamientos fenicios en el sur de "Ispanya" se les acabará conociendo con un solo nombre, Gadir, que significa en fenicio "lugar amurallado".

A varios kilómetros de los lugares habitados, los fenicios levantan también un pequeño santuario dedicado a Melqart, la divinidad protectora de los tirios y a partir de entonces, también de los habitantes de Gadir. Esta situado en el extremo de la isla, hoy inundado, probablemente en el islote de Sancti Petri. El santuario de Melqart se convertirá en un lugar sagrado para los fenicios de Gadir y también para los cartagineses que ocuparán la ciudad ya en el siglo V a.C. Cuenta la tradición que fue precisamente ahí donde el general Aníbal pronunció el juramento de odio eterno a Roma antes del ataque cartaginés a Sagunto que desencadenaría la Segunda Guerra Púnica (218 a.C.). El santuario fue posteriormente dedicado a Heracles o Hércules.

Poco a poco, Doña Blanca perderá su función central en la colonia fenicia y el Gadir isleño experimentará un enorme desarrollo urbano. En los siglos posteriores, se convirtiría en la gran capital fenicia del Mediterráneo Occidental, rivalizando con Cartago y controlando el estrecho de Gibraltar. Los fenicios de Gadir fundarían otras colonias más el este, siguiendo la costa penínsular: Malaka, Sexi, Abdera, Baria. También explorarían la costa occidental, lo que hoy es el Algarve portugués, llegando hasta el Hieron Akroterión o Promontorio Sagrado, es decir, el cabo de San Vicente. Buscarían nada menos que las legendarias Islas Casitérides, en el norte de Europa, donde decían que abundaba el estaño. Incluso hay quien dice que llegarían a navegar la costa oeste de África hasta el Golfo de Guinea, aunque no se sabe cuánto de Historia y cuanto de leyenda hay en estas suposiciones.

Pero, detrás de esta historia de aventuras que emprendió el pueblo fenicio hace casi tres mil años está su gran legado. Las gentes indígenas que habitaban el sureste de "Ispanya" experimentaron tal desarrollo económico, social y cultural que serían conocidos con nombre propio: Tartessos. Muchos dijeron que fue la primera España, el primer reino de Occidente, pero ¿qué hay de verdad en todo eso? Hablaremos de ello en otra ocasión.

jueves, 17 de octubre de 2019

HISTORIAS DE UNA (DES)CONEXIÓN

Arriba: Barcelona en el verano de 1909 durante la Semana Trágica. Abajo: Barcelona en octubre de 2019, durante las protestas contra la sentencia judicial del "procés"



El que pretenda encontrar aquí un exhaustivo análisis de las complicadas relaciones entre Cataluña y el resto del país se equivoca de lugar. Igual que aquel que busque respuestas a la situación que ahora vivimos. Simplemente pretendo enumerar unos hechos históricos dispares que se han dado a lo largo de los últimos 600 años (ahí es nada) pero resultan verdaderamente curiosos por sus paralelismos.

La vinculación de los territorios y las gentes que hoy habitan Cataluña con el resto de tierras del solar ibérico viene de antiguo. De hecho, el Condado de Barcelona se unió al Reino de Aragón allá por el siglo XII (puedes leer la historia de cómo sucedió aquí). Y los destinos de la Corona de Aragón se unirían para siempre a los de Castilla en el siglo XV con la unión de Isabel y Fernando (puedes leer sobre ello aquí). 

El caso es que hasta el siglo XIV, Cataluña (y sobre todo Barcelona) fueron el músculo político y económico de la Corona de Aragón pero a raíz de la llegada de la Peste Negra a la Península (en 1348 más o menos) la cosa cambió. Las pérdidas demográficas de Cataluña fueron terribles y durante siglos no recuperó la preponderancia económica de la que había disfrutado. Entonces el motor económico de la Corona de Aragón pasó a Valencia.

La oligarquía barcelonesa siempre había sido muy celosa de su autonomía frente al poder del rey-conde. De hecho, en Cataluña siempre predominó el pactismo entre las Cortes y el soberano; y las leyes tradicionales y los fueros eran intocables. La Generalidad o Diputación Permanente de las Cortes se encargaba de velar por el respeto a los fueros. 

En tiempos de vacas flacas, en la segunda mitad del siglo XV, confluyeron varios factores: rivalidades entre distintas facciones de la oligarquía barcelonesa por el control de las instituciones (la Busca y la Biga), la mala situación de los campesinos remensas y la muerte de Carlos de Viana, heredero al trono y enfrentado con su padre, el autoritario Juan II de Aragón (que encima era un Trastámara de padre castellano). Ahí es cuando se produjo el primer lío. 

Cuando Juan II trató de reforzar su poder en Cataluña, la oligarquía barcelonesa se levantó en armas. Entre 1462 y 1472 Cataluña se vio desgarrada por una guerra civil entre el monarca y las instituciones del Principado. La reacción de la Generalidad fue ofrecer la corona a otros monarcas extranjeros: Enrique de Castilla (al que llamaban el Impotente) primero; a Pedro V de Portugal, después; y a Renato de Anjou, en tercer lugar. 

Todos estos reyes fueron invitados amablemente por los catalanes a asumir el trono de Conde de Barcelona. Claro está, se ofrecieron rápidamente pero, viendo el percal, pronto renunciaron. La Monarquía de Juan II salió victoriosa y se impuso en las Capitulaciones de Pedralbes (1472). El berrinche salió caro a la ciudad de Barcelona que quedó arruinada.

Los conflictos en Cataluña no cesaron durante el reinado del hijo de Juan II de Aragón, el mismísimo Fernando el Católico. El problema social de los payeses de remensa,  que vivían en condiciones miserables, se solucionó con la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) que no contentó a nadie. Pero la fama de rebeldes que tenían los catalanes debía ser cierta como demuestra la reacción de la reina Isabel ante el atentado contra Fernando el Católico en Barcelona en 1492. 

El autor resultó ser un loco pero Isabel de Castilla, viendo cómo se las habían gastado los catalanes con su suegro Juan II, mandó a las galeras castellanas acercase al puerto de Barcelona para embarcar en ellas al príncipe y las infantas si estallaban tumultos en la ciudad condal. La cosa quedó en nada y el autor del atentado acabó descuartizado por la multitud.

El siguiente episodio de rebeldía resultó ser más serio. Nos encontramos ya en el siglo XVII. La Monarquía Hispánica seguía dominando el mundo pero ya daba muestras de flaqueza. Al Valido de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, se le ocurrió una idea brillante: como Castilla estaba siendo desangrada por los impuestos ¿qué tal si el resto de reinos de la monarquía contribuía con dineros y hombres a mantener el Imperio? Al proyecto se le llamó la Unión de Armas.

Os podéis imaginar la respuesta de los reinos de la Corona de Aragón: se negaron en rotundo. Finalmente Aragón y Valencia aún contribuyeron con algo de dinero no así el Condado de Barcelona. La Generalidad se cerró en banda. "La pela es la pela..." Total que la cosa se complicó cuando la Guerra de los Treinta Años (1618 - 1648) empezó a afectar a Cataluña.

Francia había declarado la guerra a la Monarquía Hispánica y los ejércitos franceses penetraron en el Rosellón y la Cerdaña. Corría 1640. Olivares, que no era tonto, vio una oportunidad de oro: como la guerra afectaba a Cataluña era lógico que los catalanes contribuyesen al mantenimiento del ejército de la monarquía aunque sólo fuera para proteger su territorio. Pues no. Se negaron. Bien, pues entonces, sería bueno que dejasen a los tercios entrar en su territorio y que los acogiesen para hacer frente a los invasores. Pues tampoco.

Los catalanes se negaron a contribuir con dinero a los tercios, a aportar hombres e incluso a acoger a los soldados en sus casas. Dio igual porque los tercios castellanos entraron en Cataluña. Entonces estalló una revuelta conocida como el Corpus de Sangre (1640 - 1652) porque comenzó el día del Corpus de 1640. Los segadores, armados hasta los dientes, entraron en Barcelona y asesinaron al Virrey Santa Coloma. Estalló la sublevación ¿contra el invasor francés? ¡No! ¡Contra el invasor castellano!

No se les ocurrió otra cosa  a los señores de la Generalidad que ofrecer el Ducado de Barcelona al rey Luis de Francia (¿de qué me suena esto?). Este lo aceptó rápidamente obviamente pero cuando se dieron cuenta en Cataluña de que el rey francés iba a suprimir las instituciones catalanes y las leyes tradicionales se arrepintieron y dieron marcha atrás. ¡Qué ilusos! Total que la Guerra de los Segadores acabó en 1652 con la entrada de los tercios castellanos en Barcelona. No se suprimieron ni instituciones ni fueros. La broma volvió a salir cara a los catalanes pues se perdió el Rosellón y la Cerdaña, que pasaron a Francia (lo que es hoy la "Cataluña Norte").

En 1687 y 1697 volvieron a estallar insurrecciones, llamadas Revuelta de las Barretinas. ¿Pero estos no se cansan nunca? Ojo, que estos motines, más que políticos, fueron motines de subsistencia...

El pifostio gordo de verdad se montó cuando murió Carlos II en 1700. El nuevo rey de España era Felipe V de Borbón. Los Borbones tradicionalmente habían sido centralistas y absolutistas, es decir, todo lo contrario al pactismo entre las Cortes y el monarca que imperaba en la Corona de Aragón y, sobre todo, en Cataluña desde la Edad Media. Esto motivó que la Corona Aragonesa apoyase en masa al candidato austracista, el archiduque Carlos de Austria. Sí, estáis leyendo bien: si en el siglo XVII, los catalanes habían ofrecido el trono de Barcelona a los Borbones frente a los Austrias; ahora, cincuenta años después, se lo ofrecían a los Austrias frente a los Borbones...

El resultado final todo el mundo lo conoce: la Guerra de Sucesión se prolongó hasta 1713 cuando se firmó el Tratado de Utrecht por el que todas las potencias europeas reconocían a Felipe V como rey de España. Los catalanes no. Los catalanes prefirieron continuar resistiendo. Al final, como no podía ser de otra forma, Barcelona cayó el 11 de septiembre de 1714. Los ejércitos españoles mandados por Berwick entraron en la ciudad condal pero no la saquearon. La historia de ese día pueden leerla aquí. Eso sí, la rebeldía le costó a Cataluña la pérdida de sus instituciones y sus leyes tradicionales.

La Nueva Planta de Felipe V implantó las instituciones y usos castellanos en toda la Corona de Aragón. La Generalidad y las Cortes Catalanas fueron suprimidas, igual que las Cortes de Aragón, las de Valencia y las de Mallorca. A partir de entonces estos reinos enviaron sus representantes a las Cortes Castellanas que se convirtieron así en Cortes Españolas.

Durante más de cien años los catalanes se mantuvieron tranquilitos. Raro en ellos, la verdad. Durante la Guerra de Independencia (1808 - 1814) lucharon codo con codo con sus compatriotas de otros lugares de España. Pero a partir de 1833, Cataluña fue uno de los focos del carlismo, es decir, de los partidarios de Carlos María Isidro, defensor del absolutismo frente a Isabel II y los liberales. "Dios, Patria y Fueros" gritaban los carlistas, ya se sabe.

En 1840, la burguesía textil catalana se sublevó contra el Gobierno de Espartero. ¿La razón? Al bueno de Espartero no se le ocurrió otra cosa que reducir los aranceles a los productos textiles ingleses. Esto perjudicaba a la industria catalana que, como es natural, protestó enérgicamente. Espartero ordenó bombardear de forma indiscriminada Barcelona desde el castillo de Montjuic. El regente tuvo que dimitir después de semejante locura...

En la segunda mitad del siglo XIX surgió el nacionalismo catalán que reivindicaba el reconocimiento de la diferencia catalana. Algunos comenzaron a apostar por la vía federalistas, como Pi i Margall, que llegó a ser presidente de la Primera República Española (1873 - 1874). Por cierto, la Primera República fue un completo fracaso que duró menos de un año. Cambiamos ya de siglo, nos vamos al XX.

Nada más inaugurar el siglo se armó otra verbena en Barcelona aunque, bien es cierto que aquí poco o nada tuvo que ver el nacionalismo. A finales de julio de 1909, cuando reservistas catalanes se disponían a embarcar rumbo al protectorado español en Marruecos, sus mujeres se amotinaron en el puerto de la ciudad condal y lo impidieron. Todo ello se reogó con una huelga convocada por los sindicatos y buenas dosis de anticlericalismo. Barcelona se llenó de barricadas y los disturbios duraron una semana. Con acierto, los historiadores llaman a este episodio la Semana Trágica, que causó setenta y ocho muertos y tumbó el gobierno central de Maura.
 
Unos años después, el mismo día que se proclamó la Segunda República, el 14 de abril de 1931, Francesc Maciá, uno de los padres del nacionalismo catalán, se apresuró a proclamar la República Catalana dentro de una Federación Ibérica que no existía porque la Segunda Republica no seria federal, como la primera. Fue una salida de tono que forzó al Gobierno Provisional de la República a negociar el autogobierno para la región. Con el Estatuto de Autonomía de Nuria, aprobado en 1932, se creó una Generalidad que poco o nada tenía que ver con la institución medieval eliminada tras 1714, pero que contentó a los nacionalistas catalanes que añoraban una presunta libertad medieval que no existió.  

Las salidas de tono catalanas durante la Segunda República no quedaron ahí. En 1934, la Generalidad aprobó la Ley de Contratos de Cultivo que permitía a los campesinos rabassaires permanecer en sus tierras por más tiempo del que les correspondía previa indemnización a los terratenientes. El gobierno de la República recurrió la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales (el Tribunal Constitucional actual) y la ley quedó suprimida. Pues resulta que el presidente de la Generalidad, Lluis Companys, salió al balcón del palacio el 6 de octubre de 1934 y proclamó nada menos que el Estado Catalán dentro de la República federal española, que no existía. En las calles se armaron tumultos.

El gobierno republicano de Madrid, que era de derechas, todo sea dicho, suprimió el Estatuto de Autonomía y arrestó al gobierno de la Generalidad. Lluis Companys y sus secuaces (todos de ERC) fueron arrestados el 7 de octubre. Poco después las calles quedaron vacías. Hubo que esperar hasta 1936 para que se restableciera la autonomía de Cataluña. Durante la Guerra Civil (1936 - 1939), cierto es, la Generalidad se mantuvo fiel a la legalidad republicana lo que acabó costando la vida a Lluis Companys, fusilado en la Castillo de Montjuic en 1940.

Claro está, durante el Franquismo, Cataluña,  igual que el resto del país,  se mantuvo calladita pues no estaba el horno para bollos. "Cataluña dice sí a Franco" rezaba un cartel en Barcelona con motivo de una visita del Caudillo a la Ciudad Condal. 

Cuando volvió la democracia volvieron las reivindicaciones nacionalistas en las regiones periféricas. En Cataluña, como en otras partes, se manifestaron pidiendo "Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía". El presidente Suárez negoció la vuelta de la Generalidad en el exilio a España. Josep Tarradellas llegó en 1977 y se apresuró a gritar desde el palacio de la Generalidad: "Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí". Ahí es nada. Poco despues se aprobó un Estatuto de Autonomia. Curiosamente, durante la Transición a la democracia y durante muchos años después, los nacionalistas catalanes se mantuvieron leales al proyecto político español y lo apoyaron. Muchos creyeron que el "seny", el sentido común, se imponía, pero claro, ya conocemos la tradición catalana...

Cuando en 2006 se aprobó un nuevo Estatuto de Autonomía en el que se reconocía a Cataluña como nación, muchos se opusieron. El Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos del Estatuto en 2010 y los catalanes volvieron a montar un pifostio, fieles a su tradición.  Manifestaciones masivas pidiendo independencia y salidas de tono del presidente de la Generalidad y del Parlamento de Cataluña se han sucedido desde entonces. "España nos roba" decía un cartel del partido nacionalista CiU.

El referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017 es la última rebelión catalana. La podríamos llamar la "Crisis del Piolín", por los adornos de uno de los barcos donde se hospedaron las fuerzas de seguridad enviadas a Cataluña. Las fuerzas de seguridad impidieron la celebración del referéndum y el gobierno de Puigdemont se envalentonó y proclamó la independencia de Cataluña para suspenderla doce segundos después. Así las cosas, el gobierno central de Mariano Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución de 1978 y suspendió la autonomía de Cataluña.

Mientras tanto, la justicia actuó por su cuenta y encarceló a todos los miembros del gobierno catalán. Bueno, a todos no porque Puigdemont y unos cuantos consejeros huyeron del país. Dos años después, en 2019, el Tribunal Supremo condenó por sedición a los encarcelados, que pasarán unos cuantos años en prisión. Claro está, la sentencia volvió a prender la mecha, siempre corta, del polvorín catalán y se iniciaron disturbios por toda la región, en especial en Barcelona. ¿Cómo terminará esto? ¡Quién sabe! Atendiendo a las historias de una (des)conexión que lleva siglos, probablemente los catalanes pierdan más de lo que ganen...






"Los catalanes deberían ver el mundo más allá de Cataluña"
Olivares, en una misiva al virrey Santa Coloma (febrero de 1640)






*La primera versión de este artículo se publicó el 29 de septiembre de 2017. En octubre de 2019, ha sido ampliado, corregido y actualizado.
  


sábado, 5 de octubre de 2019

LA NUEVA REINA DE CASTILLA

 1) Trono de los Reyes Católicos en el Alcázar de Segovia; 2) Detalle del cuadro "Los Reyes Católicos con Santa Elena y Santa Bárbara; 3) Vidriera; 4) Cama de la Cámara Régia del Alcázar

Madrugada del doce de diciembre de 1474. Las siluetas de dos hombres a caballo se aproximan al galope hacia Segovia. Han recorrido los poco menos de cien kilómetros que separan Madrid de la capital castellana. Es una noche de invierno. Las nieves coronan las altas cumbres del sistema central y el frío golpea con dureza la inhóspita meseta castellana. Nadie se aventura así a cruzar las montañas si no es por algo importante.

Se trata de dos emisarios que entran en la noble ciudad castellana solicitando audiencia con la infanta Isabel. Conocemos el nombre de uno de ellos, Rodrigo de Ulloa. Tienen que comunicarle una noticia que va a cambiar su vida y la historia de Castilla para siempre. A pesar de que son altas horas de la madrugada, la inesperada llegada de los emisarios obliga a la joven infanta a recibirlos. Isabel se encuentra en el alcázar de Segovia, donde su hermanastro Enrique IV estableció su corte cuando la reconoció heredera al trono allá por 1468. 

Segovia, una de las más recurridas residencias de los reyes castellanos desde antiguo, siempre se ha mantenido fiel a las aspiraciones de Isabel. Allí, la joven se encuentra protegida tras los gruesos muros del alcázar. Allí, ultima los preparativos para, cuando llegue el momento, proclamarse reina. Allí, recibe los consejos de los más altos nobles de Castilla adeptos a su causa. Gonzalo Chacón, su maestro y consejero, la visita amenudo y pasa largas temporadas con ella. No así su madre, la reina viuda Isabel de Portugal, que aquejada de graves problemas mentales, se encuentra recluida en Arévalo.

Isabel recibe de inmediato a los emisarios cuando sabe que proceden de Madrid, donde se encontraba su hermanastro el rey Enrique IV. La noticia que traen no es esperada y tampoco querida: el rey ha muerto. Los acontecimientos se precipitan y lo saben Isabel y todos sus consejeros. Según el Tratado de los Toros de Guisando, firmado en 1468, Enrique IV reconocía a Isabel como su legítima heredera frente a su presunta hija, Juana. Las dudas sobre la verdadera paternidad de la "muchacha", como la llama Isabel, llevaron a Enrique a reconocer a su hermanastra como futura reina.

Los acontecimientos posteriores hicieron cambiar la opinión del rey. Isabel contrajo matrimonio con Fernando, príncipe heredero de la Aragón y rey de Sicilia, en contra de la opinión del monarca castellano que se había reservado el derecho de elegir esposo para su hermana. Además, los nobles de Castilla, deseosos de debilitar la posición de la Corona y de sembrar la discordia entre los miembros de la Familia Real, convencieron a Enrique de que lo mejor era volver a reconocer a su hija Juana, apodada "la Beltraneja", como legítima heredera. 

Por tanto, en 1474, cuando el rey muere convertido en un pelele en manos de la nobleza, la cuestión sucesoria no estaba del todo clara. Los emisarios comunican también que en Madrid ha quedado formada una junta nombrada por Enrique IV que va a asumir la regencia hasta decidir a quién corresponde reinar: a Isabel de Trastámara o a su sobrina Juana. 

Aunque en el viejo alcázar de Segovia nadie esconde la tristeza por la pérdida del rey, no hay tiempo que perder. Isabel se apresura a ordenar los preparativos para su proclamación como reina lo antes posible. No todos sus consejeros son partidarios de adoptar esa postura que supone dar un golpe sobre el tablero de juego que puede llevar a otra guerra civil. Hay quien defiende, por tanto, esperar a la decisión de la junta para actuar. Además, el esposo de Isabel no se encuentra en Segovia pues ha marchado a defender el Rosellón y la Cerdaña frente al francés. Que la joven se proclame reina en ausencia de su esposo puede ofender al príncipe de Aragón y deteriorar su relación. Isabel, sin embargo, se muestra inflexible en su determinación.

La noticia de la muerte de Enrique IV corre como la pólvora por toda Castilla y fuera de sus fronteras. Se envían misivas también al extranjero para dar a conocer el luto de Castilla. Pero en Segovia los preparativos no se detienen. Isabel tienen que proclamarse nueva reina cuanto antes sin importar lo que decida la junta de Madrid. Si espera a la respuesta, admite que se encuentra en igualdad de condiciones que la "muchacha" pero no es así. Los acuerdos de Guisando la reconocen como heredera. No hay nada que esperar. Además, hay que preparar también una posible defensa ya que "la Beltraneja" cuenta con el apoyo de su madre Juana de Portugal, de su tío Alfonso V, rey de Portugal y de algunos de los más poderosos nobles castellanos.

El trece de diciembre todo se encuentra listo. Isabel, vestida rigurosamente de luto sale del alcázar y se dirige a la Iglesia de San Miguel en el centro de Segovia. En la Plaza Mayor se ha levantado un pequeño estrado. En el interior del templo se encuentra una reducida representación de la nobleza castellana, el obispo de Segovia Juan Arias Dávila, el dominico Alonso de Burgos, el concejo de Segovia en pleno y casi todos los miembros de la pequeña corte de Isabel. Se encuentra con ella su maestro Gonzalo Chacón aunque no es partidario de una proclamación tan rápida y sin previo acuerdo.

Tras la ceremonia religiosa en la iglesia y el juramento de la nueva reina, Isabel sale a la Plaza Mayor, donde se retira la capa negra que la cubre y deja a la vista un vestido blanco. El blanco, color de la realeza, de la inocencia y de la pureza marca el comienzo de un reinado nuevo, muy distinto del precedente. Las gentes segovianas que abarrotan la plaza alzan sus armas al cielo y gritan el juramento: "¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Por la reina doña Isabel y por el rey don Fernando, como su legítimo marido!".

 Arriba: detalle del mural (s. XX) sobre la Proclamación de Isabel, realizado por el pintor Carlos Muñoz de Pablos en el Alcázar de Segovia; Abajo: cuadros de los Reyes Católicos obra de Madrazo por encargo de Isabel II (s. XIX)

La tradición dice que la reina desfiló después detrás de una espada desenvainada, símbolo de la justicia que debía imperar en su reinado. Isabel era reconocida por Segovia como reina propietaria de Castilla frente a Juana "la Beltraneja", la otra pretendienta. No toda la nobleza castellana era partidaria de Isabel, más aún conociendo su carácter autoritario e independiente, muy diferente del de su hermano, el desgraciado Enrique IV "el Impotente". La proclamación fue nada menos que una declaración de guerra a Juana y a su madre pues rompía la voluntad del rey difunto de que una junta decidiese quién debía reinar. Los tambores de guerra sonaban de nuevo en Castilla.

En la frontera del Rosellón, Fernando recibió ojiplático una misiva en la que se le comunicaba que su esposa había sido proclamada reina de Castilla en su ausencia. No pocos veían como una ofensa este acto, igual que no pocos castellanos preferían al príncipe Fernando como rey de Castilla frente a una mujer, por muchos legítimos derechos que tuviese. Sin embargo, en la proclamación había quedado bien claro que la "legítima propietaria de Castilla" era Isabel mientras que se reconocía a Fernando como su "legítimo marido". Tras recibir la noticia, Fernando puso rumbo a Segovia.

Mientras tanto, en la capital castellana, Isabel, ya como nueva reina de Castilla, ordenó celebrar unas exequias solemnes en honor a su hermano el rey difunto el día 19 de diciembre. Después, pasó la Navidad allí, en ausencia de su esposo quien hizo su entrada en el alcázar el 2 de enero de 1475. No sabemos cómo fue el encuentro de la reina con su esposo. Sí conocemos el resultado después de días de negociaciones. 

A medidados de enero se firmaron los acuerdos definitivos que la historiografía ha llamado locuazmente Concordia de Segovia. En ellos, Isabel era reconocida como reina propietaria de Castilla mientra que Fernando rey en tanto que esposo de la reina. Sin embargo, en lo documentos oficiales, su nombre figuraría antes que el de su esposa, por su condición de varón, pero las armas de Castilla figurarían antes que las de Aragón. Isabel concedió a su esposo el derecho de adminitrar justicia y nombrar cargos así como la dirección de los ejércitos en caso de guerra. Los acuerdos supusieron la unidad política de los monarcas en Castilla, esencial para hacer frente a la belicosa e intrigante nobleza.

En el dosel de los tronos que hoy se contemplan en una de las salas del alcázar de Segovia puede leerse "Tanto Monta", el lema que resume la Concordia de Segovia, la armonia y la solidaridad entre los monarcas. La capital castellana, la ciudad que proclamó reina a Isabel, quedó guardada para siempre en el corazón de la reina. Isabel siempre amó Segovia y sus gentes y el alcázar fue una de la residencias más habituales de los monarcas durante su reinado. Aún hoy, quinientos años después, el alcázar segoviano evoca a su reina y en sus salas puede sentirse el tiempo de cambio del Medievo a la Modernidad.




BONUS: Vistas panorámicas de Segovia






viernes, 20 de septiembre de 2019

BIOGRAFÍA DE UNA CATEDRAL

Izq.: Torre campanario de la catedral de Tarazona; Der.: 1) Claustro; 2) Portada; 3) Pinturas al fresco del interior.

 
Tarazona es una ciudad tan antigua que según dicen la fundó Tubalcaín y fue nada menos Hércules quien tuvo que reconstruirla después de varios siglos. Os podéis imaginar que estamos hablando de leyendas, de mitos, que sitúan los orígenes de la urbe aragonesa en el remoto siglo VII a.C. Tubalcaín es mencionado en el Antiguo Testamento y Hércules, o Heracles, era hijo de Zeus, el padre de todos los dioses griegos, y una mortal. Ahí es nada.

El emplazamiento de Tarazona es de por sí estratégico, en un pequeño promontorio a los pies del Moncayo y junto a una fértil huerta regada por el río Queiles. Los orígenes del asentamiento, aparte leyendas, pueden situarse en el siglo I a.C. y parece ser que ya en el siglo V d.C. la ciudad era sede episcopal. La catedral paleocristiana y después visigoda se situaba donde hoy se encuentra la Iglesia de la Magdalena, en el casco antiguo. De Tarazona fueron obispos personajes tan insignes como San Prudencio y San Gaudioso, ambos en época visigoda (siglo VI).

Cuando los árabes invaden la península en el año 711 pronto llegan a Tarazona que es tomada rápidamente. El templo visigodo es derribado y sobre él se construye la mezquita mayor de la ciudad. Habrá que esperar varios siglos hasta que la ciudad sea reconquistada en el siglo XII. El rey aragonés Alfonso I, apodado "el Batallador", entró en Tarazona en 1119 y la incorporó al reino de Aragón. Para que nos hagamos una idea de por dónde iba la Reconquista, en 1118 había sido reconquistada Zaragoza y en el mismo 1119 es tomada la vecina Soria a los árabes.

Si el emplazamiento de Tarazona ya dijimos que era estratégico, su localización es fundamental en la plena y en la baja Edad Media. Situada entre Castilla, Aragón y Navarra, era paso obligado para todo aquel que pretendiese cruzar de un reino a otro. La pequeña urbe medieval, encaramada al promontorio se protegía detrás de las gruesas murallas cuyos restos pueden contemplarse aún hoy en algunos lugares de la ciudad. Su entramado de calles, laberíntico y caótico revela la falta de espacio que se hizo acuciante desde muy pronto. Aún hoy puede uno perderse en las calles de la antigua Alhama o barrio judío de la ciudad y sentirse como en el Medievo. 

Caminando sobre la bóveda de arista de la catedral.

El caso es que los monarcas aragoneses, restaurada la sede episcopal de Tarazona, emprendieron la construcción de una nueva catedral sobre los cimientos de la antigua mezquita islámica arrasada tras la entrada de los cristianos. Así empezó a construirse, en estilo románico, la nueva catedral de Tarazona y en ello estaban los turiasonenses, apenas terminado el ábside, cuando llegó a la ciudad un nuevo proyecto. El obispo García Frontín II decidió inspirar la catedral en el nuevo estilo gótico floreciente en Europa. Conocedor de los proyectos que se estaban levantado en Burgos, León y Toledo, ¿por qué no en Tarazona?

Pero la ciudad se quedaba pequeña para semejante proyecto. La catedral gótica que se planeaba levantar no cabía en el solar de la antigua sede episcopal. Había que construirla extramuros, en las huertas, donde había suficiente espacio. En 1235 comenzaron las obras del nuevo templo dirigidas por maestros franceses. A partir de entonces, recibió el nombre de Santa María de la Huerta en honor a su nueva localización. La construcción se inició, sin embargo, con graves obstáculos. El primero ya lo conocemos: una catedral fuera de las murallas de la ciudad, desprotegida ante cualquier ataque castellano o navarro.

El segundo gran inconveniente fue la falta de materiales de construcción. Las rocas eran escasas en Tarazona y tuvieron que ir a buscarlas al vecino Trasmoz (sí, el único pueblo de España excomulgado por brujería). Allí la roca arenisca era abundante pero endeble, el agua la deshacía, se la comía. No era lo mejor pero no había otra. Grandes rocas fueron transportadas lentamente hasta Tarazona. El tercer gran problema fue su localización, en una huerta, en un terreno que se hundía con el peso de las rocas. A pesar de todo, allí se levantó el nuevo templo.

 Detalles del interior de la catedral

En origen la catedral fue puramenta gótica y, de haberse conservado tal y como se proyecto a primera hora, constituiría uno de los mejores ejemplos de arte gótico en España junto con las catedrales hermanas de Burgos, León y Toledo. Pero la catedral nació maldita. A los inconvenientes estructurales y materiales que hemos dicho se sumó otro: las constantes guerras entre Aragón y Castilla.  En 1356 estalló la guerra entre Pedro I "el Cruel" de Castilla y Pedro IV de Aragón.

Las huestes castellanas cruzaron la Sierra del Moncayo penetrando en Aragón. Lo primero que encontraron fue la flamante nueva catedral de Tarazona. Mientras el ejército aragonés se refugiaba tras los muros de la ciudad y resistía el ataque castellano, las tropas de Pedro I de Castilla entraban en la catedral y la convertían en un fortín. Haciéndola su base de operaciones, desde ella atacaban la ciudad. Durante los trece años que duró la Guerra de los Dos Pedros, como se conoce al conflicto, Santa María de la Huerta sufrió importantes daños.

Tras la guerra, finalizada en 1369, Tarazona recuperó su valioso templo maltrecho. Las torres estaban en ruinas, igual que otros espacios de la catedral. Se inició la reconstrucción siguiendo las nuevas corrientes artísticas. Los maestros del momento, inspirados por la fabulosa arquitectura islámica, levantaron la nueva torre de estilo mudéjar que recuerda las joyas almorávides y almohades del sur peninsular, como la Giralda de Sevilla. También levantaron una nueva techumbre sobre la bóveda de arista gótica aumentando la altura de la catedral y dejando pequeños los contrafuertes y los arbotantes del siglo XIII. El peso que debían soportar ahora las viejas estructuras góticas era mucho mayor que el original. Y recordemos todos los problemas que tenía el templo.

De los siglos XV y XVI datan el gran claustro, el mayor de España, y el enorme cimborrio de veinticuatro metros de altura levantado sobre el crucero de la catedral. En cuanto a los materiales empleados, son los propios del estilo mudéjar: el yeso y el ladrillo ornado. Además, la portada principal se traslado de la nave principal (típica de los templos cristianos) al brazo norte del transepto. El pórtico original se abría al este, a Castilla. Por ahí habían invadido los catellanos Aragón. Por ahí habían entrado al templo para destruirlo. Nunca más. El nuevo pórtico del transepto miraría a Tarazona, al pueblo, que tanto amaba su catedral. Ahí debía situarse.

Pero hablemos del enorme cimborrio levantado sobre el crucero. Miles de toneladas se añadieron a la estructura original y se depositaron sobre los cuatro grandes pilares que sostenían otrora sólo el peso de la bóveda. Los arbotantes y contrafuertes góticos ya no servían para sostener semejante peso. No eran útiles para desviar la inmensa fuerza vertical ejercida por el cimborrio fuera de la catedral. De sotenerlo debían encargarse sólo cuatro grandes pilares de arenisca, muy dañados por las lluvias y sobre un terreno blando que se hundía como era la huerta turiasonense. Dio igual. Durante siglos la catedral estuvo en vilo, con amenazas de derrumbe constantes. No había fuerzas para tanto peso.

También en el siglo XVI se renovó el interior de la catedral siguiendo las tendencias renacentistas de la época. Estuvo al frente de las obras el maestro Alonso González. El cimborrio se decoró con un programa iconográfico único en Europa que combinaba personajes de los Evangelios y personajes mitológicos de la antigua Grecia. De esta época data también la llamada "Capilla Sixtina" del Renacimiento español compuesta por figuras en tonos grises que sobrecogen al contemplarlas. Durante el siglo XVII, las nuevas corrientes nacidas del Concilio de Trento llevaron a la redecoración de estos espacios ocultando los personajes mitológicos del lucernario y vistiendo decorosamente los personajes que habían sido representados desnudos.

Pero la catedral seguía hundiendose, corría peligro de derrumbe aunque pocos lo sabían. El obispado encargó en el siglo XVIII el reforzamiento de los pilares que sostenían el cimborrio pero el éxito de las obras fue sólo parcial. Sin embargo, la catedral siguió aguantado durante varios siglos. Nada se hizo hasta la segunda mitad del siglo XX. En los años ochenta la catedral se clausuró parcialmente y desde 1992 estuvo prohibido el acceso al edificio. Era necesario una reforma integral del templo, que reforzase su estructura y evitase el derrumbe definitivamente. 

 Arriba: cimborrio y torre campanario de la catedral; Abajo: 1) Pintura dedidaca a San Jorge, 2) retablo mayor de la catedral.

Después de más de treinta años, la restauración del templo no ha terminado pero su estructura se ha salvado definitivamente (¿?). Se reforzaron los pilares que sostienen el cimborrio, se eliminaron elementos añadidos sobre las naves laterales que aumentaban la presión sobre los muros y los contrafuertes y se saneó el nivel mudéjar y la techumbre de la catedral. En 2011 volvió a abrirse al público aunque los trabajos continúan en varias capillas laterales. Tarazona recuperó por fin su querida catedral, Santa María de la Huerta.

Hoy el templo no es sólo uno de los escasos ejemplos de arte mudéjar aragonés junto con la catedral de Teruel. En él han cristalizado hasta tres estilos artísticos distintos: al gótico original presente en la planta de cruz latina, la bóveda de crucería y los arbotantes, se añadió el mudejar del segundo nivel, la techumbre, la torre campanario y el cimborrio; y a éste se sumó, por último, la decoración renacentista en el siglo XVI. En definitiva, se puede rastrear la historia del arte en los muros de Santa María de la Huerta, que a modo de páginas, levantan la biografía de la catedral. Tarazona tiene una catedral viva, y por mucho tiempo.  


BONUS: Unas vistas panorámicas de Tarazona




 

jueves, 29 de agosto de 2019

"HERMANO, ESTÁS MEJOR ALOJADO QUE YO"


 Arriba: 1) León de mármol en las escalera principales del Palacio Real, 2) escudo real en el horno de una de las cocinas; Abajo: vista general del Palacio Real de Madrid.

A principios de 1701 llegó a Madrid Felipe de Anjou que apenas contaba dieciocho años de edad. Había nacido en el Versalles del "Rey Sol", su abuelo, y no había estado nunca antes en España. No hablaba castellano ni comprendía las costumbres y tradiciones españolas. A los ojos de cualquier francés en los albores del siglo XVIII, España era un país atrasado y bárbaro. Igual era para el joven Felipe, quien había recibido la corona española por uno de esos malabarismos de la Historia. El peor enemigo de su abuelo, Carlos II, el último rey de la Casa de Austria en España, ante la ausencia de herederos, había decidido entregarle la corona.

El desgraciado Carlos II había muerto el 1 de noviembre de 1700 en el viejo Alcázar de Madrid. A mediados de ese mes, una delegación de la Corte llegaba a Versalles y proclamaba rey a Felipe en presencia de su abuelo Luis XIV. Inmediatamente Felipe de Borbón ponía rumbo a sus nuevo reinos, la gran Monarquía Hispánica. Es cierto, España ya no era lo que había sido, pero el nuevo monarca español acumulaba en sus manos más territorios que cualquier otro soberano europeo, incluido su abuelo el "Rey Sol".

Felipe, sin embargo, marchaba a Madrid con desgana y desdén. Él no quería ser rey de España; él quería ser rey de Francia. El astuto Luis XIV se había apresurado a nombrar a su nieto sucesor al trono de San Luis, algo que había causado gran temor en toda Europa. Pero, de momento, Felipe tenía que marchar a España a encontrarse con sus nuevos súbditos.

 1) Busto de Felipe V; 2) Jarrón en el que está representada la escena de la proclamación de Felipe V como rey de España en Versalles; 3) Corona real; 4) Violín Stradivarius.

El Madrid que recibió al nuevo rey era una gran urbe decadente y malolienta. Era considerada la ciudad más sucia de Europa y en sus calles convivía gentes variopintas: aristócratas deseosos de acercarse a los soberanos; aventureros en busca de fortuna; bufones y sirvientes que vivían en la Corte; rufianes y prostitutas; vagabundos y artitas; curas, frailes y monjas... Poco tenía que ver aquella ciudad levantada sobre la seca meseta castellana con París y Versalles, donde Felipe había pasado los dieciocho primeros años de su vida.

El viejo Alcázar de Madrid era también muy distinto al Palacio de Versalles. La construcción árabe edificada en el siglo IX se había ido ampliando con el paso de los siglos para satisfacer las necesidades de la Corte. Ya en tiempos de los Reyes Católicos se habían hecho importantes reformas. Carlos I había elegido el Alcázar como residencia en algunas épocas de su reinado. Fue, empero, Felipe II quien convirtió el Alcázar en el centro de su imperio "en el que nunca se ponía el sol". El rey prudente fijó la capital de sus reino en Madrid en 1561. La villa del Manzanares se convirtió en sede fija de la Corte.

A partir de Felipe II, todos los monarcas de la Casa de Austria residieron en el Alcázar de Madrid. Sus gruesos muros de granito estaban profusamente decorados con ricos tapices elaborados en Flandes. Los tapices servían, de paso, para calentar la frías estancias. La colección de pinturas y cuadros era también fabulosa así como las numerosa reliquias de santos que se custodiaban dentro. Felipe II dormía, incluso, junto a un cuerno de unicornio que debía ahuyentar a los demonios y proteger al rey.

Podemos imaginar a un Felipe V entrando en aquella fortaleza medieval oscura y tétrica iluminada con velas. Lejos quedaban para él las luminosas salas del Palacio de Versalles edificado por su abuelo y donde había pasado su infancia. El olor a incienso y a la cera de las velas que se consumían era para él incluso peor que el hedor de las calles de la capital. Encima, la Corte estaba repleta de personajes deformes, meninas y enanos cuyo fin, en épocas pasadas, había sido entretener a infantes, príncipes y reyes.

 Estas estatuas de los Reyes Católicos flanquean la entrada a la Capilla del Palacio Real

El caso es que Felipe V nunca terminó de adaptarse al viejo Alcázar de Madrid y a la austera Corte que había heredado de los Austrias. Siempre quiso volver a Francia, a la Corte de su abuelo aunque las circunstancias históricas lo impidieron. En 1701, nada más llegar a España, estalló la Guerra de Sucesión Española en Europa y en la Península. La guerra se prolongó durante casi trece años. Aunque Felipe V salió vencedor en la Península, perdió innumerables territorios en Europa y en América. Para terminar la guerra tuvo, además, que renunciar definitivamente al trono de Francia. Nunca ocuparía el trono de su abuelo.

Los años pasaron. Felipe V dio temprano muestras de una debilidad mental que se fueron agudizando progresivamente. El rey temía que le pusieran veneno en el camisón de dormir y en ocasiones, creía ser una rana. Antes de acostarse, cada noche, los músicos de la Corte le tocaban nanas para que conciliase el sueño y su segunda esposa, Isabel de Farnesio, permanecía junto a él hasta que se dormía. Felipe V siempre soñó con su Francia querida a la que no podía volver. La influencia ejercida sobre él por Isabel de Farnesio era enorme. Realmente, era ella quien controlaba la Corte ante la incapacidad del monarca.

En la Nochebuena de 1734, los monarcas se encontraban en el Palacio del Pardo, a las afueras de Madrid. En el Alcázar se desató un pavoroso incendio que lo destruyó por completo y las llamas tardaron en apagarse varios días. El castillo, la residencia oficial de los reyes de España desde tiempos de Felipe II sucumbió ante las llamas. Dicen que Felipe V e Isabel de Farnesio presenciaron horrorizados el espectáculo desde una distancia prudente. Siglos de historia fueron consumidos por el fuego en unas horas. Probablemente, el incendio comenzó al caerse una vela por accidente. En una construcción con las techumbres de madera y los muros repletos de tapices, el fuego se extendió fácilmente. Fue imparable.

Los sirvientes de la Corte se apresuraron a salvar cuanto pudieron. Lo primero en sacar del Alcázar en llamas fueron las reliquias de santos que fueron depositadas en el cercano convento de la Encarnación. Después los cuadros. "Carlos V en Mühlberg", de Tiziano, fue salvado. "Las Meninas" de Velázquez, también. Así decenas y decenas de valiosas pinturas. Algunas no lograron sacarse a tiempo, como "La expulsión de los moriscos" de Velázquez, que también colgaba de los muros del Alcázar y se perdió para siempre. A los tapices se les prestó menos atención. La mayoría fueron consumidos por el fuego.

Siempre se sospechó que Felipe V había sido el instigador del incendio. Su odio por los Austrias y la nostalgia de Versalles le habrían llevado a desencadenar el incencio que acabase con esa construcción deforme y arcaica. Nunca se sabrá. Lo cierto es que el incendio fue la oportunidad perfecta para levantar un nuevo palacio real acorde con el poder de la Monarquía Hispánica y del gusto de la nueva dinastía reinante, los Borbones. Felipe V encargó al arquitecto italiano Felipe Juvarra tamaña obra.  Juvarra se inspiró en los bocetos elaborados por Bernini para el Palacio del Louvre de París.

La muerte de Juvarra en 1736 hizo que otro arquitecto italiano, Juan Bautita Sachetti, se hiciese cargo del diseño. En 1738 se comenzó a levantar el nuevo Alcázar. Mientras tanto, los reyes residieron a caballo entre los palacios de Aranjuez, la Granja de San Ildefonso, el Escorial y el Buen Retiro. En 1746 murió Felipe V sin ver su palacio terminado. Le sucedió su hijo Fernando VI, quien mantuvo a Sachetti como arquitecto real. Tras su muerte, en 1759, el nuevo rey fue su hermano Carlos III, hasta entonces rey de Nápoles. Carlos III apartó a Sachetti en favor de su arquitecto de confianza, el también italiano Francisco Sabatini. Él fue el encargado de culminar las obras del Palacio Real de Madrid.

En 1764, Carlos III se convirtió en el primer monarca que residió en el nuevo palacio. A partir de entonces, el edificio pasó a ser otra vez el centro de España, el lugar desde el que se gobernaba el país y donde se tomaban todas las decisiones. La nueva construcción superaba en tamaño a Versalles y proporcionaba a la nueva dinastía el más grande instrumento de legitimación.

De planta rectangular, visto desde fuera el Palacio Real de Madrid tiene un aspecto simétrico y equilibrado. Hay en él algo de fortaleza, que evoca a su antecesor, el Alcázar de los Austrias. En las esquinas parecen querer levantarse cuatro torres, como las de los alcázares árabes, aunque su altura no rebasa la del resto del edificio. En el interior, la suntuosidad caracteriza las estancias principales, desde el zagúan y la escalera principal hasta el salón del trono y la biblioteca. Con casi cuatro mil quinientas habitaciones, en él llegaron a vivir más de seis mil personas entre la Familia Real, los aristócratas y nobles de palacio y los ejércitos de sirvientes, damas de compañía y cocineros.

Felipe V no vio finalizado su Versalles particular, el Versalles español, pero sus sucesores dispusieron en el Palacio Real de una espléndida residencia destinada a legitimar a la nueva Casa de Borbón y exhibir ante los embajadores extranjeros la grandeza de la Monarquía Hispánica. No hay nada en el palacio dejado al azar. Todo tiene su función propagandística. Todo demuestra poder y riqueza. Cuando, en 1810, en medio de la Guerra de Independencia, el rey José I Bonaparte recibió a su hermano Napoleón en Madrid, lo hizo en las escaleras principales, junto al zaguán. Napoleón descendió del carruaje, saludó a su hermano y miró hacia arriba contemplanto las bóvedas del palacio. "Hermano, estás mejor alojado que yo" exclamó mientras quedaba impresionado por la fabulosa decoración y el lujo.

El incendio de 1734 borró gran parte del legado de los Austrias y dejó paso a la nueva dinastía. Sin embargo, las llamas no lo destruyeron todo. Las campanas de la fachada principal que suenan cada hora son las de la fortaleza de los Austrias. Los leones que parecen proteger los tronos reales en el Salón del Trono fueron traidos a España por Velázquez y también sobrevivieron a las llamas, igual que las estatuas en bronce que los flanquean y que representan la virtudes de los buenos soberanos. Parece que el espíritu del viajo Alcázar sigue presente en el Palacio.

 1) Cuadro "La Familia de Juan Carlos I" de Antonio López (2014); 2) Guión de Felipe VI; 3) Bóveda de las escaleras principales del Palacio con los frescos "Triunfo de la religión y de la Iglesia" de Giaquinto; 4) Botellas del vino y el cava servido en la Boda de Felipe VI y Letizia (mayo de 2004).

viernes, 23 de agosto de 2019

1755 Y EL RESURGIR DE LISBOA



 La iglesia do Carmo fue destruida parcialmente por el terremoto y así puede verse hoy.

1 de noviembre de 1755. Aquel día amaneció como cualquier otro en Lisboa con el frío propio del otoño. Era festivo, Día de Difuntos, y los lisboetas, igual que el resto de Portugal, acudieron a las iglesias con velas encendidas a rezar a sus muertos. No sabían que muchos se encontrarían con ellos antes del mediodia. A unos trescientos kilómetros al suroeste de Lisboa, el Océano Atlántico, el mismo que había brindado a Portugal las mayores gestas de su historia, estaba a punto de rugir con fuerza.

Un terremoto de unos nueve grados en la moderna Escala de Richter hizo temblar el fondo del océano y la Península Ibérica durante varios minutos. Eran poco más de las nueve de la mañana y las calles de Lisboa estaban atestadas. También los templos, repletos de fieles en la oración de Difuntos. Nadie esperaba un castigo del océano como el que se produjo ese día. Nadie podía imaginar un golpe de la naturaleza como aquel. Desorientados, mientras la tierra temblaba imparable, miles de lisboetas corrieron a todos lados sin salvación posible. Los edificios se derrumbaban uno tras otro sin remedio. Las iglesias caían con los fieles dentro. Muchos murieron sepultados en aquellos instantes.

Los supervivientes de la primera embestida de la naturaleza marcharon a los muelles de la ciudad, junto al estuario del Tajo. Allí, en un espacio abierto, esperaban estar seguros, ilusos ellos. Las aguas del Tajo comenzaron a retirarse poco después dejando a la vista los restos de barco hundidos y cargas arrojadas al lecho del río. Pensaban que eran un milagro tras la catástrofe, nadie podía intuir el segundo castigo: un tsunami con olas de hasta siete metros llegó a la costa arrasando todo a su paso. Los pocos edificios que quedaban en pie fueron barridos y los muertos se contaron por miles. Nadie podía escapar a la furia del mar.

 La iglesia de Santo Domingo, donde comenzó la persecución de los judíos en 1506 fue destruida por el terremoto y reconstruida después. En los años 50 del siglo XX volvió a sufrir un nuevo incendio.

En las zonas altas, donde las olas no llegaron, el fuego hizo su trabajo. Las velas encendidas por los lisboetas para rendir homenaje a los muertos desataron pavorosos incendios en los edificios derruídos por el terremoto. Fue el tercer castigo. Pocas construcciones de la milenaria Lisboa quedaron en pie: el monasterio de los Jerónimos y la catedral románica. El resto fue destruido: el Castillo de San Jorge, la fortaleza medieval que había sido residencia real durante siglos; la iglesia de Santo Domingo, donde había comenzado el pogromo de 1506; la iglesia del Convento do Carmo; el Palacio Real, junto al Tajo, residencia oficial de los reyes de Portugal que atesoraba fabulosos tesoros; y el Barrio Bajo de Lisboa, la Baixa, el centro de la ciudad. ¡Todo destruido! ¡Todo arrasado! Lisboa se convirtió en un gran vacío.

El rey José I, que se encontraba fuera de la capital, y su primer ministro el Marqués de Pombal, acudieron de inmediato. La imagen era terrible. Los muertos se contaban por miles. El centro de Lisboa había sido arrasado. Las calles estaban llenas de escombros y cadáveres. El hedor era insoportable.  Bajo el humo de los incendios se encontraba el infierno.

No había esperanza para los supervivientes. Los desgraciados que habían sobrevivido al seísmo, al tsunami y al fuego salían del lugar huyendo quizá del siguiente castigo divino. ¿Cuál sería? ¿Por qué Dios había castigado así a los devotos portugueses?  Sólo la Alfama, el barrio de moral relajada, repleto de prostíbulos, se había salvado de la destrucción. Dios había destruido los templos de la ciudad matando a miles de fieles pero había salvado los burdeles, las tabernas y las casas de juego. ¿Por qué?

Dicen que la primera orden del Marqués de Pombal fue prohibir la marcha de los hombres jóvenes de la ciudad. No podían huir. Eran necesarios en la reconstrucción. Había que volver a levantar Lisboa. Había que hacerlo, además, de una forma moderna, siguiendo los patrones de la Ilustración y el racionalismo. Previniendo el siguiente terremoto. Lisboa sería la primera ciudad construida antiseímos.

El rey José I, aterrorizazo por las imágenes que sus ojos habían visto y con temor a que la tierra volviese a temblar bajo sus pies, no volvió a residir nunca más bajo una construcción sólida. Su palacio fueron enormes tiendas de tela que se trasladaban a donde el monarca iba. Tras su muerte, en 1777, su hija la reina María I se encargaría de dirigir las tareas de reconstrucción que llevaron décadas, siglos.

 Arriba: vistas de la Baixa y el Castillo de San Jorge al fondo desde el mirador de Santa Justa; Abajo: representación de la Baixa Pombalina hoy.

La Baixa, el barrio central, fue reconstruido siguiendo las ideas de Pombal, una planta ortogonal que después serviría como modelo en las remodelaciones de ciudades como París o Barcelona, ya en el siglo XIX. Un trazado regular, de manzanas rectangulares y calles rectas. En el espacio central, junto al Tajo, que en su día ocupó el Palacio Real, por completo destruido, fue edificada una enorme plaza, la Plaza del Comercio, cerrada por tres lados pero abierta por uno, el del Tajo. Lisboa no podía dejar de abrazar al mar y al río que tanto habían dado a la ciudad pero que también le habían arrebatado todo. El Castillo de San Jorge tuvo que esperar. No fue reconstruido hasta entrado el siglo XIX y su finalización se produjo ya en el XX. Unos minutos en 1755 sirvieron para destruir el legado de siglos y siglos tardaron los portugueses en reconstruir por completo su ciudad.

Pero alguien dijo una vez que Lisboa era como el ave fénix. Con miles de años de Historia, había sabido resurgir una y otra vez de sus cenizas, reinventarse y recuperar el esplendor perdido. Bajo las órdenes del Marqués de Pombal, el gran ministro ilustrado del siglo XVIII portugués, la ciudad volvió a nacer, volvió a ser construida. Sólo quedó la Iglesia do Carmo en ruinas aunque hubo intentos por reconstruirla también. Cien años después del terremoto muchos pensaron que conservar sus ruinas sería el gran recuerdo para la posteridad, el gran homenaje a la Lisboa arrasada. Así está hoy. Así puede visitarse. Los nervios de la bóveda derrumbada parecen sostener ahora el firmamento, las estrellas.

A finales del siglo XIX finalizó también la construcción de la Plaza del Comercio. Se erigió en 1873 un majestuoso arco triunfal para comunicar el Tajo con la Baixa pombalina, la plaza con la Rua Augusta. La soberbia puerta resume de forma espléndida la historia del país, desde el medievo hasta el siglo XVIII. Acogía a los viajeros y a los embajadores extranjeros que desembarcaban en el puerto fluvial y accedían a la urbe cosmopolita que los recibía. La Plaza del Comercio se convertía en algo así como unos grandes brazos abiertos al río, al océano.

 Vistas de la Plaza del Comercio

El arco está sostenido por cuatro enormes pilares con columnas compuestas adosadas. Sobre ellos, un gran timpano muestra un reloj desde la Rua Augusta. Desde la plaza se puede leer la inscripción: VIRTVTIBVS MAIORVM VT SIT OMNIBVS DOCVMENTO (Que las virtudes de los más grandes sean una enseñanza para todos). ¿Quiénes son los más grandes? Cuatro personajes de la Historia del Portugal: Viriato, el pastor lusitano que dedicó su vida a hostigar a los romanos; Nuño Álvarez Pereira, condestable de los ejércitos de Juan I en la Batalla de Aljubarrota; Vasco de Gama, el marino que llegó por primera vez a la India en 1498; y el Marqués de Pombal, el gran ministro ilustrado de José I, artífice de la reconstrucción de la ciudad. Todos flanquean un gran escudo nacional.

Sobre ellos tres alegorías rematan el ático del arco. Tres virtudes que han proporcionado las grandes hazañas a los portugueses. La Gloria corona a la Astucia y la Valentía. Pero las alegorías no acaban ahí. A ambos lados del arco se sitúan dos esculturas varoniles, recostadas, que parecen observar la plaza y vigilan a los viandantes. Son el Duero y el Tajo, los dos grandes ríos que dan vida a Portugal. El Duero es el origen del país, donde surgió el Condado Portucalense en el siglo XII. El Tajo es la gran puerta de entrada a Portugal, la segunda mitad de Lisboa.

La reestructuración del gran espacio arrasado por el tsunami y convertido en plaza culminó con la colocación en su centro de una estatua ecuestre de José I. El rey que vio los desastres provocados por las fuerzas naturales. El rey horrorizado por el poder destructivo de las aguas que se negó a vivir más bajo un techo que pudiese derrumbarse se erige ahí, victorioso, casi prepotente, frente al Tajo, como símbolo de la Lisboa que resurgió tras la destrucción del 1 de noviembre de 1755. 


 Estudio de la Puerta triunfal o Arco de la Plaza del Comercio