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lunes, 21 de noviembre de 2022

METAMORFOSIS


Diocleciano descendiendo del carruaje.

Después de dos largos años de intensa lucha en los confines del mundo romano, Diocleciano logró restaurar el poder imperial, pero en ese tiempo no prestó atención, ni un solo minuto, a los cristianos. Cuando, en el 287, estableció su residencia definitiva en Nicomedia, el emperador pudo contemplar una basílica cristiana construida en la colina opuesta a su palacio. Soplaban vientos de cambio en el imperio.

Para muchos historiadores, la decadencia de Roma comenzó en el siglo III, después del año de los cinco emperadores (193 d.C.). Para algunos, Roma nunca se recuperó de aquella crisis. A pesar de los intentos del algunos emperadores, como Diocleciano, por recuperar el orden, su poder se fue debilitando en un proceso agónico que culminó en el 476 cuando el último emperador, Rómulo Augústulo, fue depuesto por el godo Odoacro. La estructura política de Roma desapareció para siempre en el Mediterráneo occidental, no así en el oriental, donde el Imperio bizantino sobrevivió otros mil años.

Cierto es que podemos considerar el siglo III como un siglo de crisis en el que Roma hubo de enfrentarse a fabulosos retos que la sometieron a una terrible presión. A las guerras constantes contra las tribus bárbaras en el limes se sumaron las luchas entre distintas facciones políticas en el seno del imperio. Y a todo ello, la emergencia de una nueva religión: el cristianismo. No obstante, algunos de estos retos no eran nuevos. Los romanos estaban acostumbrados a enfrentase a los bárbaros del norte, los primitivos pueblos que vivían allende el Rin y el Danubio, desde hacía siglos. 

La inestabilidad política se agudizó en ese periodo. En apenas medio siglo se sucedieron 25 emperadores y la mayoría desaparecieron en situaciones violentas. Cualquier romano del año 200 añoraba la época de Marco Aurelio (169 - 180), el último gran emperador. Habían pasado los tiempos de los buenos gobernantes, de la pax romana y de la prosperidad económica. Lo que se abría ante sus ojos era una incógnita, algo nuevo.

Para nosotros, una crisis es algo negativo, un momento de dificultades. Pero una crisis es también un periodo de cambio, de transformación. Sin duda, debemos entender el siglo III como una metamorfosis en el viejo imperio. La Roma que salió de aquella mutación fue muy distinta a la que el emperador Augusto concibió en los albores del siglo I, pero no por ello podemos considerarla peor.

Antes del siglo III, el Imperio romano era la unión de remotos territorios que tenían poco en común. Era un imperio de ciudades, donde la civilización no alcanzaba a las comunidades rurales. Tan solo las provincias ribereñas del Mediterráneo podían considerarse plenamente integradas en la estructura política y económica romana. En contra de la creencia común, el latín aún no se había extendido más allá de algunas ciudades y pervivían tradiciones prerromanas por doquier. Algunos historiadores, como Peter Brown, consideran que fue a partir del siglo III cuando la lengua latina se extendió por completo en el imperio, gracias a una nueva élite social que emergió de la crisis y a la expansión de la nueva religión cristiana.

Las turbulencias hicieron emerger una nueva élite social y política alejada de la tradicional aristocracia romana. Ahora eran los guerreros, aquellos que habían labrado su destino en la guerra, en las dificultades, quienes emergieron como la nueva clase dirigente. El propio Diocleciano procedía de una familia muy humilde (su padre era un liberto) y se hizo con el poder gracias al apoyo de sus tropas en la frontera norte. Cualquier romano de los siglos I y II se hubiese llevado las manos a la cabeza ante un hecho semejante.

Esa nueva élite vivía en todo el imperio, no sólo en Roma. Roma ya no era la capital sagrada de los siglos pasados. Muchos senadores sólo habían visitado Roma una vez en su vida y muchos generales que dirigieron el imperio desde los campos de batalla del Rin y del Danubio no la pisaron nunca. Pero, por contra, el imperio del siglo IV era más compacto y uniforme que el del siglo I y el sentimiento de romanidad también se ha extendido, igual que la lengua latina.

El imperio, además, basculaba ya irremediablemente hacia el este, hacia las regiones más desarrolladas y dinámicas el Mediterráneo oriental. La influencia de las provincias del este, de cultura helénica y donde no se hablaba latín sino griego, era enorme. El oeste era más primitivo y arcaico. Constantinopla se erigiría pronto como la "nueva Roma", y otras ciudades, sobrepobladas y abigarradas, recuperaron el esplendor de épocas pasadas: Atenas, Alejandría, Antioquía, etc.

Y a todo ello se sumó la expansión del cristianismo. Los siglos III y IV asistieron al triunfo definitivo de la nueva religión sobre el paganismo tradicional. Durante largos decenios convivieron los grupos paganos con los grupos cristianos, más vigorosos. La revitalización de la cultura clásica griega y latina se cubrió, poco a poco, con el barniz de la nueva religión. Al principio, los revolucionarios monoteístas fueron perseguidos; luego fueron tolerados. Cuando, hacía el 312, Constantino I se convirtió al cristianismo, el triunfo de la nueva fe fue definitivo. Los romanos de las clases medias y altas se identificaron con la nueva religión que brindaba certezas en un mundo cada vez más incierto.

Este renovado imperio prolongó su existencia durante más de cien años en el Mediterráneo occidental y sobrevivió en oriente, en torno a Constantinopla, durante otro milenio. El Imperio oriental resistió las incursiones de los migrantes germánicos mientras el oeste, más dividido social y políticamente, sucumbió en el 476. Pero todo ello fue ya en el siglo V, doscientos años después de que Diocleciano contemplara la basílica cristiana frente a su palacio en Nicomedia.

En el siglo III, las circunstancias históricas provocaron la metamorfosis del Imperio romano. El resultado de esta transformación fue un imperio renovado que alumbraría rápido las dinámicas que caracterizarían la Edad Media en Europa. Surgió una élite guerrera y localista que sustituyó a la vieja aristocracia romana; la expansión del latín y el cristianismo homogeneizaron la sociedad del imperio; y los cambios políticos permitieron que el Estado sobreviviera en el Mediterráneo oriental hasta la caía de Constantinopla en poder de los turcos en la lejana fecha de 1453. En otras palabras, durante la crisis del siglo III, Roma no hizo otra cosa que adaptarse a los nuevos tiempos.


Una mujer toca los restos del Coloso de Constantino (Roma).



"O tempora, o mores"

(¡Qué tiempos, qué costumbres!)

M. T. Cicerón (s. I a.C.).