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jueves, 31 de octubre de 2019

LOS FENICIOS DE GADIR




Varias naves fenicias cruzan la frontera invisible que separa las aguas del Mar Mediterráneo y las del Océano Atlántico. Estamos en algún momento de finales del siglo IX a.C. aunque es imposible concretar el año. La expedición fenicia ha partido del puerto de Tiro, en el Levante sirio-palestino, y tras una breve parada en Cartago ha emprendido una ruta hacia lo desconocido. Bueno, en realidad, no es del todo desconocido porque otras naves fenicias han surcado esas aguas con anterioridad. Las bravas aguas del Atlántico no son ajenas a los comerciantes de la púrpura.

Los fenicios se proponen encontrar el emplazamiento idóneo para fundar una nueva ciudad. Allí, donde acaba la tierra conocida, entre el mar y el océano, en la otra parte del mundo. Otras expediciones con el mismo propósito no lo han logrado. No han hallado un sitio adecuado. Tras cruzar el estrecho donde los griegos sitúan las columnas que separó Heracles en el fin del mundo, y que nosotros hoy llamamos Gibraltar, las naves fenicias recorren la costa sur de la Península Ibérica. Están deseosos de encontrar un lugar para fundar su ciudad.

Finalmente, llegan a un  islote situado frente a una pequeña bahía que forma la costa sur de "Ispanya", como los fenicios llaman a la Penínula Ibérica. La "Tierra de conejos", nada más y nada menos, pues en expediciones anteriores, les ha llamado la atención la enorme cantidad de estos mamíferos que habitan en aquellas tierras. El islote, que puede defenderse con facilidad, se encuentra, además, cerca del Lago Ligustino, la gran desembocadura del río Baetis, una excelente vía de comunicación para acceder al interior del continente y las tierras de alrededor, con vastos humedales y marismas, son bien aptas para el cultivo.

Las gentes indígenas que habitan el lugar son al parecer amigables y predispuestas al comercio. Cultivan las tierras de la zona y explotan las minas de oro, plata y cobre cercanas. En la actualidad esa área minera es conocida como Riotinto. Son precisamente esos metales el gran motivo que ha llevado a los fenicios hasta esta tierra. De hecho, la fama de aquellos lugares donde es abundante el metal es bien conocida en todo el mundo antiguo. Y es que, hay quien dice que "Ispanya" significa precisamente "Tierra donde se forja el metal" y no el lugar de conejos que otros suponen.

No hay más que buscar. La decisión está tomada. En aquel lugar fundarán los fenicios su nueva colonia, la más occidental de todas, el núcleo que está llamado a dominar el oeste del Mediterráneo y el Atlántico. Aunque la isla frente a la bahía es el lúgar más idóneo, el que mejor puede defenderse, los fenicios de nuestra expedición y de las que les siguieron, prefieren asentarse en el interior, en una pequeña meseta elevada sobre el nivel del mar y próxima a poblados indígenas. Abunda el agua, la madera y la piedra para la construcción de la ciudad y las llanuras costeras permiten un óptimo aprovechamiento agrícola. A este lugar lo llamamos ahora el Castillo de Doña Blanca.

La pequeña meseta se amuralla y en su interior se levantan numerosas viviendas. Mientras, las gentes indígenas de la zona, comienzan a acercarse al lugar para descubrir las intenciones de aquellos extraños. Pronto los fenicios les hacen saber que sus propósitos son pacíficos, que no vienen a guerrear sino a comerciar y que desean establecer acuerdos con ellos. A cambio de metales les darán baratijas, monedas, joyas y especias.

Son estos fenicios los que introducirán en la Península nuevos cultivos, como la vid y el olivo, que se adaptarán perfectamente a las condiciones climáticas de la zona, por otro lado no muy distintas de las del otro lado del Mediterráneo. También dejarán a aquellas gentes el alfabeto y el pergamino sacándolas, así, de la Prehistoria e introduciéndolas, sin saberlo, en una etapa bien distinta de nuestro pasado, la Historia.
 
Aunque en el interior se construye el primer asentamiento fenicio en "Ispanya", la sobrepoblación llevará a muchos a trasladarse a la costa, a la islita pequeña frente a la bahía. Además, los indígenas se manifiestan a veces hostiles a los recién llegados aunque la mayor parte del tiempo se mezclan amigablemente. Tanto es así que hoy se ha descubierto una necrópolis con tumbas fenicias y otras indígenas juntas. Fueron tan estrechas las relaciones entre fenicios e indígenas que no les importó incluso compartir el lugar donde descansar eternamente.

La islita se fortifica igualmente y se urbaniza rápido. A ella llegan las naves fenicias que han atravesado el Mediterráneo y de ella parten las que buscan nuevas rutas hacia el norte y hacia el sur. La ruta del estaño esta cerca y los fenicios no dejarán de explorarla. A aquellos asentamientos fenicios en el sur de "Ispanya" se les acabará conociendo con un solo nombre, Gadir, que significa en fenicio "lugar amurallado".

A varios kilómetros de los lugares habitados, los fenicios levantan también un pequeño santuario dedicado a Melqart, la divinidad protectora de los tirios y a partir de entonces, también de los habitantes de Gadir. Esta situado en el extremo de la isla, hoy inundado, probablemente en el islote de Sancti Petri. El santuario de Melqart se convertirá en un lugar sagrado para los fenicios de Gadir y también para los cartagineses que ocuparán la ciudad ya en el siglo V a.C. Cuenta la tradición que fue precisamente ahí donde el general Aníbal pronunció el juramento de odio eterno a Roma antes del ataque cartaginés a Sagunto que desencadenaría la Segunda Guerra Púnica (218 a.C.). El santuario fue posteriormente dedicado a Heracles o Hércules.

Poco a poco, Doña Blanca perderá su función central en la colonia fenicia y el Gadir isleño experimentará un enorme desarrollo urbano. En los siglos posteriores, se convirtiría en la gran capital fenicia del Mediterráneo Occidental, rivalizando con Cartago y controlando el estrecho de Gibraltar. Los fenicios de Gadir fundarían otras colonias más el este, siguiendo la costa penínsular: Malaka, Sexi, Abdera, Baria. También explorarían la costa occidental, lo que hoy es el Algarve portugués, llegando hasta el Hieron Akroterión o Promontorio Sagrado, es decir, el cabo de San Vicente. Buscarían nada menos que las legendarias Islas Casitérides, en el norte de Europa, donde decían que abundaba el estaño. Incluso hay quien dice que llegarían a navegar la costa oeste de África hasta el Golfo de Guinea, aunque no se sabe cuánto de Historia y cuanto de leyenda hay en estas suposiciones.

Pero, detrás de esta historia de aventuras que emprendió el pueblo fenicio hace casi tres mil años está su gran legado. Las gentes indígenas que habitaban el sureste de "Ispanya" experimentaron tal desarrollo económico, social y cultural que serían conocidos con nombre propio: Tartessos. Muchos dijeron que fue la primera España, el primer reino de Occidente, pero ¿qué hay de verdad en todo eso? Hablaremos de ello en otra ocasión.

jueves, 17 de octubre de 2019

HISTORIAS DE UNA (DES)CONEXIÓN

Arriba: Barcelona en el verano de 1909 durante la Semana Trágica. Abajo: Barcelona en octubre de 2019, durante las protestas contra la sentencia judicial del "procés"



El que pretenda encontrar aquí un exhaustivo análisis de las complicadas relaciones entre Cataluña y el resto del país se equivoca de lugar. Igual que aquel que busque respuestas a la situación que ahora vivimos. Simplemente pretendo enumerar unos hechos históricos dispares que se han dado a lo largo de los últimos 600 años (ahí es nada) pero resultan verdaderamente curiosos por sus paralelismos.

La vinculación de los territorios y las gentes que hoy habitan Cataluña con el resto de tierras del solar ibérico viene de antiguo. De hecho, el Condado de Barcelona se unió al Reino de Aragón allá por el siglo XII (puedes leer la historia de cómo sucedió aquí). Y los destinos de la Corona de Aragón se unirían para siempre a los de Castilla en el siglo XV con la unión de Isabel y Fernando (puedes leer sobre ello aquí). 

El caso es que hasta el siglo XIV, Cataluña (y sobre todo Barcelona) fueron el músculo político y económico de la Corona de Aragón pero a raíz de la llegada de la Peste Negra a la Península (en 1348 más o menos) la cosa cambió. Las pérdidas demográficas de Cataluña fueron terribles y durante siglos no recuperó la preponderancia económica de la que había disfrutado. Entonces el motor económico de la Corona de Aragón pasó a Valencia.

La oligarquía barcelonesa siempre había sido muy celosa de su autonomía frente al poder del rey-conde. De hecho, en Cataluña siempre predominó el pactismo entre las Cortes y el soberano; y las leyes tradicionales y los fueros eran intocables. La Generalidad o Diputación Permanente de las Cortes se encargaba de velar por el respeto a los fueros. 

En tiempos de vacas flacas, en la segunda mitad del siglo XV, confluyeron varios factores: rivalidades entre distintas facciones de la oligarquía barcelonesa por el control de las instituciones (la Busca y la Biga), la mala situación de los campesinos remensas y la muerte de Carlos de Viana, heredero al trono y enfrentado con su padre, el autoritario Juan II de Aragón (que encima era un Trastámara de padre castellano). Ahí es cuando se produjo el primer lío. 

Cuando Juan II trató de reforzar su poder en Cataluña, la oligarquía barcelonesa se levantó en armas. Entre 1462 y 1472 Cataluña se vio desgarrada por una guerra civil entre el monarca y las instituciones del Principado. La reacción de la Generalidad fue ofrecer la corona a otros monarcas extranjeros: Enrique de Castilla (al que llamaban el Impotente) primero; a Pedro V de Portugal, después; y a Renato de Anjou, en tercer lugar. 

Todos estos reyes fueron invitados amablemente por los catalanes a asumir el trono de Conde de Barcelona. Claro está, se ofrecieron rápidamente pero, viendo el percal, pronto renunciaron. La Monarquía de Juan II salió victoriosa y se impuso en las Capitulaciones de Pedralbes (1472). El berrinche salió caro a la ciudad de Barcelona que quedó arruinada.

Los conflictos en Cataluña no cesaron durante el reinado del hijo de Juan II de Aragón, el mismísimo Fernando el Católico. El problema social de los payeses de remensa,  que vivían en condiciones miserables, se solucionó con la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) que no contentó a nadie. Pero la fama de rebeldes que tenían los catalanes debía ser cierta como demuestra la reacción de la reina Isabel ante el atentado contra Fernando el Católico en Barcelona en 1492. 

El autor resultó ser un loco pero Isabel de Castilla, viendo cómo se las habían gastado los catalanes con su suegro Juan II, mandó a las galeras castellanas acercase al puerto de Barcelona para embarcar en ellas al príncipe y las infantas si estallaban tumultos en la ciudad condal. La cosa quedó en nada y el autor del atentado acabó descuartizado por la multitud.

El siguiente episodio de rebeldía resultó ser más serio. Nos encontramos ya en el siglo XVII. La Monarquía Hispánica seguía dominando el mundo pero ya daba muestras de flaqueza. Al Valido de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, se le ocurrió una idea brillante: como Castilla estaba siendo desangrada por los impuestos ¿qué tal si el resto de reinos de la monarquía contribuía con dineros y hombres a mantener el Imperio? Al proyecto se le llamó la Unión de Armas.

Os podéis imaginar la respuesta de los reinos de la Corona de Aragón: se negaron en rotundo. Finalmente Aragón y Valencia aún contribuyeron con algo de dinero no así el Condado de Barcelona. La Generalidad se cerró en banda. "La pela es la pela..." Total que la cosa se complicó cuando la Guerra de los Treinta Años (1618 - 1648) empezó a afectar a Cataluña.

Francia había declarado la guerra a la Monarquía Hispánica y los ejércitos franceses penetraron en el Rosellón y la Cerdaña. Corría 1640. Olivares, que no era tonto, vio una oportunidad de oro: como la guerra afectaba a Cataluña era lógico que los catalanes contribuyesen al mantenimiento del ejército de la monarquía aunque sólo fuera para proteger su territorio. Pues no. Se negaron. Bien, pues entonces, sería bueno que dejasen a los tercios entrar en su territorio y que los acogiesen para hacer frente a los invasores. Pues tampoco.

Los catalanes se negaron a contribuir con dinero a los tercios, a aportar hombres e incluso a acoger a los soldados en sus casas. Dio igual porque los tercios castellanos entraron en Cataluña. Entonces estalló una revuelta conocida como el Corpus de Sangre (1640 - 1652) porque comenzó el día del Corpus de 1640. Los segadores, armados hasta los dientes, entraron en Barcelona y asesinaron al Virrey Santa Coloma. Estalló la sublevación ¿contra el invasor francés? ¡No! ¡Contra el invasor castellano!

No se les ocurrió otra cosa  a los señores de la Generalidad que ofrecer el Ducado de Barcelona al rey Luis de Francia (¿de qué me suena esto?). Este lo aceptó rápidamente obviamente pero cuando se dieron cuenta en Cataluña de que el rey francés iba a suprimir las instituciones catalanes y las leyes tradicionales se arrepintieron y dieron marcha atrás. ¡Qué ilusos! Total que la Guerra de los Segadores acabó en 1652 con la entrada de los tercios castellanos en Barcelona. No se suprimieron ni instituciones ni fueros. La broma volvió a salir cara a los catalanes pues se perdió el Rosellón y la Cerdaña, que pasaron a Francia (lo que es hoy la "Cataluña Norte").

En 1687 y 1697 volvieron a estallar insurrecciones, llamadas Revuelta de las Barretinas. ¿Pero estos no se cansan nunca? Ojo, que estos motines, más que políticos, fueron motines de subsistencia...

El pifostio gordo de verdad se montó cuando murió Carlos II en 1700. El nuevo rey de España era Felipe V de Borbón. Los Borbones tradicionalmente habían sido centralistas y absolutistas, es decir, todo lo contrario al pactismo entre las Cortes y el monarca que imperaba en la Corona de Aragón y, sobre todo, en Cataluña desde la Edad Media. Esto motivó que la Corona Aragonesa apoyase en masa al candidato austracista, el archiduque Carlos de Austria. Sí, estáis leyendo bien: si en el siglo XVII, los catalanes habían ofrecido el trono de Barcelona a los Borbones frente a los Austrias; ahora, cincuenta años después, se lo ofrecían a los Austrias frente a los Borbones...

El resultado final todo el mundo lo conoce: la Guerra de Sucesión se prolongó hasta 1713 cuando se firmó el Tratado de Utrecht por el que todas las potencias europeas reconocían a Felipe V como rey de España. Los catalanes no. Los catalanes prefirieron continuar resistiendo. Al final, como no podía ser de otra forma, Barcelona cayó el 11 de septiembre de 1714. Los ejércitos españoles mandados por Berwick entraron en la ciudad condal pero no la saquearon. La historia de ese día pueden leerla aquí. Eso sí, la rebeldía le costó a Cataluña la pérdida de sus instituciones y sus leyes tradicionales.

La Nueva Planta de Felipe V implantó las instituciones y usos castellanos en toda la Corona de Aragón. La Generalidad y las Cortes Catalanas fueron suprimidas, igual que las Cortes de Aragón, las de Valencia y las de Mallorca. A partir de entonces estos reinos enviaron sus representantes a las Cortes Castellanas que se convirtieron así en Cortes Españolas.

Durante más de cien años los catalanes se mantuvieron tranquilitos. Raro en ellos, la verdad. Durante la Guerra de Independencia (1808 - 1814) lucharon codo con codo con sus compatriotas de otros lugares de España. Pero a partir de 1833, Cataluña fue uno de los focos del carlismo, es decir, de los partidarios de Carlos María Isidro, defensor del absolutismo frente a Isabel II y los liberales. "Dios, Patria y Fueros" gritaban los carlistas, ya se sabe.

En 1840, la burguesía textil catalana se sublevó contra el Gobierno de Espartero. ¿La razón? Al bueno de Espartero no se le ocurrió otra cosa que reducir los aranceles a los productos textiles ingleses. Esto perjudicaba a la industria catalana que, como es natural, protestó enérgicamente. Espartero ordenó bombardear de forma indiscriminada Barcelona desde el castillo de Montjuic. El regente tuvo que dimitir después de semejante locura...

En la segunda mitad del siglo XIX surgió el nacionalismo catalán que reivindicaba el reconocimiento de la diferencia catalana. Algunos comenzaron a apostar por la vía federalistas, como Pi i Margall, que llegó a ser presidente de la Primera República Española (1873 - 1874). Por cierto, la Primera República fue un completo fracaso que duró menos de un año. Cambiamos ya de siglo, nos vamos al XX.

Nada más inaugurar el siglo se armó otra verbena en Barcelona aunque, bien es cierto que aquí poco o nada tuvo que ver el nacionalismo. A finales de julio de 1909, cuando reservistas catalanes se disponían a embarcar rumbo al protectorado español en Marruecos, sus mujeres se amotinaron en el puerto de la ciudad condal y lo impidieron. Todo ello se reogó con una huelga convocada por los sindicatos y buenas dosis de anticlericalismo. Barcelona se llenó de barricadas y los disturbios duraron una semana. Con acierto, los historiadores llaman a este episodio la Semana Trágica, que causó setenta y ocho muertos y tumbó el gobierno central de Maura.
 
Unos años después, el mismo día que se proclamó la Segunda República, el 14 de abril de 1931, Francesc Maciá, uno de los padres del nacionalismo catalán, se apresuró a proclamar la República Catalana dentro de una Federación Ibérica que no existía porque la Segunda Republica no seria federal, como la primera. Fue una salida de tono que forzó al Gobierno Provisional de la República a negociar el autogobierno para la región. Con el Estatuto de Autonomía de Nuria, aprobado en 1932, se creó una Generalidad que poco o nada tenía que ver con la institución medieval eliminada tras 1714, pero que contentó a los nacionalistas catalanes que añoraban una presunta libertad medieval que no existió.  

Las salidas de tono catalanas durante la Segunda República no quedaron ahí. En 1934, la Generalidad aprobó la Ley de Contratos de Cultivo que permitía a los campesinos rabassaires permanecer en sus tierras por más tiempo del que les correspondía previa indemnización a los terratenientes. El gobierno de la República recurrió la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales (el Tribunal Constitucional actual) y la ley quedó suprimida. Pues resulta que el presidente de la Generalidad, Lluis Companys, salió al balcón del palacio el 6 de octubre de 1934 y proclamó nada menos que el Estado Catalán dentro de la República federal española, que no existía. En las calles se armaron tumultos.

El gobierno republicano de Madrid, que era de derechas, todo sea dicho, suprimió el Estatuto de Autonomía y arrestó al gobierno de la Generalidad. Lluis Companys y sus secuaces (todos de ERC) fueron arrestados el 7 de octubre. Poco después las calles quedaron vacías. Hubo que esperar hasta 1936 para que se restableciera la autonomía de Cataluña. Durante la Guerra Civil (1936 - 1939), cierto es, la Generalidad se mantuvo fiel a la legalidad republicana lo que acabó costando la vida a Lluis Companys, fusilado en la Castillo de Montjuic en 1940.

Claro está, durante el Franquismo, Cataluña,  igual que el resto del país,  se mantuvo calladita pues no estaba el horno para bollos. "Cataluña dice sí a Franco" rezaba un cartel en Barcelona con motivo de una visita del Caudillo a la Ciudad Condal. 

Cuando volvió la democracia volvieron las reivindicaciones nacionalistas en las regiones periféricas. En Cataluña, como en otras partes, se manifestaron pidiendo "Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía". El presidente Suárez negoció la vuelta de la Generalidad en el exilio a España. Josep Tarradellas llegó en 1977 y se apresuró a gritar desde el palacio de la Generalidad: "Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí". Ahí es nada. Poco despues se aprobó un Estatuto de Autonomia. Curiosamente, durante la Transición a la democracia y durante muchos años después, los nacionalistas catalanes se mantuvieron leales al proyecto político español y lo apoyaron. Muchos creyeron que el "seny", el sentido común, se imponía, pero claro, ya conocemos la tradición catalana...

Cuando en 2006 se aprobó un nuevo Estatuto de Autonomía en el que se reconocía a Cataluña como nación, muchos se opusieron. El Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos del Estatuto en 2010 y los catalanes volvieron a montar un pifostio, fieles a su tradición.  Manifestaciones masivas pidiendo independencia y salidas de tono del presidente de la Generalidad y del Parlamento de Cataluña se han sucedido desde entonces. "España nos roba" decía un cartel del partido nacionalista CiU.

El referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017 es la última rebelión catalana. La podríamos llamar la "Crisis del Piolín", por los adornos de uno de los barcos donde se hospedaron las fuerzas de seguridad enviadas a Cataluña. Las fuerzas de seguridad impidieron la celebración del referéndum y el gobierno de Puigdemont se envalentonó y proclamó la independencia de Cataluña para suspenderla doce segundos después. Así las cosas, el gobierno central de Mariano Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución de 1978 y suspendió la autonomía de Cataluña.

Mientras tanto, la justicia actuó por su cuenta y encarceló a todos los miembros del gobierno catalán. Bueno, a todos no porque Puigdemont y unos cuantos consejeros huyeron del país. Dos años después, en 2019, el Tribunal Supremo condenó por sedición a los encarcelados, que pasarán unos cuantos años en prisión. Claro está, la sentencia volvió a prender la mecha, siempre corta, del polvorín catalán y se iniciaron disturbios por toda la región, en especial en Barcelona. ¿Cómo terminará esto? ¡Quién sabe! Atendiendo a las historias de una (des)conexión que lleva siglos, probablemente los catalanes pierdan más de lo que ganen...






"Los catalanes deberían ver el mundo más allá de Cataluña"
Olivares, en una misiva al virrey Santa Coloma (febrero de 1640)






*La primera versión de este artículo se publicó el 29 de septiembre de 2017. En octubre de 2019, ha sido ampliado, corregido y actualizado.
  


sábado, 5 de octubre de 2019

LA NUEVA REINA DE CASTILLA

 1) Trono de los Reyes Católicos en el Alcázar de Segovia; 2) Detalle del cuadro "Los Reyes Católicos con Santa Elena y Santa Bárbara; 3) Vidriera; 4) Cama de la Cámara Régia del Alcázar

Madrugada del doce de diciembre de 1474. Las siluetas de dos hombres a caballo se aproximan al galope hacia Segovia. Han recorrido los poco menos de cien kilómetros que separan Madrid de la capital castellana. Es una noche de invierno. Las nieves coronan las altas cumbres del sistema central y el frío golpea con dureza la inhóspita meseta castellana. Nadie se aventura así a cruzar las montañas si no es por algo importante.

Se trata de dos emisarios que entran en la noble ciudad castellana solicitando audiencia con la infanta Isabel. Conocemos el nombre de uno de ellos, Rodrigo de Ulloa. Tienen que comunicarle una noticia que va a cambiar su vida y la historia de Castilla para siempre. A pesar de que son altas horas de la madrugada, la inesperada llegada de los emisarios obliga a la joven infanta a recibirlos. Isabel se encuentra en el alcázar de Segovia, donde su hermanastro Enrique IV estableció su corte cuando la reconoció heredera al trono allá por 1468. 

Segovia, una de las más recurridas residencias de los reyes castellanos desde antiguo, siempre se ha mantenido fiel a las aspiraciones de Isabel. Allí, la joven se encuentra protegida tras los gruesos muros del alcázar. Allí, ultima los preparativos para, cuando llegue el momento, proclamarse reina. Allí, recibe los consejos de los más altos nobles de Castilla adeptos a su causa. Gonzalo Chacón, su maestro y consejero, la visita amenudo y pasa largas temporadas con ella. No así su madre, la reina viuda Isabel de Portugal, que aquejada de graves problemas mentales, se encuentra recluida en Arévalo.

Isabel recibe de inmediato a los emisarios cuando sabe que proceden de Madrid, donde se encontraba su hermanastro el rey Enrique IV. La noticia que traen no es esperada y tampoco querida: el rey ha muerto. Los acontecimientos se precipitan y lo saben Isabel y todos sus consejeros. Según el Tratado de los Toros de Guisando, firmado en 1468, Enrique IV reconocía a Isabel como su legítima heredera frente a su presunta hija, Juana. Las dudas sobre la verdadera paternidad de la "muchacha", como la llama Isabel, llevaron a Enrique a reconocer a su hermanastra como futura reina.

Los acontecimientos posteriores hicieron cambiar la opinión del rey. Isabel contrajo matrimonio con Fernando, príncipe heredero de la Aragón y rey de Sicilia, en contra de la opinión del monarca castellano que se había reservado el derecho de elegir esposo para su hermana. Además, los nobles de Castilla, deseosos de debilitar la posición de la Corona y de sembrar la discordia entre los miembros de la Familia Real, convencieron a Enrique de que lo mejor era volver a reconocer a su hija Juana, apodada "la Beltraneja", como legítima heredera. 

Por tanto, en 1474, cuando el rey muere convertido en un pelele en manos de la nobleza, la cuestión sucesoria no estaba del todo clara. Los emisarios comunican también que en Madrid ha quedado formada una junta nombrada por Enrique IV que va a asumir la regencia hasta decidir a quién corresponde reinar: a Isabel de Trastámara o a su sobrina Juana. 

Aunque en el viejo alcázar de Segovia nadie esconde la tristeza por la pérdida del rey, no hay tiempo que perder. Isabel se apresura a ordenar los preparativos para su proclamación como reina lo antes posible. No todos sus consejeros son partidarios de adoptar esa postura que supone dar un golpe sobre el tablero de juego que puede llevar a otra guerra civil. Hay quien defiende, por tanto, esperar a la decisión de la junta para actuar. Además, el esposo de Isabel no se encuentra en Segovia pues ha marchado a defender el Rosellón y la Cerdaña frente al francés. Que la joven se proclame reina en ausencia de su esposo puede ofender al príncipe de Aragón y deteriorar su relación. Isabel, sin embargo, se muestra inflexible en su determinación.

La noticia de la muerte de Enrique IV corre como la pólvora por toda Castilla y fuera de sus fronteras. Se envían misivas también al extranjero para dar a conocer el luto de Castilla. Pero en Segovia los preparativos no se detienen. Isabel tienen que proclamarse nueva reina cuanto antes sin importar lo que decida la junta de Madrid. Si espera a la respuesta, admite que se encuentra en igualdad de condiciones que la "muchacha" pero no es así. Los acuerdos de Guisando la reconocen como heredera. No hay nada que esperar. Además, hay que preparar también una posible defensa ya que "la Beltraneja" cuenta con el apoyo de su madre Juana de Portugal, de su tío Alfonso V, rey de Portugal y de algunos de los más poderosos nobles castellanos.

El trece de diciembre todo se encuentra listo. Isabel, vestida rigurosamente de luto sale del alcázar y se dirige a la Iglesia de San Miguel en el centro de Segovia. En la Plaza Mayor se ha levantado un pequeño estrado. En el interior del templo se encuentra una reducida representación de la nobleza castellana, el obispo de Segovia Juan Arias Dávila, el dominico Alonso de Burgos, el concejo de Segovia en pleno y casi todos los miembros de la pequeña corte de Isabel. Se encuentra con ella su maestro Gonzalo Chacón aunque no es partidario de una proclamación tan rápida y sin previo acuerdo.

Tras la ceremonia religiosa en la iglesia y el juramento de la nueva reina, Isabel sale a la Plaza Mayor, donde se retira la capa negra que la cubre y deja a la vista un vestido blanco. El blanco, color de la realeza, de la inocencia y de la pureza marca el comienzo de un reinado nuevo, muy distinto del precedente. Las gentes segovianas que abarrotan la plaza alzan sus armas al cielo y gritan el juramento: "¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Por la reina doña Isabel y por el rey don Fernando, como su legítimo marido!".

 Arriba: detalle del mural (s. XX) sobre la Proclamación de Isabel, realizado por el pintor Carlos Muñoz de Pablos en el Alcázar de Segovia; Abajo: cuadros de los Reyes Católicos obra de Madrazo por encargo de Isabel II (s. XIX)

La tradición dice que la reina desfiló después detrás de una espada desenvainada, símbolo de la justicia que debía imperar en su reinado. Isabel era reconocida por Segovia como reina propietaria de Castilla frente a Juana "la Beltraneja", la otra pretendienta. No toda la nobleza castellana era partidaria de Isabel, más aún conociendo su carácter autoritario e independiente, muy diferente del de su hermano, el desgraciado Enrique IV "el Impotente". La proclamación fue nada menos que una declaración de guerra a Juana y a su madre pues rompía la voluntad del rey difunto de que una junta decidiese quién debía reinar. Los tambores de guerra sonaban de nuevo en Castilla.

En la frontera del Rosellón, Fernando recibió ojiplático una misiva en la que se le comunicaba que su esposa había sido proclamada reina de Castilla en su ausencia. No pocos veían como una ofensa este acto, igual que no pocos castellanos preferían al príncipe Fernando como rey de Castilla frente a una mujer, por muchos legítimos derechos que tuviese. Sin embargo, en la proclamación había quedado bien claro que la "legítima propietaria de Castilla" era Isabel mientras que se reconocía a Fernando como su "legítimo marido". Tras recibir la noticia, Fernando puso rumbo a Segovia.

Mientras tanto, en la capital castellana, Isabel, ya como nueva reina de Castilla, ordenó celebrar unas exequias solemnes en honor a su hermano el rey difunto el día 19 de diciembre. Después, pasó la Navidad allí, en ausencia de su esposo quien hizo su entrada en el alcázar el 2 de enero de 1475. No sabemos cómo fue el encuentro de la reina con su esposo. Sí conocemos el resultado después de días de negociaciones. 

A medidados de enero se firmaron los acuerdos definitivos que la historiografía ha llamado locuazmente Concordia de Segovia. En ellos, Isabel era reconocida como reina propietaria de Castilla mientra que Fernando rey en tanto que esposo de la reina. Sin embargo, en lo documentos oficiales, su nombre figuraría antes que el de su esposa, por su condición de varón, pero las armas de Castilla figurarían antes que las de Aragón. Isabel concedió a su esposo el derecho de adminitrar justicia y nombrar cargos así como la dirección de los ejércitos en caso de guerra. Los acuerdos supusieron la unidad política de los monarcas en Castilla, esencial para hacer frente a la belicosa e intrigante nobleza.

En el dosel de los tronos que hoy se contemplan en una de las salas del alcázar de Segovia puede leerse "Tanto Monta", el lema que resume la Concordia de Segovia, la armonia y la solidaridad entre los monarcas. La capital castellana, la ciudad que proclamó reina a Isabel, quedó guardada para siempre en el corazón de la reina. Isabel siempre amó Segovia y sus gentes y el alcázar fue una de la residencias más habituales de los monarcas durante su reinado. Aún hoy, quinientos años después, el alcázar segoviano evoca a su reina y en sus salas puede sentirse el tiempo de cambio del Medievo a la Modernidad.




BONUS: Vistas panorámicas de Segovia