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domingo, 27 de marzo de 2022

QUO VADIS, RUSIA?



Partamos de un hecho incuestionable: Rusia no puede ser reducida a una mera potencia regional porque su poder es global. Basta mirar un mapa para comprobar que, por definición, este país tiene una influencia mundial. Con sus más de 17 millones de km2 de superficie, es el Estado más extenso del mundo y tiene fronteras con las principales potencias políticas y económicas del mundo.

Por el oeste, limita con la Unión Europea. Por el sureste, comparte una extensa frontera con China. Y en el extremo este, limita con Japón. Al otro lado del mundo (desde nuestra perspectiva), sólo el estrecho de Bering (80 km.) separa a Rusia de las costas de Estados Unidos en Alaska. La proximidad de Rusia al Próximo Oriente y a Asia Central la convierte también en un actor destacado en estas convulsas regiones. Rusia es (y ha sido siempre) un puente entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa.

A pesar de esta enorme extensión y la disponibilidad de valiosísimos recursos naturales, la geografía no es benévola con Rusia. La mayor parte de sus tierras se encuentran a una elevada latitud, próximas al Círculo Polar Ártico, una región fría y seca. Gran parte de las tierras rusas no son aptas para el cultivo, sobre todo en Siberia, donde predomina la taiga y la tundra. Por otro lado, Rusia apenas tiene salida a mares cálidos. Sus larguísimas costas son bañadas por el Ártico, el Báltico y el Pacífico Norte, y pasan (o pasaban) muchos meses del año congeladas. Sólo los puertos del Mar Negro se encuentran plenamente operativos todo el año aunque la salida al océano desde este mar es muy problemática (a través del estrecho del Bósforo controlado por Turquía y del estrecho de Gibraltar, controlado por España, Marruecos y el Reino Unido).

Las tierras rusas son muy llanas y carecen de fronteras naturales que sirvan para fijar límites e impidan la entrada de pueblos foráneos. Por el oeste, Rusia está abierta a la Gran Llanura Europea y por el este, las estepas se extienden hasta el centro de Asia, China y Mongolia. Por eso, históricamente, Rusia ha sido invadida por numerosos imperios. Las cumbres de los Urales no detuvieron a las hordas mongolas en el siglo XIII, que entraron por el este. En la Edad Moderna, las tierras del oeste de Rusia fueron conquistadas por teutones, suecos, polacos y lituanos. En 1812, fueron los ejércitos de Napoleón quienes llegaron hasta Moscú. Y en 1941, los ejércitos nazis sitiaron Leningrado (San Petersburgo).

Así las cosas, desde finales de la Edad Media, los gobernantes de Moscovia (más tarde, Rusia) se afanaron en conquistar territorios que protegiesen el núcleo central ruso en torno a Moscú. Al tiempo que los zares consolidaban su poder autocrático, buscaban establecer sucesivos anillos concéntricos de territorios tapón que previniesen nuevas invasiones. En 1667 fue conquistado Kiev; en 1721 los territorios bálticos (Estonia y Letonia) fueron incorporados al imperio; la Confederación Polaco-Lituana fue desmembrada a finales del siglo XVIII; y en el siglo XIX se sometieron, con muchos problemas, los territorios al norte y al sur del Cáucaso.

En Asia, la conquista de las primitivas poblaciones de Siberia fue rápida, desde el siglo XVII. Las tribus nómadas de Kazajistán y el Turquestán (Asia central) fueron sometidas en el siglo XIX. En 1900, Rusia era el imperio terrestre más extenso del mundo, poblado por gentes muy diversas étnica, lingüística y culturalmente.


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Rusia siempre ha sido demasiado grande y ha estado demasiado poblada para ser aceptada como una igual por las potencias europeas. Además, sus centros de poder (Moscú - San Petersburgo) estaban muy distantes del centro de Europa. A Rusia no llegaron el Renacimiento y el Humanismo en el siglo XVI; y sólo las élites de Moscú y San Petersburgo estuvieron en contacto con las ideas ilustradas en el siglo XVIII. Los grandes zares rusos (Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina la Grande) se afanaron por consolidar un Estado absolutista a toda costa, buscando la legitimidad en la Iglesia Ortodoxa (Moscú identificada como la Tercera Roma) y en la cultura rusa, aunque gobernaban sobre muchos pueblos no rusos. Tres fueron los pilares del imperio zarista: ortodoxia, autocracia, nación.  

A pesar de todo, Rusia siempre estuvo integrada en las relaciones internacionales europeas hasta 1917. Fue precisamente la Revolución bolchevique, en plena Primera Guerra Mundial (1914 - 1918), la que sembró la semilla de la desconfianza de Occidente hacia Moscú. Aún así, las circunstancias históricas volvieron a unir a los rusos (ahora la Unión Soviética) con Francia, Inglaterra y Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial hasta su definitiva ruptura en 1945. Durante la Guerra Fría, la URSS, que lideraba al Bloque Comunista, se convirtió en la gran enemiga del Occidente capitalista.

Desde la caída de la URSS y la desintegración del espacio soviético, las relaciones de Rusia con Occidente han atravesado tres fases diferentes. Durante la presidencia de Yeltsin (1991 - 1999), Rusia pareció integrarse completamente, participando incluso en operaciones de la OTAN y adoptando una actitud un tanto sumisa hacia la política exterior de Estados Unidos. En la primera etapa del gobierno de Putin (1999 - 2008) la actitud cambió por algunas desavenencias (como la ampliación de la OTAN hacia el este de Europa), pero sin olvidar la colaboración (por ejemplo, en la lucha antiterrorista tras el 11-S de 2001). En una tercera fase, identificada con el fortalecimiento del poder de Putin y la deriva autoritaria de su gobierno, las relaciones con Occidente han desembocado en una nueva oposición y confrontación (escudo antimisiles de la OTAN, invasión de Georgia, anexión de Crimea y guerra de Ucrania).

A nivel interno, la desintegración de la URSS en diciembre de 1991 no abrió el camino a la consolidación de un régimen democrático. Recordemos que Rusia nunca había disfrutado de democracia anteriormente y que la tricentenaria autocracia zarista había sido sustituida por la dictadura comunista con la Revolución de 1917. Durante la presidencia de Yeltsin, el caos económico provocado por la apertura a la economía de libre mercado se asoció con un presidente débil, sin mucho poder frente a los oligarcas y las regiones separatistas (Primera Guerra de Chechenia de 1994 - 1996). La incipiente democracia se asoció a la corrupción, la inestabilidad y la pobreza. A partir de 1999, la llegada de Putin al poder fue un punto de inflexión. De nuevo un líder fuerte (como los zares autócratas) imponía orden, acababa con los separatistas (Segunda Guerra de Chechenia, 1999 - 2009) e impulsaba el desarrollo económico. 

Vladimir Putin volvía a apostar, ahora, por los pilares del antiguo imperio zarista tras el paréntesis soviético y la presidencia de Yeltsin: la autocracia como forma de gobierno (un líder autoritario incuestionable), la ortodoxia (alianza con la Iglesia Ortodoxa de Moscú) y la nación (un ultranacionalismo violento y expansionista). Este esquema le llevó a reprimir a cualquier forma de oposición interna, a realizar los cambios legales para perpetuarse en el poder (modificación de la Constitución en 2020) e intervenir en la política interior de los países de la "vecindad próxima", una especie de patio trasero particular de Moscú (Georgia, Kazajistán, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, etc.).

Quo vadis, Rusia? ¿Hacía dónde va la Rusia del siglo XXI? Para responder a esta pregunta sería necesario saber, primero, hacia dónde se dirige el presidente Putin. Se ha convertido en un autócrata al más puro estilo de los zares, eliminando al disidente y controlando con puño de hierro la política interna. Se ha convertido también en el terror de Europa y del mundo occidental, por sus amenazas y sus agresiones militares, presentándose como un déjà vu que los ingenuos europeos creían olvidado. Pero la gran tragedia del 2022 es que la Rusia de hoy se parece más a la Corea del Norte de Kim Jong Un y a la China de Xi Jinping que al imperio de Pedro I o al de Catalina "la Grande". 




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viernes, 11 de marzo de 2022

MAGISTRA VITAE


Año tras año, en 2° de E.S.O. me detengo unas semanas a hablar del reinado de los Reyes Católicos. Lo hago, en primer lugar, porque es preceptivo según el currículo educativo vigente, pero también porque creo que es un periodo central en la historia de España y, además, resulta atractivo a los alumnos. 

Hablamos del final del reinado de Enrique IV de Castilla, de la Guerra de Sucesión Castellana (1474 - 1478), de la conquista de Granada, del descubrimiento de América y también de la expulsión de los judíos en 1492 y el establecimiento de la Inquisición en los reinos hispánicos. Pero, cada curso, en lo que más me detengo no es en las cuestiones sobre el fortalecimiento del poder real o en la política expansiva, sino en los chascarrillos de los reyes y sus hijos, en su vida privada, en sus líos familiares y en la tragedia que vivieron. Lógicamente esto entusiasma a los alumnos, que suelen tener, como todos, esa pulsión irrefrenable hacia el morbo y lo grotesco. 

Cuando hablamos de la Guerra de Sucesión Castellana, recalco la idea de que Isabel tuvo que defender su trono en una guerra. Algo que suele pasar desapercibido. Es importante que conozcan que parte de la nobleza castellana la quería de reina porque una mujer era, en teoría, fácilmente manipulable. También insisto en que su contrincante en la contienda era otra mujer, su sobrina Juana "la Beltraneja", a la que muchos apoyaban por los mismos motivos: una reina de apenas doce años garantizaba las manos libres a los magnates castellanos. Entre ellos el Arzobispo de Toledo Carrillo y el marqués de Villena, que cambiaron de bando varias veces. 

Las preguntas que habitualmente les planteo son ¿hubiese habido guerra si Isabel hubiese sido un hombre? ¿Y si Juana "la Beltraneja hubiese sido Juan se hubiesen atrevido los nobles castellanos a cuestionar la paternidad de Enrique IV?

Los alumnos miran embobados cuando les cuento el destino de los hijos de Isabel y de Fernando. Pusieron a sus vástagos al servicio de su política exterior, con el objetivo de aislar a Francia. Escuchan con extrañeza las peripecias de las hijas, que fueron enviadas a lejanos reinos - Portugal, Inglaterra, Flandes - para fortalecer las alianzas con esas cortes. Y que el único hijo, Juan, se casó con una princesa nacida en Bruselas. ¿Y no les daba pena marcharse tan lejos? ¿Y cómo se entendían? ¿En qué hablaban? Dudas cotidianas asaltan las mentes de los adolescentes ante estas historias.

Las risas inundan los primeros momentos del relato de las desdichas que persiguieron a la familia de los Reyes Católicos. El príncipe Juan, recién casado con Margarita de Habsburgo, murió en 1497 con solo diecinueve años. ¿Y de qué murió? De amor. Las carcajadas son mayúsculas cuando aclaro que, según las fuentes, hizo demasiado esfuerzo en la noche de bodas. Algo que, al parecer, le provocó la muerte.

También siguen emocionados los sucesos posteriores. La primogénita Isabel, casada con el rey de Portugal Manuel "el Afortunado", tuvo que regresar a Castilla para jurar como heredera. Al poco tiempo falleció al dar a luz a su hijo, Miguel de Paz. La joven tenía veintisiete años.

El niño murió también a los dos años por más que su abuela, la reina Isabel de Castilla, se afanó en cuidarlo y atenderlo pues era el heredero no solo de Castilla y Aragón sino también de Portugal. ¡Madre mía, se mueren todos! ¿Pero no queda uno vivo? ¡Todos 'la palman'!

La clase, sin embargo, enmudece cuando me pongo serio, termino con las anécdotas y concluyo: ¿Qué esperáis? La muerte siempre acecha. Antes y ahora. Es la gran protagonista de la Historia: cambia destinos, cierra caminos, abre nuevas oportunidades. Eso ocurre también en la vida cotidiana. En nuestra vida. La muerte está presente y hay que vivir con ella.

Y luego les planteo una reflexión: Imaginaos ahora el terrible sufrimiento de una madre, Isabel (y de un padre, Fernando), al ver morir a dos de sus hijos y a su nieto en apenas tres años. Imaginaos el dolor al saber también que su heredera, Juana, sufre trastornos mentales y que tiene comportamientos anormales. Isabel murió en 1504 con solo cincuenta y tres años.

El grupo de alumnos, da igual cuántos haya en la clase, enmudece. Lo que eran risas y comentarios se transforman en rostros pensativos y cabizbajos. Y la reflexión va un poco más allá al introducir a otro personaje del que habíamos hablado poco: Juana, a la que la apodamos "la Loca".

¿Estaba realmente loca? Hoy no se puede saber. Según algunos investigadores tendría algún tipo de trastorno de conducta. Según otros, su locura fue producida por las circunstancias que la rodeaban. Lógicamente, al plantear esto, los alumnos quieren saber más y preguntan.

Al parecer, su esposo Felipe "el Hermoso" la maltrató en repetidas ocasiones. Ella alternaba episodios de amor desenfrenado, celos y odio hacia su marido, quien la tuvo también un tiempo encerrada en palacio. Su padre, el rey Fernando, la encerró en Tordesillas en 1506 al comprobar que no estaba capacitada para gobernar (y porque así él podía hacer y deshacer a su antojo en Castilla). Y su hijo, el emperador Carlos, la mantuvo de por vida encerrada hasta su muerte en 1555. Ella tuvo la suerte de vivir mucho más que sus hermanos mayores, pero fue víctima de su esposo, de su padre y de su hijo. 

Los rostros de los alumnos reflejan al final de la clase una mezcla de emoción, tristeza e indignación. Esto no tienen que estudiarlo para el examen, pero las lecciones que se pueden tomar de estas historias son mucho más valiosas que de costumbre. Incluso las mujeres más poderosas de nuestra Historia tuvieron que sufrir y luchar por conseguir lo que consideraban suyo. En la Historia, como en la vida, no hay ni buenos ni malos, todos somos el fruto de diferentes circunstancias. La muerte está presente aquí y allí y hay que vivir con ella. La Historia es a veces perversa condenando a Juana para siempre a la locura.

Ya lo dejó escrito Cicerón en su "De Oratore": Historia vita memoriae, magistra vitae.