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domingo, 25 de noviembre de 2018

"TIEMPOS MODERNOS" O CÓMO LUCHAR POR LA FELICIDAD

"Tiempos Modernos" (1936) es, para todos, una de las grandes obras maestras del genial Charles Chaplin. Para muchos, la última gran película de cine mudo. Para unos cuantos, la primera de cine sonoro. Y para mí, es un gran filme que cuenta una historia humana sencilla: la búsqueda desesperada de la felicidad.

El vagabundo Charlot, en esta película reconvertido en obrero, huelguista, vigilante nocturno, maître y bailarín, sólo persigue la felicidad en un tiempo de individualismo y miseria, los años treinta. La comida y una vivienda digna son los grandes sueños del protagonista y de su compañera, la joven Paulette Goddard (el nombre es de la actriz), una muchacha húerfana, separada de sus hermanas pequeñas tras la muerte de su padre. El papel de Chaplin aquí inspirará al dibujante Escobar en Carpanta, el famoso vagabundo español que vive bajo un puente soñando con comer un gran pollo asadado. Era otro espacio, España, y otro tiempo, los cincuenta, pero la miseria era la misma.

"Tiempo Modernos" refleja la crueldad de la Segunda Revolución Industrial. Los obreros son meros autómatas en la cadena de montaje diseñada por Taylor y perfeccionada por Ford. Reduciendo su labor a movimientos sencillos y automáticos se ahorra tiempo y se aumenta la producción. Tuercas y martillo, tuercas y martillo, tuercas y martillo. Con estas palabras se puede resumir la primera parte de la película. Charlot apreta las tuercas de forma automática, sin pensar, hasta apretar con la palanca la nariz del jefe y los botones de la falda de la secretaria. Una confusión la tiene cualquiera. Se trata de una desternillante caricatura que enseña las trágicas condiciones laborales de principios del siglo veinte.

Unos trabajos más de máquinas que de personas. Un jefe onmipresente, que recuerda al Gran Hermano de George Orwell en "1984". Unos ritmos de trabajo frenéticos. El trabajador no puede ni espantar una amenazadora avispa. Si lo hace retrasa la cadena de montaje. Todo ello acab provocando una crisis nerviosa en el pobre Charlot, que se vuelve loco. Hasta se convierte en el conejillo de indias de un artilugio para dar de comer a los obreros mientras trabajan y con ello ahorrar tiempo y acelerar la producción.

Cuando sale del psiquiátrico los tiempos han cambiado. Los felices años veinte han quedado atrás y la Gran Depresión sume al país en la miseria. Sin comerlo ni beberlo (y nunca mejor dicho), nuestro protagonista es confundido con un comunista en medio de una manifestación. Entra en la cárcel varias veces. Comprende incluso que se está mejor dentro que fuera. Al fin y al cabo, en prisión tiene comida asegurada y no necesita trabajar. Fuera hay hambre y poco trabajo.

Bien lo sabe el padre de la pobre muchacha Paulette. Es ella quien se las ingenia para buscar algo que llevarse a la boca. La muerte del padre por disparos en una manifestación refleja la crudeza de la represión estatal durante los años treinta. Separada de sus hermanas pequeñas, Paulette huye durante toda la película. Y Charlot con ella. La vida se ha vuelto dificil: incluso el antiguo colega de nuestro protagonista, Big Bill, se ha convertido en un criminal: "No somos ladrones - tenemos hambre", dice a Charlot cuando asalta el centro comercial del que éste es el vigilante.

Charlot y la muchacha sueñan con comer pasteles, patinar libres y dormir sin preocupaciones. Sueños sencillos pero imposibles en aquellos tiempos. La vivienda destartalada de la pareja es otra metáfora más de la realidad. Los barrios de chabolas, las "hoovervilles", surgieron por doquier en Estados Unidos durante la Gran Depresión y recibieron su nombre en honor (dudoso) del presidente Herbert Hoover. Una chabola de madera en un descampado junto a un lago de aguas fecales y frente a fábricas otrora prósperas y ahora paradas. Así es el hogar de los protagonistas, muy lejos del sueño americano, del famoso "American Way of Life" tantas veces pregonado. 

Al fin y al cabo, toda la película transcurre entre fábricas, huelgas y prisiones. Varias veces aparece Charlot trabajando junto a enormes máquinas de engranajes y correas (donde por cierto, no es muy habilidoso). Varias veces también se ve envuelto en manifestaciones y huelgas. Y varias veces acaba en prisión, bien por ser confundido con un líder comunista, por robar un pan para comer o por su mala pata. Fábricas, huelgas y prisiones son las tres palabras esenciales en la vida de los años treinta en Estados Unidos y en otros países. La cuarta es desempleo, paro.

Al final, resulta que la joven pareja encuentra un hueco en el mundo del espectáculo, como bailarines. Pero olvidan que su destino es huir siempre. Los agentes del gobierno que persiguen a la muchacha los obligan a abandonar su trabajo y escapar lejos. "¿De qué sirve intentarlo?" se pregunta la joven al final. Charlot contesta: "No te rindas, anímate. ¡Nos las arreglaremos!". De nuevo apunta al futuro, a la felicidad.

Eso es "Tiempos Modernos", un canto a la felicidad, al amor, a los valores puramente humanos, a la libertad personal. Charlot y la joven Paulette se rebelan contra un mundo en el que los pobres son máquinas, en el que sólo importa la masa uniforme que acude a trabajar a las fábricas, en el que los obreros son autómatas fácilmente sustituibles. Una sociedad donde importa el individuo como fuerza de trabajo pero no la persona. Un gran rebaño de ovejas se confunde con la cola de trabajadores que esperan entrar en la fábrica al comienzo del filme. Así veía Chaplin la sociedad de los años treinta. Así eran los "Tiempos Modernos".

 

EL FIN DE LA PROSPERIDAD

Livingston, Nueva Jersey
31 de octubre de 1932.

No recuerdo si fue Joe Kennedy o Jhon D. Rockefeller quien dijo, durante una velada, la frase que a todos nos sobrecogió: "Cuando un limpiabotas sabe tanto como yo del mercado de valores, es el momento de que lo deje". Poco después, ambos dejaron sus negocios en Wall Street y yo también. ¡Y qué gran acierto fue aquella decisión! Era una fría noche de invierno, pero no recuerdo bien el día. Todo sabíamos que la espiral especulativa en la que habían entrado las inversiones no acabaría bien.

No os voy a engañar, en enero de 1928 yo había hecho una fortuna invirtiendo en Bolsa. Hacía seis años que el azar me había llevado a conocer a importantes inversores de Wall Street, entre otros, a Joe y a Jhon. Por entonces, Jhon era ya multimillonario, propietario de la petrolear Standard Oil, y Joe, hijo de inmigrantes irlandeses, había creado una fortuna gracias a su astucia. Me dieron buenos consejos y gracias a ellos multipliqué mi dinero.

Mucha gente hizo fortuna en los años veinte. Los felices años veinte los llamaban, ¡qué ilusos! El acceso al crédito era facilísimo así que muchos decidieron pedir préstamos a los bancos para comprar acciones de grandes empresas. Y todo por la idea del presidente del National City Bank, Charles Mitchell, a quien se le ocurrió sacar a la venta acciones de su banco a bajo precio para que la gente normal las comprase. La Reserva Federal, fundada en 1922, bajó los tipos de interés y esto abarató el crédito.

Hasta entonces, la Bolsa de Nueva York era un grupo cerrado en el que sólo invertían expertos. Por supuesto, yo no era un experto aunque, como saben, mi familia tenía extensas propiedades de tierra en Nueva Jersey. Cuando la Bolsa se abrió a todo el mundo, vi una oportunidad para invertir los ahorros familiares. Acudía Manhattan al menos una vez a la semana y el resto de días iba a la agencia de corretaje de Livingston, donde vivo, a veinteseis millas al oeste de Manhattan. Las agencias de corretaje permitían invertir en Bolsa sin tener que estar físicamente en Wall Street. 

En dos años multipliqué por diez mi dinero. Fue fantástico, no voy a mentir. Así fue como un hijo de terratenientes adinerados - pero no miltimillonarios - como yo, destinado a heredar todas las tierras de mis padres se metió en el mundo de las finanzas. Claro, el mundo de Wall Street me introdujo también en la fiesta de Manhattan, los clubes, los teatros de Brodway, las veladas noctunas y los cabarets. Así fue como conocí a Joe y Jhon. Soliamos acudir a los mismos clubes.

Mucha gente de orígenes humildes invirtió también su dinero. Otros muchos utilizaron préstamos a bajo interés para comprar acciones. Un banco que después acabó quebrando se anunciaba diciendo "Compre ahora y pague después". Hasta yo acabé pidiendo un crédito para comprar más acciones allá por 1925.

Hubo un momento en el que parecía tonto quien no invirtiese en bolsa para hacerse rico. Yo participé en ese juego y arrastré a mi primo Frank de Monclair. La burbuja financiera se inflaba cada vez más. Los precios de las acciones subían sin parar. Los bancos, obviamente, concedían créditos a todo el mundo. Creían que, como las acciones siempre subían su precio, los compradores siempre podrían venderlas para devolver el préstamo.

Herbert Hoover ganó las elecciones presidenciales de 1928 utilizando un eslógan que decía: "La prosperidad está a la vuelta de la esquina". Realmente muchos creímos que la prosperidad, el futuro, estaba en la Bolsa, y en las fáciles ganancias que nos ofrecía. Al fin y al cabo, estábamos viviendo el sueño americano.

Poco después, las voces de algunos expertos empezaron a alertar de que la situación podría cambiar. El primero creo que fue Paul Warburg, un economista que trabajaba entonces en la Brookings Institution para el gobierno. Yo no lo conocía personalmente, pero había oído hablar de él. Sería marzo o abril de 1929. Pocos le hicieron caso. Entre esos pocos, mis colegas, Joe y Jhon, ambos expertos economistas, y afortunadamente me convencieron a mí. En pocas semanas vendimos todas nuestras acciones recuperando casi todo el dinero aunque la tendencia alcista de los valores ya había comenzado a invertirse.

El 23 de octubre de 1929, Wall Street sufrió la mayor caída de su historia, las acciones perdieron el 7% de su valor. No me acuerdo qué estaba haciendo ese día pero sí que no me encontraba en Nueva York. Supongo que estaría en la mansión de mis padres en Livingston. El día siguiente, jueves 24 de octubre, temiendo la nueva caída de las acciones, miles de personas quisieron venderlas - justo lo que yo había hecho meses antes -. Las cotizaciones cayeron tanto que las acciones perdieron un tercio de su valor y nadie quería comprarlas. Yo me enteré de todo el viernes. Algún periodico ya denominó aquella jornada como "El Jueves Negro".

Viajé a Manhattan los días siguientes a ver qué ocurría. Miles de curiosos como yo nos agolpamos delante de Wall Street. La situación era caótica y yo me había librado de la ruina de milagro. El pánico se extendió por todos los sitios y llegaron rumores de que había gente saltando desde las ventanas de los rascacielos. Yo pensaba: "Esto no puede estar pasando". Se había terminado el sueño americano.

A mediodía supe que los presidentes de los principales bancos de Wall Street se habían reunido para buscar una solución. Inyectaron dinero en algunas empresas que estaban próximas a la quiebra por la debacle de sus acciones. John hizo lo mismo esperando que la tendencia cambiase. 

La bolsa empezó a subir lentamente aunque unos días después, el martes 29 de octubre, se desplomó bruscamente de nuevo. Nunca antes se había producido semejante catástrofe. Mi padre me había hablado del pánico que siguió a la quiebra de Jay Cooke and Company, un banco de Filadelfia, en 1873, pero esto fue mucho peor.

El 29 de octubre me encontraba también en Nueva York buscando a mi primo Frank. No había podido convencerle de que vendiese sus acciones a tiempo y se había arruinado - lo había intentado desde marzo de ese año, pero había sido imposible convencerlo. Estaba fascinado por la posibilidad de ganar dinero fácil. No le bastaba, como a mí, con amasar una pequeña fortuna además de las tierras familiares. Frank llegó a hipotecar sus tierras. Fue la peor decisión de su vida.
 
Acudí a los cafés que solía frecuentar, recorrí todas las calles y avenidas cercanas a Wall Street pero no lo encontré. Desesperado, se había ahorcado en la habitación de un hotel donde había gastado los últimos dólares que le quedaban. ¡Qué terrible desgracia! ¡Y todo por mi culpa, yo le convencí para que invirtiese! ¿Qué iban a hacer ahora su esposa y sus dos hijos?

Yo también perdí parte de mi dinero pero afortudamente no me arruiné. Lo tenía depositado en varios bancos y otra parte en la caja fuerte de casa, el lugar más seguro. No me extraña que muchos guarden sus dineros ahora debajo del colchón. Es el único sitio en el que no corren peligro. También cerraron muchas fábricas y millones de personas se quedaron sin empleo. Yo mismo he tenido que despedir a parte de los trabajadores de mis tierras. No hay futuro. No vendemos ni un tercio de lo que vendíamos antes. A unos pocos kilómetros de mi casa hay una de esas "hoovervilles", los barrios de chabolas que llevan el nombre del presidente Hoover. Dudoso honor para el presidente del país.

Han pasado tres años de todo aquello y la economía aún no se ha recuperado. Hoy es 31 de octubre de 1932. En unas semanas se celebran elecciones presidenciales y voy a votar por el candidato Franklin D. Roosevelt, del Partido Demócrata. Tiene ideas reformistas y pretende invertir activamente en la economía. Propone un plan al que llama "New Deal" para reactivar la economía. En mi familía siempre hemos votado a los republicanos pero es necesario cambiar. No puede ocurrir otra vez lo mismo y es necesario que la prosperidad regrese.


Benjamin Smith

martes, 6 de noviembre de 2018

"LOS ÚLTIMOS DE FILIPINAS", NI LOCOS NI HÉROES

"1898: Los últimos de Filipinas", de Salvador Calvo (2016), no es una historia de héroes ni de locos. Porque no eran héroes ni locos los hombres que defendieron la ermita de Baler durante casi un año, entre 1898 y 1899, por más que la propaganda franquista los situara en la línea de don Pelayo, el Cid y Hernán Cortés. Y por más, también, que a la luz del siglo XXI su hazaña nos parezca cosa de lunáticos.

Los últimos defensores de la soberanía española en Filipinas no fueron héroes porque, sencillamente, nunca fueron conscientes de lo que estaban haciendo. Y probablemente, de haberlo sido, la Historia hubiera sido también diferente. No supieron que su empecinada resistencia en vano sería puesta como ejemplo después de un patriotismo que quizá ni siquiera tenían. No fueron tampoco locos, porque ninguno de ellos se apartó nunca de la realidad que estaban viviendo, aunque esa realidad particular no fuese la misma en todos lados. Los cincuenta soldados que defendieron Baler simplemente cumplieron con su deber: defender la posición.

El filme nos muestra unos soldados mal preparados y mal pertrechados, ataviados con uniformes que parecen pijamas, unas botas de varias tallas menos y unos sombreros inútiles. Vemos a los desgraciados jóvenes de familias humildes que no habían podido pagar la cuantía que les evitaba marchar a la guerra. Así se nutría el ejército español de finales del siglo XIX y principios del XX, el ejército de los quintos, aquel que en teoría (no en la práctica) debía defender un imperio que ya no existía. Es la figura de Carlos, el humilde extremeño cuyo sueño era entrar en la Real Academia de San Fernando para estudiar pintura y cree, ingenuo, que la guerra puede ser la oportunidad que estaba buscando para alcanzar su meta. Al final la guerra acabará con su inocencia y con su sueño, pues perderá el brazo derecho.

Pero muchos de los soldados que defendieron Baler no eran novatos sino expertos militares, aunque la película los oculte. Los jefes, el capitán Enrique de las Morenas, el teniente Saturnino Martín Cerezo y el sargento Jimeno, por más crueles y obstinados que la película intente retratarlos, no cumplieron más que las órdenes que recibieron: mantener la plaza bajo soberanía española y esperar noticias de Manila. No fueron tercos ni implacables sino coherentes con su misión, aún sabiendo el sufrimiento que provoca la guerra y lo injusta que siempre es.

Para entender la Historia que esconde el filme, tenemos que centrar nuestra atención en tres momentos clave. El primero es la llegada del correo de Manila. El mensajero, malherido, transmite el mensaje que cambia el curso de los acontecimientos aunque en la iglesia de Baler nadie se dé cuenta: los Estados Unidos han declarado la guerra a España, la flota española ha sido destruida en Cavite, Manila permanece sitiada. ¿Qué más necesitaban saber los defensores de la ermita? El imperio español estaba a punto de sucumbir aunque hablar de imperio español ya en 1898 puede parecer pretencioso pues no era más que los despojos de lo que había sido en los siglos XVI, XVII y XVIII. Los de Baler no lo creían. Pensaban que era un engaño de los rebeldes filipinos del Katipunán y así siguieron resistiendo.

El segundo momento clave es la conversación entre el soldado español Carlos y el comandante de las tropas filipinas en el cuartel de éste en algún lugar de la Sierra Madre, a medio camino entre Manila y Baler. El militar filipino le dice al español que ahora luchan contra los norteamericanos, que han comprado Filipinas a España por 20 millones de pesetas. El Tratado de París se había firmado en diciembre de 1898 y la soberanía de las Filipinas, igual que la de Cuba y Puerto Rico había sido transferida a Estados Unidos. Cuando vuelve a la ermita siguen sin dar crédito a lo que oyen. ¡Y es lógico! pues cuando desembarcaron en Baler, nadie preveía que la potencia norteamericana interviniese, ni que el poder español en las colonias colapsase tan rápido.

Por último, el final de la historia está en una casualidad, en una terrible casualidad. El teniente Martín Cerezo se da cuenta de que lo que cuentan los periódicos es verdad, de que todo es cierto, cuando lee una notificación de un traslado de un general del ejercito español. Es imposible que los filipinos sepan algo así por tanto los periódicos no están falsificados: las Filipinas no son ya españolas. ¿Y para qué han estado resistiendo atrincherados en una ermita durante casi un año? En ese momento termina todo, la cruda realidad se abre ante sus ojos.

Como todas las películas históricas, "Los últimos de Filipinas" se toma algunas licencias. No hubo un fraile entre los defensores de Baler sino tres pero ninguno de ellos fue adicto al opio, al menos que se sepa. Nadie amputó el brazo a ningún desertor porque no hubo tampoco ningún sargento Jimeno aunque dos soldados que intentaron huir fueron fusilados junto a la tapia de la iglesia. Y los fusiles que portaban los españoles no se corresponden con los de la cinta, que son de los años veinte. Pero sí es cierto que el beriberi causó estragos entre los españoles. Y que las filipinas cantaban frente a la ermita para distraer a sus defensores. Y hubo miedo, y sufrimiento, y desesperación. Los últimos de Filipinas no fueron grandes héroes de la Historia pero sí héroes humanos, como tantos otros que tuvieron y tienen que luchar en guerras que les eran o les son ajenas. Ese y no otro es el mensaje antimilitarista que quiere transmitir la película.

sábado, 3 de noviembre de 2018

1898: UN DESASTRE ANUNCIADO



Antonio Cánovas del Castillo no fue sólo el arquitecto del sistema político de la Restauración (1875 - 1931) sino también de las líneas maestras de la política exterior y colonial de España en el último tercio del siglo XIX. Una política que conduciría irremediablemente al conocido "Desastre de 1898" en el que España perdería sus últimas colonias en América y en el Pacífico.

Cánovas era un profundo conocedor de la situación en Cuba y en Filipinas gracias a un informe que había encargado cuando estuvo al frente del Ministerio de Ultramar durante el Gobierno de O'Donnell (1865 - 1866), en el último periodo del reinado de Isabel II. También era un audaz observador de la política internacional en Europa y, sobre todo, estaba convencido de la decadencia española en el concierto de las naciones, lejos ya del esplendor imperial de los siglos XVI y XVII.

En realidad la idea de la decadencia no era algo exclusivo de los españoles de finales del siglo XIX. Se enmarcaba ésta en un sentimiento más amplio de decadencia de los países latinos fundamentado en la derrota francesa ante los alemanes en Sedán y la entrada de las tropas italianas en Roma, ambos acontecimientos acaecidos en 1870.

Por ello, Cánovas diseñó una política exterior española de perfil bajo y profundamente conservadora en el plano colonial. España debía evitar los conflictos internacionales y la rivalidad con otras potencias mucho más poderosas. Se trataba de mantener lo que se tenía (aunque fuese poco) y no establecer alianzas con otros países que pudiesen hipotecar los territorios coloniales españoles. Por eso Cánovas se limitó a firmar acuerdos puntuales con otras potencias cuando lo consideró necesario pero sin romper la "política de recogimiento" que creía vital

Lo cierto es que el imperio colonial español a finales del siglo XIX era poco más que los despojos del otrora imperio mundial en el que nunca se ponía el sol. Las colonias españolas se reducían entonces a Cuba, Puerto Rico, Filipinas, unos cuantos archipiélagos en el Océano Pacífico (las Carolinas, las Palaos y las Marianas) y algunos territorios en la costa occidental africana. Unos territorios tan disperos por el globo que era imposible defenderlos en caso de guerra. Si a ello sumamos la reducida capacidad operativa del ejército español, un conflicto colonial supondría la pérdida de todas las colonias.

A la luz de todos estos datos, la política exterior de Cánovas no parece descabellada. El principal inconveniente fue que, al no contar España con aliados sólidos entre las naciones europeas, en caso de un conflicto no deseado, como efectivamente ocurrió en 1898, se encontraría aislada. Pero en los años 70, Cánovas parece que no contempló esa posibilidad.

En un escenario internacional donde predominaban las tesis darwinistas de la supervivencia del más fuerte, España tuvo que proteger, durante varias décadas, sus escasas e insignificantes colonias como pudo. En 1875 ya se produjeron crisis en el Pacífico con Gran Bretaña y Alemania por la soberanía del archipiélago de Joló (al sur de Filipinas) y en las Islas Carolinas. Claro está, la débil España cedió derechos a las grandes potencias a cambio de mantener la paz.

Al mismo tiempo tanto en Cuba como en Filipinas empezaron a resurgir los movimientos independentistas que habían aparecido a mediados de siglo. En 1878, la Paz de Zanjón consiguió poner fin a la Guerra de los Diez Años en Cuba aunque al año siguiente hubo otro chispazo violento, la llamada Guerra Chiquita. En Filipinas, la situación no era mejor: el descontento por la mala administración de la colonia estalló en el Motín de Cavite, en 1872. Todos estos conflictos eran, para Cánovas, asuntos internos de la metrópoli en los que ninguna potencia extranjera debía injerir. Pero el problema se encontraba en que algunas potencias extranjeras ya tenían intereses en aquellos territorios...

A comienzos de los años 90, España tuvo que hacer frente a algunas revueltas independentistas en Ponapé (una diminuta isla en la Carolinas) y en Mindanao (la gran isla del sur de Filipinas). El conflicto definitivo estalló, sin embargo, en 1895 cuando se reactivó la guerra en Cuba. La historiografía cubana la conoce como la Segunda Guerra de Independencia, que se inició con el Grito de Baire. Aprovechando la debilidad española, en Filipinas estalló también una rebelión liderada primero por el nacionalista José Rizal y, poco después, por Andrés Bonifacio, fundador del Movimiento Katipunán. Aunque en 1897 los españoles consiguieron firmar con los independentistas filipinos una tregua en Biac-Na-Bató, la guerra se recrudeció en Cuba.

En todo este lío colonial, en el que España debía sofocar rebeliones en dos frentes situados a casi 16.000 km de distancia, en dos océanos y dos continentes distintos, los Estados Unidos vieron una oportunidad de oro para hacerse con los territorios españoles en las Antillas. En realidad, la colonización estadounidense de Cuba había comenzado décadas antes. El principal destino de las exportaciones azucareras cubanas no era España, la metrópoli, sino Estados Unidos, la gran potencia emergente cercana. Las compañías norteamericanas operaban libremente en la isla controlando las plantaciones de azúcar y, como es de imaginar, la inestabilidad política en la isla no les interesaba.

En cualquier caso, hasta 1898, Estados Unidos se mantuvo a la expectativa, sobre todo porque su opinión pública no quería una guerra con España. Todo cambió tras la voladura del acorazado Maine que Washington había enviado a La Habana para proteger los intereses estadounidenses. Los medios de comunicación norteamericanos se encargaron de presentar el accidente como un acto intolerable, el colmo de unos crueles españoles que estaban masacrando a los cubanos. El 25 de abril de 1898, Estados Unidos declaraba la guerra a España y se disponía a arrebatarle todas las colonias, no sólo en las Antillas.

La guerra fue desigual. Estados Unidos era la gran potencia emergente, con una gran fuerza militar. España hizo lo que pudo. La flota española fue literalmente borrada del mapa en las batallas de Cavite (en Filipinas) y Santiago de Cuba, donde los norteamericanos hundieron una a una las naves españolas que salían del puerto. En agosto, la contienda estaba finiquitada: el imperio colonial español en América y el Pacífico había desaparecido.

Ninguna potencia europea movió un dedo por España. Francia y Gran Bretaña se frotaron las manos ante las oportunidades que se abrían tras la salida de los españoles de las Antillas y Filipinas. Alemania y Austria-Hungría emitieron comunicados de condena de la intolerable agtesión estadounidense a una nación amiga como era España. Nada más. Era el precio de la ausencia de alianzas fuertes que durante tanto tiempo había evitado Cánovas. Por cierto, Cánovas no vio el desastre pues había sido asesinado junto un año antes, en agosto de 1897. España se vio sola e indefensa cuando se encontró ante una guerra no deseada.

A final de año, se firmó la Paz de París en la que se cedieron Filipinas, Guam y Puerto Rico a Estados Unidos. También se reconoció la independencia, más teórica que real, de Cuba, que a partir de entonces sería un protectorado de Washington. Sólo le quedaban a España las diminutas islas del Pacífico (las Marianas y las Carolinas). ¿Qué hacer con ellas? Aquellos minúsculos territorios ni eran importantes ni productivos pudiendo traer más problemas que beneficios. El gobierno de Silvela los vendió a Alemania por veinte millones de pesetas, poniendo fin a trescientos años de presencia española en el Pacífico.

El "Desastre del 98" evidenció la decadencia española en el concierto de las naciones. El sentimiento de Cánovas era cierto: España no podía mantener unas colonias tan dispersas creía el estadista española y, en verdad, no pudo. El sentimiento de humillación fue más grande que las consecuencias económicas de la pérdida de las colonias. Muchos intelectuales apostaron por la regeneración del país. "Pan, escuela y doble llave al sepulcro del Cid" dijo Joaquín Costa. En otras palabras, desarrollo y progreso siguiendo el modelo europeo olvidando el glorioso pasado imperial que ya no existía. Pero el progreso resultaría difícil, al menos, de momento.