Antonio Cánovas del Castillo no fue sólo el arquitecto del sistema político de la Restauración (1875 - 1931) sino también de las líneas maestras de la política exterior y colonial de España en el último tercio del siglo XIX. Una política que conduciría irremediablemente al conocido "Desastre de 1898" en el que España perdería sus últimas colonias en América y en el Pacífico.
Cánovas era un profundo conocedor de la situación en Cuba y en Filipinas gracias a un informe que había encargado cuando estuvo al frente del Ministerio de Ultramar durante el Gobierno de O'Donnell (1865 - 1866), en el último periodo del reinado de Isabel II. También era un audaz observador de la política internacional en Europa y, sobre todo, estaba convencido de la decadencia española en el concierto de las naciones, lejos ya del esplendor imperial de los siglos XVI y XVII.
En realidad la idea de la decadencia no era algo exclusivo de los españoles de finales del siglo XIX. Se enmarcaba ésta en un sentimiento más amplio de decadencia de los países latinos fundamentado en la derrota francesa ante los alemanes en Sedán y la entrada de las tropas italianas en Roma, ambos acontecimientos acaecidos en 1870.
Por ello, Cánovas diseñó una política exterior española de perfil bajo y profundamente conservadora en el plano colonial. España debía evitar los conflictos internacionales y la rivalidad con otras potencias mucho más poderosas. Se trataba de mantener lo que se tenía (aunque fuese poco) y no establecer alianzas con otros países que pudiesen hipotecar los territorios coloniales españoles. Por eso Cánovas se limitó a firmar acuerdos puntuales con otras potencias cuando lo consideró necesario pero sin romper la "política de recogimiento" que creía vital.
Lo cierto es que el imperio colonial español a finales del siglo XIX era poco más que los despojos del otrora imperio mundial en el que nunca se ponía el sol. Las colonias españolas se reducían entonces a Cuba, Puerto Rico, Filipinas, unos cuantos archipiélagos en el Océano Pacífico (las Carolinas, las Palaos y las Marianas) y algunos territorios en la costa occidental africana. Unos territorios tan disperos por el globo que era imposible defenderlos en caso de guerra. Si a ello sumamos la reducida capacidad operativa del ejército español, un conflicto colonial supondría la pérdida de todas las colonias.
A la luz de todos estos datos, la política exterior de Cánovas no parece descabellada. El principal inconveniente fue que, al no contar España con aliados sólidos entre las naciones europeas, en caso de un conflicto no deseado, como efectivamente ocurrió en 1898, se encontraría aislada. Pero en los años 70, Cánovas parece que no contempló esa posibilidad.
En un escenario internacional donde predominaban las tesis darwinistas de la supervivencia del más fuerte, España tuvo que proteger, durante varias décadas, sus escasas e insignificantes colonias como pudo. En 1875 ya se produjeron crisis en el Pacífico con Gran Bretaña y Alemania por la soberanía del archipiélago de Joló (al sur de Filipinas) y en las Islas Carolinas. Claro está, la débil España cedió derechos a las grandes potencias a cambio de mantener la paz.
Al mismo tiempo tanto en Cuba como en Filipinas empezaron a resurgir los movimientos independentistas que habían aparecido a mediados de siglo. En 1878, la Paz de Zanjón consiguió poner fin a la Guerra de los Diez Años en Cuba aunque al año siguiente hubo otro chispazo violento, la llamada Guerra Chiquita. En Filipinas, la situación no era mejor: el descontento por la mala administración de la colonia estalló en el Motín de Cavite, en 1872. Todos estos conflictos eran, para Cánovas, asuntos internos de la metrópoli en los que ninguna potencia extranjera debía injerir. Pero el problema se encontraba en que algunas potencias extranjeras ya tenían intereses en aquellos territorios...
A comienzos de los años 90, España tuvo que hacer frente a algunas revueltas independentistas en Ponapé (una diminuta isla en la Carolinas) y en Mindanao (la gran isla del sur de Filipinas). El conflicto definitivo estalló, sin embargo, en 1895 cuando se reactivó la guerra en Cuba. La historiografía cubana la conoce como la Segunda Guerra de Independencia, que se inició con el Grito de Baire. Aprovechando la debilidad española, en Filipinas estalló también una rebelión liderada primero por el nacionalista José Rizal y, poco después, por Andrés Bonifacio, fundador del Movimiento Katipunán. Aunque en 1897 los españoles consiguieron firmar con los independentistas filipinos una tregua en Biac-Na-Bató, la guerra se recrudeció en Cuba.
En todo este lío colonial, en el que España debía sofocar rebeliones en dos frentes situados a casi 16.000 km de distancia, en dos océanos y dos continentes distintos, los Estados Unidos vieron una oportunidad de oro para hacerse con los territorios españoles en las Antillas. En realidad, la colonización estadounidense de Cuba había comenzado décadas antes. El principal destino de las exportaciones azucareras cubanas no era España, la metrópoli, sino Estados Unidos, la gran potencia emergente cercana. Las compañías norteamericanas operaban libremente en la isla controlando las plantaciones de azúcar y, como es de imaginar, la inestabilidad política en la isla no les interesaba.
En cualquier caso, hasta 1898, Estados Unidos se mantuvo a la expectativa, sobre todo porque su opinión pública no quería una guerra con España. Todo cambió tras la voladura del acorazado Maine que Washington había enviado a La Habana para proteger los intereses estadounidenses. Los medios de comunicación norteamericanos se encargaron de presentar el accidente como un acto intolerable, el colmo de unos crueles españoles que estaban masacrando a los cubanos. El 25 de abril de 1898, Estados Unidos declaraba la guerra a España y se disponía a arrebatarle todas las colonias, no sólo en las Antillas.
La guerra fue desigual. Estados Unidos era la gran potencia emergente, con una gran fuerza militar. España hizo lo que pudo. La flota española fue literalmente borrada del mapa en las batallas de Cavite (en Filipinas) y Santiago de Cuba, donde los norteamericanos hundieron una a una las naves españolas que salían del puerto. En agosto, la contienda estaba finiquitada: el imperio colonial español en América y el Pacífico había desaparecido.
Ninguna potencia europea movió un dedo por España. Francia y Gran Bretaña se frotaron las manos ante las oportunidades que se abrían tras la salida de los españoles de las Antillas y Filipinas. Alemania y Austria-Hungría emitieron comunicados de condena de la intolerable agtesión estadounidense a una nación amiga como era España. Nada más. Era el precio de la ausencia de alianzas fuertes que durante tanto tiempo había evitado Cánovas. Por cierto, Cánovas no vio el desastre pues había sido asesinado junto un año antes, en agosto de 1897. España se vio sola e indefensa cuando se encontró ante una guerra no deseada.
A final de año, se firmó la Paz de París en la que se cedieron Filipinas, Guam y Puerto Rico a Estados Unidos. También se reconoció la independencia, más teórica que real, de Cuba, que a partir de entonces sería un protectorado de Washington. Sólo le quedaban a España las diminutas islas del Pacífico (las Marianas y las Carolinas). ¿Qué hacer con ellas? Aquellos minúsculos territorios ni eran importantes ni productivos pudiendo traer más problemas que beneficios. El gobierno de Silvela los vendió a Alemania por veinte millones de pesetas, poniendo fin a trescientos años de presencia española en el Pacífico.
El "Desastre del 98" evidenció la decadencia española en el concierto de las naciones. El sentimiento de Cánovas era cierto: España no podía mantener unas colonias tan dispersas creía el estadista española y, en verdad, no pudo. El sentimiento de humillación fue más grande que las consecuencias económicas de la pérdida de las colonias. Muchos intelectuales apostaron por la regeneración del país. "Pan, escuela y doble llave al sepulcro del Cid" dijo Joaquín Costa. En otras palabras, desarrollo y progreso siguiendo el modelo europeo olvidando el glorioso pasado imperial que ya no existía. Pero el progreso resultaría difícil, al menos, de momento.
En cualquier caso, hasta 1898, Estados Unidos se mantuvo a la expectativa, sobre todo porque su opinión pública no quería una guerra con España. Todo cambió tras la voladura del acorazado Maine que Washington había enviado a La Habana para proteger los intereses estadounidenses. Los medios de comunicación norteamericanos se encargaron de presentar el accidente como un acto intolerable, el colmo de unos crueles españoles que estaban masacrando a los cubanos. El 25 de abril de 1898, Estados Unidos declaraba la guerra a España y se disponía a arrebatarle todas las colonias, no sólo en las Antillas.
La guerra fue desigual. Estados Unidos era la gran potencia emergente, con una gran fuerza militar. España hizo lo que pudo. La flota española fue literalmente borrada del mapa en las batallas de Cavite (en Filipinas) y Santiago de Cuba, donde los norteamericanos hundieron una a una las naves españolas que salían del puerto. En agosto, la contienda estaba finiquitada: el imperio colonial español en América y el Pacífico había desaparecido.
Ninguna potencia europea movió un dedo por España. Francia y Gran Bretaña se frotaron las manos ante las oportunidades que se abrían tras la salida de los españoles de las Antillas y Filipinas. Alemania y Austria-Hungría emitieron comunicados de condena de la intolerable agtesión estadounidense a una nación amiga como era España. Nada más. Era el precio de la ausencia de alianzas fuertes que durante tanto tiempo había evitado Cánovas. Por cierto, Cánovas no vio el desastre pues había sido asesinado junto un año antes, en agosto de 1897. España se vio sola e indefensa cuando se encontró ante una guerra no deseada.
A final de año, se firmó la Paz de París en la que se cedieron Filipinas, Guam y Puerto Rico a Estados Unidos. También se reconoció la independencia, más teórica que real, de Cuba, que a partir de entonces sería un protectorado de Washington. Sólo le quedaban a España las diminutas islas del Pacífico (las Marianas y las Carolinas). ¿Qué hacer con ellas? Aquellos minúsculos territorios ni eran importantes ni productivos pudiendo traer más problemas que beneficios. El gobierno de Silvela los vendió a Alemania por veinte millones de pesetas, poniendo fin a trescientos años de presencia española en el Pacífico.
El "Desastre del 98" evidenció la decadencia española en el concierto de las naciones. El sentimiento de Cánovas era cierto: España no podía mantener unas colonias tan dispersas creía el estadista española y, en verdad, no pudo. El sentimiento de humillación fue más grande que las consecuencias económicas de la pérdida de las colonias. Muchos intelectuales apostaron por la regeneración del país. "Pan, escuela y doble llave al sepulcro del Cid" dijo Joaquín Costa. En otras palabras, desarrollo y progreso siguiendo el modelo europeo olvidando el glorioso pasado imperial que ya no existía. Pero el progreso resultaría difícil, al menos, de momento.
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