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jueves, 28 de diciembre de 2023

HISTORIA DE DOS PULSERAS

(UN RECUERDO DEL AÑO 2023)


En septiembre se rompió mi pulsera marrón. Era la pulserita trenzada que adornaba mi muñeca izquierda desde hacía veinte años. Junto a ella tenía otra, negra, que sigue unida a mi brazo. Aquellas pulseritas humildes, resistentes y bien sujetas parecían eternas. Creí en algún momento que estarían las dos conmigo para siempre. 

Recuerdo cuando mis padres me las regalaron. Las vendía un artesano argentino en el paseo marítimo de un pueblito catalán. Aquel hombre las anudó tan fuerte a mi brazo que nunca se soltaron en dos décadas. Me gustaba mirarlas y tocarlas porque me recordaban otros tiempos, otros lugares. Ambas fueron testigos de instantes vividos a los que me es imposible regresar. Una de ellas, la marrón, acabó deshilachándose. 

Era esperable este final, a pesar de todo. Nada dura para siempre, los materiales se deterioran y, aunque parecía muy férrea, la pulserita era frágil. Todo lo tenía en contra: el paso del tiempo, el roce constante con el reloj, el ataque del agua, del sudor, del jabón, de la crema. Todo pasa factura y la pulsera, artesanal, tenía un punto débil, una parte más fina que fue su final. Los hilitos que la formaban se desgastaron y acabaron cediendo.

Se separó discretamente de la muñeca en plena noche. Discreta fue también su compañía en mi brazo. Alguien se fijó alguna vez en ella, pero pasaba desapercibida. La podría haber cortado hacía años, pero nunca me atreví a hacerlo. Y al mirarla veía fortaleza, permanencia en el tiempo, a pesar de todo. También veía complicidad porque vivió conmigo muchos momentos, compartió muchas historias y guardó muchos secretos. Era parte de mí.

La pulsera marrón se rompió a finales de un verano tormentoso. Algo en mí se rompió con ella. Algo en mí se había roto antes de que la pulserita desapareciese. El verano fue difícil, oscuro, agotador. Lo contrario de lo que queremos que sea nuestro periodo vacacional. Y cuando el estío estaba llegando a su fin, la pulserita resistente de mi muñeca dejó de resistir. Quizá fue una metáfora. 

Lo que antes hacía con fervor me provocó rechazo. Recorrí caminos que nunca pensé recorrer. Hice lo que nunca creí que llegaría a hacer. Dediqué tiempo a quien no le importaba. Sentí lo que hacía mucho que no sentía. Quien creí que nunca me haría daño me destruyó de una manera bella, sutil, silenciosa. Lo que más añoraba acabó siendo una anécdota. Y, al final, me alejé de quien hubiese querido tener a mi lado.

Se rompió por su lado más frágil. El nudo nunca se deshizo, pero la pulsera no pudo más. Cuando, por la mañana, me di cuenta, la miré con detenimiento pensando en los largos años que estuvo conmigo. Ya no lo volvería a estar nunca más. Hice ademán de tirarla a la basura. Total, ¿para qué servía ya? Pero, en el último instante, en el último segundo, no pude hacerlo. Los restos inservibles aún conservan algo especial. Que algo se haya quebrado no significa que haya dejado de ser importante.

La mente, que va y viene, repasó en unos minutos dos décadas de mi vida. Repasó logros, sueños, desgracias y alegrías. Repasó momentos felices y tristes. Repasó sentimientos, actitudes, formas de vivir. Se cruzaron en ella aciertos y errores. Igual que la pulserita, algo se fracturó en mi interior. Pero, poderosa mente que siempre busca reponerse, en una milésima de segundo, mis ojos se volvieron hacia la otra pulsera, a la que quedaba intacta: a la negra. Siempre hubo dos pulseras idénticas, salvo en el color. Había olvidado la que seguía resistiendo, la que aún estaba ahí. Había olvidado lo que continúa en mí, lo que sigue en pie. 

Y ahí sigue la negra, en torno a mi muñeca. Ha perdido a su compañera, pero ella resiste. Eran dos, ahora es sólo una, pero está ahí. Es frágil, delicada, pero lleva veinte años sin que el nudo se deshaga, sin que las trenzas se rompan. Y parece que va a persistir, a pesar de todas las amenazas que la rodean. A pesar de todo, la pulsera negra permanece igual que siempre, como si nada hubiera pasado. Como si no se hubiese destruido nada alrededor. Como si no hubiese perdido nada. Sobrevive. Sigo aquí. 


viernes, 22 de diciembre de 2023

ZWEIG, PAZ EN DÍAS MALOS



En febrero se cumplieron ochenta y un años del suicidio de Stefan Zweig, junto a su esposa, en la ciudad brasileña de Petrópolis. Corría 1942, plena Segunda Guerra Mundial, y el escritor austríaco no pudo soportar la idea de un triunfo nazi. Después de tantas décadas, su obra ha quedado ahora libre de derechos de autor y proliferan las ediciones y las reproducciones de sus novelas, biografías y cartas.

Era un día frío y lluvioso de finales de febrero. Era un mal día, de hecho. Los ha habido muy malos este año. Entré en la librería y mis ojos repararon en un libro grueso y pesado de llamativa portada: "Stefan Zweig. Cuentos completos". Había leído algunas de sus obras, pero nunca había imaginado acceder a todas sus novelas de una vez. Lo ojeé unos minutos dudando si comprarlo o no. Siempre he creído que son los libros los que eligen a uno en el momento adecuado para ser leídos y no al revés. Y este libro me eligió a mí aquel día.

El libro grueso de Zweig ha estado conmigo estos meses, me ha acompañado largas semanas. Algunas veces esperaba paciente en la estantería o en la mesa. Otras, entre mis manos, me deleitaba con alguna historia. Leer implica atención, concentración, y cuando la mente zozobra me es difícil dedicar tiempo a la lectura, como ha ocurrido últimamente. Pero muchas de sus novelas cortas fueron la dosis idónea de distracción en algunos momentos difíciles de este año. 

A fin de cuentas, las novelas de Zweig tienen mucha vida. Son retales de cualquier vida. Hablan de miedo, de traición, de ilusión, de esperanza, de amor, de desesperación. En ellas, uno puede rastrear su vida. Compartir su existencia. Y uno, que lee con atención y con lápiz en la mano, marca cuidadosamente las frases que le llegan al alma, que se clavan en la conciencia irremediablemente. Y que dan lecciones de vida. Citas que, como dije ya en otro texto, uno puede aplicar a cualquier momento de su vida. Que puedo aplicar a este año que ahora termina. 

Cuánta verdad hay en esta frase que habla de los momentos decisivos de la vida, los instantes que marcan un antes y un después en la existencia de uno. Son aquellos segundos que determinan años, que dejan su impronta de por vida. Hablé de ello en una entrada en mayo:


Y esta otra, que habla de la unión de dos espíritus a través del recuerdo. Los recuerdos, la memoria, construyen, al fin y al cabo, una parte de nuestro ser y nos unen aunque la distancia, el tiempo y las circunstancias nos separen:


Quizá una de las obras más famosas de Zweig sea "Carta de una desconocida", el relato de un amor apasionado, atormentado, irreal. Un párrafo hiela el alma al leerlo por la humildad y la resignación que transmite: 

"Veinticuatro horas en la vida de una mujer" es otro de los clásicos de Zweig. ¡Cuánto puede cambiar la vida de alguien en solo un día! Una decisión correcta, un error torpe, un acto de valentía o de cobardía, una persona que se cruza en el momento oportuno. Cuántos sentimientos encontrados y contradictorios:


Y esta frase es una de las más sensuales que he leído nunca. Rebosa amor, ternura, erotismo... a pesar de que la pareja en cuestión está esperando un terrible destino:

Y permitidme que termine con otra bien distinta. Aquí, Zweig habla de los libros y de su poder para detener el tiempo y para compartir ideas a través de generaciones. En "Mendel, el de los libros" cuenta la vida de un apasionado de los libros cuya existencia se ve truncada por la maldita guerra. 


Es como si Zweig hablase a uno a través de sus novelas. Como si, en cada frase, en cada historia, el escritor austríaco quisiera darnos una sutil lección de vida. Con ese estilo calmado, pero inclemente, directo, en el que cada párrafo, cada frase, cada palabra está elegida a conciencia, Zweig da paz aunque los días sean malos.







lunes, 11 de diciembre de 2023

ESPÍRITU DE NAVIDAD



Entramos en una construcción destartalada. Algunos cristales están rotos; las verjas de las ventanas, oxidadas; los muros exteriores, desconchados. Se respira un aire decadente, como en todo este barrio de Copenhague al que llaman Christiania. Esta zona es, sin embargo, una de las principales atracciones turísticas de la ciudad. En teoría, es una "ciudad libre" y aquí no se aplican las leyes danesas ni de la Unión Europea. Cada uno hace lo que quiere y como quiere. La droga campa a sus anchas... la delincuencia no, que son daneses.

Un cartel nos anuncia a lo que está dedicado el edificio decrépito: "Mercadillo Navideño". ¡Qué típico para las fechas en las que nos encontramos! Los grafitis que adornan los muros interiores del caserón me llaman la atención. Igual que las escaleras metálicas. El ambiente es extraño. Nos mezclamos dentro gentes de todo tipo: turistas, vendedores, 'artistas'... En el segundo piso está el mercadillo en cuestión. La sala está adecentada, con suelo y paredes de madera. Se venden postales, cuadros, gorros, bufandas y adornos, todo artesanal.

En una de las mesas, una mujer de unos sesenta años vende adornos navideños que elabora en su tiempo libre. Creo que está jubilada así que debe de tener mucho. Son todo conjeturas mías. Mata los ratos haciendo estas manualidades y luego vendiéndolas en el mercadillo de Christiania. Su aspecto es descuidado, con pantalones anchos y blusa de colores. Muy hippie todo. Lo que, desde luego, no son hippies son sus gafas Ray-Ban, su reloj Rólex y el iPhone que tiene sobre la mesa, junto a los adornillos en venta. 

El lugar está decorado convenientemente con los tiempos que corren. Hay banderas palestinas por doquier, símbolos de la paz aquí y allí, pintadas en favor de la legalización de la droga y mensajes feministas. Todo contradictorio, pero acorde a lo que hoy es políticamente correcto en el Viejo Continente. Entiendo que la mujer comulga con todo esto. Eso sí, vigila con celo su iPhone, luce su Rólex y cobra cada adornito navideño a precio de oro. Su conciencia debe de quedar tranquila después de pasar las tardes en Christiania, por la noche supongo que volverá a su confortable casa en su barrio de siempre, lejos de estas cuatro paredes sucias.

Christiania no deja indiferente a nadie. Salimos del mercadillo y caminamos un poco más. Hay una excursión de turistas alemanes que hacen fotos a todo. No hacen caso a las señales que prohíben tomar instantáneas. Se cruzan con hombres ocultos con gorros y pasamontañas negros. Cada uno va a lo suyo aquí. En la calle principal se vende droga sin impedimento ninguno. Los camellos montan sus chiringuitos como si fuese otro mercadillo navideño. De hecho, hay otro mercadillo navideño más allá, en una nave abandonada. Todo es tan caro aquí que no compro nada, a pesar de las causas justas que se publicitan aquí y allá. Prefiero vivir con el remordimiento.

Cuando abandonamos Christiania leemos en un gran letrero: "Está entrando en la Unión Europea". ¡Resulta que por unos minutos estuvimos fuera de la UE y no nos habíamos enterado! Caminamos de nuevo al centro de la Copenhague. Hace frío, mucho frío. El ambiente húmedo cala hasta los huesos. Pero las calles están atestadas. La gente va y viene de aquí y de allá con montones de bolsas. La ciudad está engalanada desde hace semanas, hay lucecitas multicolores por todos lados y en las calles se mezcla el olor a vino, a chocolate y a hamburguesas y perritos. Todos muy calientes, eso sí, para combatir al frío. Probar el vino caliente es curioso para alguien que viene del sur. Tívoli, el parque de atracciones más antiguo de Europa también está exuberantemente decorado para la Navidad. 

Son las siete de la tarde y es de noche desde hace cinco horas. Entramos en un restaurante con la intención de cenar (aunque para nosotros casi sea la merienda). El local también está decorado con temas navideños. En un cartelito de madera que sujeta un Papá Noel sonriente leo "15 days 'till Christmas". Es una cuenta atrás, cada día cambian el número. Quedan quince días para Navidad, pero todo está inundado ya de espíritu navideño. ¡Hasta hay una cerveza con sabor a Navidad! Me dijeron que le echan especias navideñas... ¿A qué sabe la Navidad?

Pero todo esto no es una Navidad real. No es la Navidad. Es una Navidad pagana, como en el resto de Europa. Es una Navidad de papanoeles, elfos, duendecillos, renos, farolillos, luces, gofres, acebo y guirnaldas. Por ningún lado veo al Niño Jesús ni a la Virgen María ni nada relacionado con la religión. Todo está impregnado de espíritu navideño, pero es un espíritu navideño vacío, insípido, carente de su esencia original. Las tradiciones locales desaparecen arrolladas por una nueva tradición foránea fruto de la globalización y por un desbocado consumismo que invita a gastar, gastar y gastar. 

Avanzo por la principal arteria comercial de Copenhague, Strøget. Es la calle de tiendas más larga de Europa. Aquí uno puede entrar en Zara, Gucci o en H&M, puede visitar el Museo del Libro Guinness de los Récords y una enorme tienda de LEGO. Puede comprar casi cualquier cosa. Pero la calle carece por completo de personalidad. Es Copenhague, pero podría ser Madrid, París, Milán o cualquier otra capital europea. Da igual: los establecimientos son iguales, los productos son iguales, el ambiente es igual. Ahora, en diciembre, todo está bien decorado con motivos navideños. Igual que en Londres, en París o en Ámsterdam. Lo importante es comprar y comprar. Y es que todo, al final, está consagrado al nuevo dios al que adoramos. Un dios que no tiene nada que ver con la religión ni con la Navidad. Es la sociedad de consumo, que lo devora todo. 


Vista del interior del Parque Tivoli, en el centro de Copenhague