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miércoles, 18 de marzo de 2020

EL FINAL DE NUESTRO MUNDO




"Una epidemia tan grande no se recordaba. Lo más terrible de esta enfermedad fue el desánimo. Se infectaban unos al atender a otros, morían como ovejas."
 (Tucídides, Libro II, 51, 4. - siglo V a.C.)



"Es preciso sufrir con la resignación de algo inevitable las cosas enviadas por la divinidad y con valor las que vienen de los enemigos."
 (Pericles según Tucídides, Libro II, 64, 2)




Diecisiete de marzo de 2020. Suena el despertador que programé la noche anterior, me levanto y abro la ventana. Es un día nublado, frío, desagradable. El día anterior ha nevado. Se acerca el fin del invierno pero no lo parece. Me preparo para salir al exterior, me lavo las manos con insistencia, me pongo el abrigo y suspiro. "Ahora vengo" - digo con tono alto dirigiéndome hacia quien se encuentra en el cuarto del fondo.

Bajo andando desde un sexto piso. Como siempre. Evito tocar el pasamanos de las escaleras. No sé quién lo ha tocado antes. ¿Estará infectado? Trato conscientemente de no rozar la pared, de pisar en el centro de los escalones. Llego al portal. La luz se enciende gracias a un detector de movimiento instalado dos meses antes. No le había dado importancia. Hoy sí. Me doy cuenta. Ha evitado que pulse el botón para enceder la luz. Entonces llega la hora de abrir la puerta que da a la calle. Hago un requiebro absurdo con el brazo intentando abrir la puerta con el codo según han dicho en la televisión. "Uno de los focos de contagio son los pomos de la puerta, los botones del ascensor...".

Salgo por fin a la calle. El viento frío de final del invierno sopla en mi cara. No hay nadie en la calle. La acera es toda para mí. No pasa ni un solo coche en ese momento. Avanzo un poco más. Me dirijo al supermercado que está dos calles más allá. En el camino me cruzo a dos transeúntes. Van solos. La ley dictada dos días antes no permite ir en parejas o grupos. En realidad no permite salir a la calle más que para ir a trabajar, a comprar comida, sacar a pasear al perro o acercarse al banco a por dinero. Uno de ellos lleva una pequeña bolsa. El otro está paseando un precioso pastor alemán que tira fuerte de la correa. Parece que tiene prisa.

Entonces llego a la entrada del supermercado. Dos señoras hablan en la puerta. Están separadas por casi dos metros de distancia. Una de ellas fuma un cigarrillo. "Buenos días" - digo al entrar a la tienda. Ninguna contesta. Quien sí se dirige a mí, nada más cruzar el umbral de la puerta, es la cajera que atiende una cola de cuatro o cinco clientes - "Póngase los guantes, son obligatorios". La miro incrédulo. El día anterior no había necesitado guantes. No había visto la cajita de guantes de plástico transparente que había justo delante de mí. Los clientes me miran resignados. Me pongo los guantes y, por fin entro a la tienda.

Busco pocas cosas: pan, leche, chocolate, unos pimientos... Recorro los pasillos. Cuando estoy entre dos estanterías me cruzo con otro cliente. "Uy, perdón" - me dice sobresaltado. Y rápidamente se da la vuelta alejándose de mi. No sabe si yo también estoy infectado. Me cruzo con una señora del barrio. La conozco de vista de siempre. Lo mismo. Me dice un escueto "hola" y se da la vuelta. Avanza rápido tapándose la nariz y la boca con un pañuelo de usar y tirar. Como si ese pañuelo fuese el escudo definitivo contra el mal que nos acecha.

Cojo de las estanterías todo lo que necesito. Me acerco a la caja para pagar. Hay que respetar la distancia entre unos y otros. Líneas rojas señalan donde se tienen que colocar los clientes aguardando el turno. "Señora, colóquese más atrás por favor" - se dirige uno de los empleados del supermercado a una mujer que estaba detrá de mí. Había sobrepasado la línea. Los demás clientes miran hacia abajo. Algunos llevan mascarilla. "¿Para qué?" - pienso yo - "dicen que no es necesaria en la vida diaria...".

Llega mi turno. "Nueve con cincuenta, por favor" - me dice la cajera. Acto seguido se retira a dos metros hacia atrás. Saco la tarjeta bancaria. Han dicho que es mejor pagar con tarjeta que en efectivo. El dinero puede contener el virus. Tecleo el número secreto. La cola de clientes que espera a pagar es larga. Me doy cuenta de que todos esperan a que me marche. La cajera no va a cobrar al siguiente hasta que yo no haya depositado todos los productos que acabo de comprar en la bolsa que traigo de casa. Hay que mantener una distancia prudente.

Meto todo atropelladamente en la bolsa y me marcho. Antes de salir me doy cuenta de que tengo que quitarme lo guantes. De dentro hacia afuera y dando la vuelta al guante. "Adiós, buenos días" - nadie contesta. Definitivamente no son buenos días.

En la calle, de vuelta a casa, me cruzo con otra mujer. Lleva un carrito de la compra. Pasamos a una distancia prudente. Dos metros uno del otro. Por si las moscas... Ahora veo más coches en la calle. Cuatro. Todos van ocupados por una persona sola. El decreto aprobado por el Gobierno el día anterior prohibe más ocupantes. Sólo el conductor. Me dirijo a mi casa. Otra vez el mismo dilema. ¿Cómo abrir la puerta? Saco la llave y con ella empujo la puerta del edificio. La luz del portal se enciende automáticamente. "Menos mal". Para llamar al ascensor uso también la llave. No toco nada con las manos. No vaya a ser.

"¡Menudo panorama!" - exclamo al entrar en casa. Dejo la bolsa de la compra, me quito el abrigo y corro a lavarme las manos a conciencia. Cuarenta y cinco segundos frotándolas. "Hay que lavarse las manos bien" no paran de repetir una y otra vez en la tele. "¡Ven que van a decir en la tele las noticias!".

Son malas las noticias. Casi 14.000 infectados en toda España. Unos 600 fallecidos. El virus se extiende sin crontrol. Los hospitales se encuentran prácticamente saturados. No hay remedio para la enfermedad. El confinamiento de la población decretado por el Gobierno estaba previsto para quince días. Ya se habla de que el Estado de Alarma se va a prolongar. La desconfianza, el temor y el desánimo atenazan a la población más incluso que el mal. Esos son el verdadero mal. Si se perpetúan puede ser el fin del mundo. De nuestro mundo. 

¿Cuándo terminará todo esto? ¿Cómo será la sociedad que nazca de esta emergencia de salud pública? ¿Qué contará la Historia sobre esta pandemia dentro de varios siglos? Quizá se vea como el fin de una época.








 

"Es que lo repentino, inesperado y que sucede sin posibilidad de cálculo, esclaviza el entendimiento, cosa que os ha ocurrido en lo relativo a la epidemia"

(Tucídides, Libro II, 61, 3).

domingo, 1 de marzo de 2020

"RETRATO DE MARÍA TUDOR" DE ANTONIO MORO

 
  • Autor: Antonio Moro
  • Estilo: Renacimiento (s. XVI)
  • Año: 1554

En una época en la que no existían las fotografías ni los teléfonos móviles, los futuros esposos se conocían a través de retratos como este. Después de concertar el matrimonio entre el príncipe Felipe de Habsburgo (futuro Felipe II) y la reina María Tudor de Inglaterra, el pintor holandés Antonio Moro marchó a Londres para retratar a la soberana y enviar la pintura a España. De igual forma, Tiziano retrató a Felipe y el cuadro fue enviado a Inglaterra. Dicen que, cuando la reina María vio el cuadro de su futuro esposo, un joven adolescente, quedó enamorada al instante. No se puede decir lo mismo de Felipe al ver a su futura esposa.

María Tudor era la única hija de Enrique VIII de Inglaterra y su primera esposa, la reina Catalina de Aragón (hija de lo Reyes Católicos). Devota católica, al contrario que su padre y sus hermanos, subió al trono inglés tras morir su hermano Eduardo VI sin herederos. Volvió a instaurar el catolicismo como religión oficial en Inglaterra y desató una terrible persecución de los protestantes. Por eso, hoy en día es conocida en Inglaterra como "Bloody Mary" (María "la Sanguinaria").

El pintor intentó disimular la edad de la reina, mayor que la de Felipe. María tenía 38 años mientra que el príncipe apenas contaba 27. También se afanó por mejorar su apariencia pues muchos hablaban de la feladad de la reina. Sin embargo, el resultado final no consigue impedir que el espectador descubra ambos problemas.

Se trata de un retrato a tres cuartos en el que observamos a la reina sentada en un sillón, aunque su postura es erguida. Sostiene con la mano derecha una rosa roja, ímbolo de la Dinastía Tudor. En muchas ocasiones se ha afirmado que el colgante es la llamada "Piedra Peregrina", una joya que estuvo vinculada durante siglos a la Monarquía Hispánica y que, presuntamente, habría regalado el príncipe Felipe a su futura esposa al saber que iba a casarse con ella. No obstante, esto es falso puesto que Felipe II adquirió la "Piedra Peregrina" años después de su matrimonio con la reina de Inglaterra.

En 1554, Felipe se casó con María Tudor en Londres. Ella estaba perdidamente enamorada de Felipe, anque este no la correspondía con su amor. El matrimonio no pudo tener hijos, aunque la reina sufrió algunos "embarazos psicológicos". En 1556, Felipe salió de Inglaterra para suceder a su padre, el emperador Carlos V, y no volvió a ver a su esposa. María Tudor falleció en 1558.