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domingo, 11 de febrero de 2024

NADIE ESPERA EN CANFRANC

Estación vieja de Canfranc, febrero de 2024


La estación de Canfranc, en el Pirineo oscense, se encuentra entre montañas, a más de mil metros de altitud. La carretera para llegar hasta allí es tortuosa y el ambiente es siempre frío, incluso en los días de verano. Pero fue concebida como lugar de encuentro, como sitio de paz entre naciones. Y esto, más allá de la espléndida arquitectura monumental de la estación vieja, la convierte en un lugar especial.

Fue inaugurada en 1928 por el rey Alfonso XIII de España y el presidente de la República Francesa, G. Doumergue, como un edificio extraterritorial, situado en España, pero mitad francés y mitad español. El proyecto pretendía unir por ferrocarril ambos países atravesando los Pirineos por el puerto de Somport. Y así lo hizo durante más de cuarenta años hasta que el derrumbe de un puente la dejó aislada por el lado francés. 

El edificio sigue conservando la elegancia propia de la arquitectura del hierro de los años veinte. Su interior, amplio y luminoso, sorprende a los visitantes. Recientemente, ha sido restaurada y hoy funciona como un hotel de lujo. Junto a ella se encuentra la moderna estación de tren, que no es más que unos antiguos hangares de mercancías rehabilitados para tal uso. La suntuosidad de aquella contrasta con la humildad de ésta.

Cuando entré allí, hacía un día ventoso y las nubes escupían copos de nieve, algo propio del mes de febrero en el Pirineo. A pesar de que llevaba un paraguas, me había calado hasta los huesos. Era el precio de recorrer la estación y sus jardines de un lado al otro. Por simple curiosidad, quise asomarme a las vías modernas. Por su puesto, la estación estaba vacía. Nadie esperaba la llegada de ningún tren. Nadie esperaba nada. No había ni siquiera taquillas. Y en los paneles informativos apenas se anunciaba un tren, el Canfranero, que procedente de Zaragoza, tardaría horas en llegar. El lugar es insulso, a diferencia de la estación vieja.


Interior de la estación


Fisgoneé por las salas y acabé asomándome a las solitarias vías. Miré de izquierda a derecha. No había nada. Entonces, un hombre (visitante, como yo) se acercó y se detuvo a mí lado. También iba empapado, y también llevaba paraguas. Hizo lo mismo: miró a ambos lados, arriba y abajo, como inspeccionando la nave. Luego, nuestras miradas se cruzaron y me dijo: "¿No esperas a nadie?". No respondí. Los ojos incrédulos y una tímida sonrisa fueron suficientes.

Después de visitar la formidable estación vieja, después de contemplar sus lujosos salones, después de recorrer los jardines bajo una nevada ligera, pero persistente, ambos habíamos llegado allí, al único andén que sigue funcionando. Aquellos andenes habían sido lugar de esperas, de encuentros y de despedidas. Pero ahora nadie esperaba nada ni a nadie. Aquel lugar, que en otros tiempos rebosó vida y trasiego, ahora es un sitio solitario. 

El traqueteo del tren, razón de ser de la estación vieja, ya no es más que un ruido extraño que apenas se escucha. Quienes llegan allí no son viajeros, nadie les espera ni esperan a nadie. Son, simplemente, visitantes que van a esquiar en las pistas de Candanchú y Astún, que se encuentran muy próximas. Nadie espera con lágrimas en los ojos. Nadie se despide sollozando. Las emociones de los viajeros de hace cien años eran muy distintas a las de los turistas de hoy. Canfranc no es un lugar para la espera. El tiempo lo cambia todo.

Volví a los jardines de la estación. Seguía lloviendo pero ya no abrí el paraguas. ¿Para qué? Miré entonces hacia arriba, hacia las cumbres de las montañas que rodean la estación. Las nubes impedían verlas con nitidez. Se escondían y aparecían por momentos. En algunas había nieve. El ambiente nevoso, frío, solitario, daba a la estación un aire mágico, de película. Supongo que también ayudó a crear tal impresión la ausencia de turistas, que en estos tiempos quitan el alma a cualquier lugar. 

Entré a la cafetería donde me esperaba desde hacía rato quien no había querido mojarse. Era la hora de merendar así que pedí un chocolate caliente con un par de churros para entrar en calor. Por las cristaleras seguía contemplado, fascinado, las luces de la estación vieja, ahora reconvertida en un hotel. Mientras devoraba los churros,  recordé la pregunta de aquel hombre: "¿No esperas a nadie?". No, ya no espero a nadie. Nadie espera en Canfranc.


"¿No esperas a nadie?"