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lunes, 23 de enero de 2023

CATORCE DÍAS DE FELICIDAD

Abderramán III y el emperador Adriano


Es una oscura tarde de domingo de enero. Los termómetros en el exterior marcan varios grados bajo cero. Es mejor no salir de casa si uno no quiere congelarse. Pero la mente está inquieta, turbada. Es imposible hacer nada que requiera concentración. Intento leer, ver una película. Imposible. Los pensamientos, que vienen y van, lo impiden. 

A veces la mente es un caballo desbocado que no se detiene por mucho que tires de las riendas. Necesita desahogarse, aliviarse. Uno saldría a dar un paseo, a que le dé el aire, pero no es el momento. Son malos días los de enero. Me levanto del sofá como un resorte y miro los libros de la estantería. Cojo uno de ellos. Trata sobre cartas que cambiaron la Historia.

Lo leí hace algún tiempo y llevaba desde entonces en la estantería, ignorado. Ahora lo vuelvo a abrir y las cartas, por supuesto, siguen ahí. Lo ojeo. He olvidado la mayoría de ellas. Mis pensamientos no me permiten leer varias páginas seguidas, pero sí pequeños fragmentos. Paso las hojas rápido como queriendo encontrar algo que no sé lo que es. Supongo que mi mente busca una distracción para ese momento. Busca desbloquearse pasando hojas, quizá. 

Entonces mis ojos se detienen en una página, casi al final del libro. Y leo con atención el texto sin mirar siquiera su autor:

"He reinado más de cincuenta años en paz o en victoria, amado por mis súbditos, temido por mis enemigos, respetado por mis aliados. He dispuesto fácilmente de riquezas y honores, poder y placer; ninguna bendición terrenal parece haber faltado a mi suerte. En tal situación he tenido la diligencia de enumerar los días de felicidad pura y genuina que me han correspondido: ascienden a catorce. ¡Oh, hombres! ¡No depositéis vuestra confianza en el mundo presente!"

Mi vista asciende buscando al autor de semejantes palabras. Es Abderramán III, primer califa de Córdoba (929 - 961). ¿Es posible una lección de humildad tan extraordinaria como esta?

Abderramán III era el heredero de la dinastía Omeya, asentada en Al-Ándalus desde tiempos de Abderramán I "el Emigrado" (756). Subió al trono, como emir de Córdoba, en el 912 y, después de pacificar el reino y consolidar su poder, se vio lo suficientemente poderoso como para proclamarse califa en el año 929. Esta osadía lo enfrentó a los Abasidas de Bagdad y a los Fatimíes de El Cairo. Su reinado fue el periodo de mayor esplendor de Al-Ándalus.

En aquellos momentos, Córdoba era una de las ciudades más populosas del orbe, un cruce de caminos entre Europa y África. Hasta allí viajaban gentes de todos los lugares del mundo. El califa cordobés era uno de los gobernantes más respetados. A él acudían embajadas de los reinos cristianos peninsulares para rendirle pleitesía. El lujo y la suntuosidad de Córdoba sólo eran comparables a los de Bizancio y Bagdad. Y Abderramán III fue el artífice de todo ello y quien disfrutó de una posición social, política y económica inigualable. Lo tenía todo a su alcance, podía lograrlo todo. No había nada imposible para él y, sin embargo, no fue suficiente. 

En los últimos días de su existencia, cuando sus fuerzas flaqueaban y el final estaba cerca, reconoció que no había sido feliz más que catorce días en su vida. Una vida, por cierto, bastante larga, porque vivió setenta años, algo raro en el siglo X. Así lo transmitió en esta epístola destinada a sus sucesores, en especial a Alhakán II, quien estaba llamado a convertirse en el nuevo califa. 

Vuelvo a leer con detenimiento el texto que me ocupa, como queriendo exprimir su mensaje al máximo. Para que nada se pase. Es, sin lugar a dudas, una lección de vida y de sencillez. Y al final de la lectura, uno se pregunta qué mensaje quiso realmente transmitir el califa: "¡No depositéis vuestra confianza en el mundo presente!" dice al final. 

Por un segundo, la mente inquieta de antes se calma. El caballo desbocado se detiene y los pensamiento se serenan. No hay nada como dar alimento a la mente para que esta recupere el sosiego y se centre. De inmediato sigo pasando páginas, como queriendo leer otra carta del califa cordobés que me aclare el mensaje anterior. Pero el azar me lleva a Adriano, uno de los emperadores hispanos de Roma (s. II d.C.). Curiosamente también escribió unas palabras a sus herederos antes de morir:

"Almita mía, blandita y cariñosa,
del cuerpo huésped y compañera,
¿hacia qué lugares partirás,
palidita, yerta y desnudita,
donde no bromearás como solías?"

El enigmático mensaje de este hombre que vivió hace más de mil ochocientos años calma por completo mi azorada mente y la sumerge en la confusión. Es otra lección de la Historia, al fin y al cabo. ¿Hacia dónde partirá el alma? ¿Dónde encontrará la felicidad que los placeres del mundo le niegan?