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lunes, 8 de abril de 2024

CUATRO MESES SIN LLORAR



- ¿Sabes que llevo ya cuatro meses sin llorar?

No esperaba ese comentario en aquel momento. Ni en aquel momento ni en ninguno porque no creía tener tanta confianza con aquella alumna, pero sus ojos sinceros miraban a los míos fijamente mientras pronunciaba esas palabras. Otras dos muchachas contemplaban la escena. El entorno invitaba, desde luego, a confesarse pues nos encontrábamos en la basílica de San Lorenzo de El Escorial y el lugar estaba prácticamente vacío. El resto del grupo esperaba fuera a que los más rezagados terminásemos.

Unas cuantas alumnas se habían entretenido encendiendo unas velas y yo me había quedado a esperarlas. Al final, acabé también encendiendo una y metiéndome en este enternecedor embrollo. Por más que las apremiaba para no hacer esperar más al resto, ellas caminaban con calma y yo acabé contagiándome de su parsimonia. Los altos muros, las imponentes bóvedas y un silencio sepulcral e infrecuente enmarcaban el momento, aunque no nos dimos cuenta.

- Yo lloré ayer... - replicó otra, incapaz de culminar la frase sin soltar una carcajada nerviosa. Yo miraba hacia las bóvedas de la basílica sin pronunciar una sola palabra, miraba hacia todos lados queriendo evitar meterme en una conversación que no sabía a dónde podía llegar. 

- Pues yo lloro a menudo - contestó la tercera. Entonces las tres me miraron a mí, que me había detenido de nuevo a hacer una fotografía al retablo mayor y a la nave central del templo. Aunque repetía inconscientemente la misma frase insistente - vamos, vamos, que nos están esperando -, ahora era yo el que se había quedado atrás queriendo distanciarme un poco de la conversación y temiendo que al final me salpicase, como, en efecto, ocurrió.

Poco tardaron en incluirme, por supuesto, a pesar de mis intentos por permanecer al margen. La muchacha que había desencadenado el torrente de confesiones me miró con los mismos ojos inocentes de antes y me preguntó - ¿Y tú lloras a menudo? -. Y, claro, las otras dos permanecieron en silencio expectantes a mi respuesta, como mirando a un ser extraño e impredecible cuyas palabras, fueran cuales fueran, les podían dar tema de conversación durante días. 

Y en mi respuesta pretendidamente aséptica y distante, terminé confesando más de lo que al principio deseaba - No sé... Antes no lloraba casi nunca. Ahora lloro con más frecuencia. Supongo que son momentos de la vida. Algunas veces manifestamos nuestras emociones con más facilidad que otras -. Terminé abruptamente el discurso porque desconocía el rumbo de mis palabras, pero aquella situación improvisada en un lugar sobrio, hermético y rígido como el Escorial se convirtió en algo conmovedor. Como un borbotón de confianza inesperada se desprendió una confidencia, un pedazo de nuestro ser más íntimo. 

- ¿Y cuándo fue la última vez que lloraste? - querían saber más aquellas niñas. Era lógico, yo también querría saber más de mi profesor que siempre nos habla de Historia, en general, pero que no cuenta absolutamente nada de la suya propia, de sus historias. Apenas habían transcurrido un par de minutos desde que encendimos las velas e iniciamos la marcha hacia el Patio de los Reyes, donde nos esperaba el resto de alumnos y profesores que, por otro lado, aún no se habían percatado de nuestra ausencia. Fueron apenas unos minutos, pero a mí me parecieron décadas pues aquella conversación me pilló desprevenido, fuera de juego, y noté enseguida mi falta de soltura. 

- Hace unos meses... - respondí cortante mientras aceleraba el paso como queriendo huir, pero una de las adolescentes seguía empeñada en saber más - ¿Y lloraste por cosas malas o por cosas buenas? -. Consciente de que la situación era idónea para no parar de interrogarme, intenté concluir y desviar la atención - Cosas malas que han ocurrido. Y que no se han solucionado. Pero, ¿vosotras me imagináis llorando a mí?

- La verdad es que no - fue la espontánea respuesta de la chica que había iniciado la conversación. Pero la compañera, que caminaba a su derecha la contradijo - ¿Y por qué no? Todo el mundo llora alguna vez -. La tercera asintió con la cabeza dando la razón a su amiga. Luego me volvieron a mirar mientras atravesábamos el coro y el porche de la basílica. La luz del sol resplandeciente de los primeros días de abril nos cegó en el instante justo en el que abandonamos el templo y salimos al patio. Al otro lado se encontraban nuestros compañeros aguardando pacientemente nuestra llegada. 

Sabiendo que esperaban un comentario mío que confirmase o desmintiese su creencia, traté de ser claro y, de nuevo, distante y frío, aunque, a estas alturas, era fingir en balde - Eso es cierto. Llorar no es malo. Sirve para limpiar la conciencia, el alma. Llorar te limpia por dentro. No hay que avergonzarse de expresar el dolor, la tristeza o la alegría llorando -. Sentencié en un alarde de experiencia de quien, sin embargo, había pasado un mal raro por un inocente comentario de una adolescente en un momento inesperado.

Nos acercamos ya al resto, que nos esperaba para entrar en la fabulosa biblioteca que en su día fundó Felipe II. - ¿Ya estamos todos? - me preguntó otra profesora. Yo contesté afirmativamente, no quedaba nadie atrás. El murmullo de los otros alumnos, el nuevo espacio en el que nos adentrábamos y el trajín de la visita me hicieron olvidar por unos momentos la conversación que acababa de mantener. Pero no todos pasamos por alto las palabras que habíamos intercambiado. Mientras subíamos por las angostas escaleras que llevaban a la biblioteca, la muchacha del principio volvió a ponerse a mi lado, me miró y me sonrió.

- No es tan malo llorar. Pero yo no he llorado desde el año pasado.





domingo, 24 de marzo de 2024

SORIA: ¿LOS PRIMEROS FUERON MUDÉJARES?


Entrada a la fortaleza del Castillo y muralla del castro medieval

"Venid para acá, vamos a comenzar" nos llama Sandra, la representante del Ayuntamiento. En el centro del parque del Castillo nos arremolinamos poco a poco un grupillo variado de gente. No todos somos profesores de instituto, también hay algunos guías turísticos de la ciudad, trabajadores de los hoteles e incluso alguna insigne arqueóloga local. Pero todos hemos sido convocados para la primera visita guiada que se va a realizar por los recientes hallazgos que se han producido en el parque.

Es marzo, víspera de Semana Santa, unas fechas en las que la ciudad espera recibir muchos turistas y hay que presentar en condiciones los restos arqueológicos que se han encontrado. Las obras han acabado hace pocos días y todo ha sido acondicionado apresuradamente para dejarlo presentable. Queda trabajo por hacer, pero ya se pueden visitar los restos. Al parecer, en el consistorio también esperan que los profesores inculquemos a los alumnos la curiosidad por el pasado remoto y los orígenes de la ciudad. Unos orígenes que son, por cierto, un auténtico enigma.

El encargado de realizar la visita es Fernando, el arquitecto que ha dirigido las obras. A pesar de que no lleva un altavoz de esos que usan los guías turísticos, se apaña bien. Tiene buen tono de voz y es locuaz y didáctico, algo que agradecemos. Recorre el yacimiento de aquí para allá enseñando unos y otros restos mientras nosotros le seguimos de cerca atentos a lo que explica. La explicación es rápida, ágil, así que no hay tiempo para aburrirnos. Hay quien incluso toma apuntes.

Los restos encontrados en la parte norte y oeste del cerro han cambiado la visión que teníamos de los orígenes de Soria, allá en el siglo XII. No obstante, sigue habiendo más incógnitas que certezas y casi todas las informaciones que nos proporciona el arquitecto son meras conjeturas. Se están analizando los objetos encontrados ("muchas monedas", dice) y las investigaciones continuarán en los próximos años. Se van a excavar otras zonas del cerro, aunque lamentan que no se van a encontrar tantas cosas.

Algunos datos ya se sabían. El primer poblamiento de Soria se produjo en la cima del cerro del Castillo, donde se construyó un castro en el siglo XII. En el cerro hay restos anteriores, prehistóricos (de la Edad del Cobre y del Hierro e incluso un poblado celtíbero), pero difícilmente podemos decir que aquello era Soria. Además, los restos son escasos.

Puerta de entrada a la fortaleza

La planta del castro era ovalada y la muralla, de tapial, tenía muchos desagües. "Demasiados desagües" dice extrañado nuestro guía. "Aquí debía de haber una fuente de agua, un manantial, porque si no es difícil de explicar. Abundaba el agua y la arrojaban fuera de las murallas". Es cierto, en las excavaciones han aparecido multitud de desagües. El manantial, si es que lo hubo en algún momento, ya no está o desconocemos su localización.

Seguimos caminando hacia la puerta principal de la fortaleza. "La gente dice que hemos reconstruido la muralla, pero no es cierto. Hemos excavado. La muralla ha crecido hacia abajo" se apresura a informar Fernando cuando nos acercamos al imponente murallón. "Aquí estaba la puerta de entrada, ¿veis? Y esos orificios son lanceras aunque con el tiempo se transformaron en saeteras". Mientras dice estas palabras, enseña con gestos cómo lanzaban la flechas los defensores de la fortaleza, intentando que nos hagamos una idea de cómo debía de ser la vida en aquella primera Soria, hace unos novecientos años.

En el interior del cercado se ha excavado una inmensa trinchera de varios metros de profundidad que ha sacado a la luz, además de los desagües y las saeteras, los pies de la muralla. Unos siglos después de la construcción del castro se construyó una nueva muralla que reforzó la primitiva por el norte. En el siglo XIV,  el espacio entre una y otra cerca fue sepultado y allanado para extender el asentamiento. Fue entonces cuando se cegaron los desagües y las saeteras. Se ve que ya nos los necesitaban.

Talleres artesanales adosados a la muralla. Con graba blanca se ve la cisterna y el pequeño canal de desagüe.

"En el interior del castro hemos encontrado un barrio de talleres. Las construcciones estaban adosadas a la muralla como se puede ver", nos dice señalando los muros. Lo cierto es que los restos encontrados deben ser explicados con paciencia, pues cuesta imaginar cómo sería el poblado original. "Mirad: con graba de distintos colores se han marcado los diferentes espacios. Por ejemplo, la graba blanca indica que eso era una cisterna de agua de unos 30 centímetros de profundidad".

"¿Para qué se utilizaban esas cisternas?" pregunta uno de los compañeros que se encuentra a mi lado. "No lo sabemos. Ya digo que había abundante agua y esa agua no la utilizaban sólo para beber. Quizá se empleaba para el lavado de lana o para el teñido de tejido. Todo son hipótesis." Se afana en explicar nuestro guía, que contesta pacientemente todas y cada una de las preguntas planteadas. 

La excavación ha durado más de un año y ha sufrido muchas críticas por parte de asociaciones ecologistas. Al principio se opusieron a que se talasen los arboles y, después, a que se alterase el paisaje del parque. Como es lógico, el destrozo ha sido grande, pero las obras han intentado proteger todos los árboles que han podido. Sobre todo, los más valiosos. "Por aquí no hemos podido excavar porque esa secuoya no la podíamos talar, así que esta zona está sin tocar..." dice el arquitecto señalando un inmenso árbol que hay en medio del camino. 

Las primeras conclusiones extraídas de los estudios afirman que aquellos primeros pobladores fueron mudéjares y judíos venidos del Valle del Ebro. Soria nació en aquellos momentos. Parece claro que fue Alfonso I "el Batallador", rey de Aragón, quien ocupó estas tierras en el año 1119. En este estratégico lugar junto al Duero estableció una guarnición militar y el cerro fue repoblado con gentes procedentes de la zona de Zaragoza, que había sido conquistada un año antes, en el 1118. "Allí sobraban los mudéjares y los judíos, así que trajeron a algunos aquí y estos debieron de ser los primeros pobladores de Soria".

Al final del agradable paseo, cuando el sol ya empieza a caer y el cielo azul se vuelve rojizo, nos detenemos junto a los restos de un edificio algo diferente a los otros. Nuestro guía se dispone a dar los últimos datos: "Esto son todo conjeturas y no me atrevo a afirmarlo, pero este edifico, que está exento, es decir, separado de la muralla, podría ser una pequeña sinagoga. Aquí se ha encontrado una januquía. Se están analizando los datos, pero ¿por qué no?". Algunos de los presentes nos miramos con cierta incredulidad. Es precipitado afirmar nada con rotundidad.

Restos de lo que pudo ser un edificio público, ¿quizá una sinagoga?

Parece ser que hacia el año 1119, cuando los aragoneses ocuparon lo que hoy es Soria, el cerro del Castillo se repobló con musulmanes y judíos súbditos del rey de Aragón. También debió de crecer un pequeño barrio extramuros en la ladera sureste del Castillo, donde se ha encontrado una necrópolis judía. Luego, cuando las tierras de Soria fueron anexadas a Castilla por Alfonso VII, comenzó la repoblación cristiana. Los cristianos se asentarían en pequeñas colaciones o aldeas en el collado que forman los cerros del Mirón y del Castillo, pero al parecer aquella fue la segunda Soria, pues la primera fue de mudéjares y judíos aragoneses.

"¿Y la muralla de la ciudad?", pregunta alguien. "La muralla de la ciudad es posterior, del siglo XIV, seguramente de la época de la Guerra de los dos Pedros. Igual que la fortaleza, que se construyó en el siglo XIV o XV", contesta el arquitecto intentando dejar todo claro. "Parece ser que el castro original se despobló en el siglo XIV y los habitantes se marcharon y no regresaron. Nunca más se volvió a poblar está zona y por eso han llegado los restos hasta nosotros. Aquí arriba, en el Castillo, no ha vivido nadie desde aquellos judíos y mudéjares."

Muralla de la cara norte del cerro y trinchera excavada para sacar a la luz las saeteras, las lanceras y los desagües.

domingo, 17 de marzo de 2024

TIMBRES DE GUERRA


Hace algunos días hablábamos en la clase de 4° de ESO sobre las causas que llevaron a la Primera Guerra Mundial (1914 - 1918). Hablábamos de la Triple Alianza, de la Triple Entente, de la carrera de armamentos, de los conflictos en lejanas tierras africanas y de los problemas europeos, en los Balcanes. Hablábamos, en definitiva, de la Paz Armada, ese periodo previo a la Gran Guerra en el que todo el mundo en Europa se preparaba para una conflagración que muchos veían inevitable.

Una alumna, sorprendida por todo esto, preguntó cómo había sido posible. "Si estaba claro que iba a haber una guerra, ¿por qué nadie hizo nada para evitarla?" Y añadió oportunamente: "Parece que todos querían la guerra". Muchos de sus compañeros me miraron esperando una respuesta, creyendo ingenuamente que el profesor tiene respuestas para todo.

Y, entonces, otra muchacha hizo una de esas preguntas que hacen la docencia mucho más fácil. Una de esas escasas preguntas lúcidas llenas de curiosidad y coherencia que allanan el camino al enseñante: "¿Y esto no es lo que está pasando ahora?". Entonces recordé las frases que hace unas semanas pronunció la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ante el Parlamento Europeo: "La amenaza de una guerra puede no ser inminente, pero no es imposible". En su discurso, von der Leyen hizo un llamamiento a las naciones europeas para armarse ante un posible conflicto con Rusia. En otras palabras, la Unión Europea se prepara para la guerra.

Aquella pregunta inocente de la alumna sirvió en bandeja la conexión entre el pasado y el presente. Pude utilizar el presente para explicar el pasado y al revés. Aquella pregunta mostró con esplendor la razón de ser de la Historia, maestra de vida, maestra del presente. Comenté a los alumnos lo que estaba ocurriendo, las palabras de la presidenta de la Comisión y el alcance que podrían tener. Les mostré también el titular del periódico "El País" de uno de esos días: "Europa se prepara ya para un escenario de guerra". ¿No es esto una carrera armamentística? ¿No estamos viviendo una paz armada? 

Muchos de los alumnos no pudieron evitar mostrar perplejidad y algo de temor. Los comentarios fueron diversos. La mayoría susurraron al compañero del pupitre de al lado. Algunos se atrevieron a compartir en alto lo que pensaban: "¿Pero cómo va a haber una guerra en Europa?", exclamó uno; "Aunque haya una guerra, a España seguro que no nos afecta...", apuntó otro; "Y si hay una guerra, ¿vamos a tener que ir a luchar nosotros?", preguntó otra compañera. 

Temí, por momentos, haber alarmado demasiado a los alumnos. Pero aquellos muchachos mostraron el sentir de una sociedad europea que vive en una burbujita ensimismada en su propio bienestar que cree inmutable. Por supuesto, las palabras de algunos líderes europeos (se han sumado a las de von der Leyen, Macron y Scholz) no quieren decir que vaya a haber una guerra, pero sí que existe el riesgo. La guerra de Ucrania, que ya dura demasiado, nos enseñó que Europa no es ajena a los conflictos bélicos. La retórica belicista de Putin, que amenaza abiertamente a Europa occidental, tampoco es una fantasía. Todo son palabras, pero las palabras son reales. Todo es real, nos guste o no. 

La sociedad europea de la Belle Époque, a comienzos del siglo XX, también vivía complacida ante la idea de un progreso permanente sostenido por los avances tecnológicos. Los millones de jóvenes que murieron en las trincheras entre 1914 y 1918 no pensaban en la guerra antes del verano de 1914. Vivían ajenos al polvorín que se estaba creando en Europa. Muchos incluso acogieron con euforia la declaración de guerra en el verano de 1914. Luego descubrieron la cruda realidad: la destrucción, el hambre, las mutilaciones, la muerte. 

A veces, la Historia, como la vida, se encamina irremediablemente hacia un punto que nadie quiere, pero que parece difícil de evitar. A veces, hay que enfrentarse a lo que uno menos espera. Los Estados europeos de 1914 estaban preparado para la guerra, pero sus pueblos, a pesar de la mentalización previa que se llevó a cabo, es probable que no lo estuviesen. Quizá pasa lo mismo ahora. 

Cuando el timbre chirriante estaba a punto de indicar el final de una clase que había transcurrido por caminos no previstos (como muchas), un alumno mostró una actitud contraria a la del resto: "Putin invadió Ucrania porque le dio la gana. Si nos ataca, ¿qué tenemos que hacer? ¿Dejarnos? A lo mejor tenemos que defendernos, ¿no?". El resto de muchachos lo miraron con asombro y luego dirigieron sus ojos hacia mí, justo en el momento en el que, en efecto, el timbre comenzó a sonar. Yo no supe más que recordar una cita, creo que de Napoleón, que leí hace tiempo en algún sitio. La pronuncié en alto, mientras los adolescentes metían atropelladamente los libros y los estuches en sus mochilas. La mayoría, como suele ocurrir, ni siquiera la escuchó, pero alguno se quedó pensativo unos instantes:

"En la guerra, como en el amor, para terminar es necesario verse de cerca".




domingo, 11 de febrero de 2024

NADIE ESPERA EN CANFRANC

Estación vieja de Canfranc, febrero de 2024


La estación de Canfranc, en el Pirineo oscense, se encuentra entre montañas, a más de mil metros de altitud. La carretera para llegar hasta allí es tortuosa y el ambiente es siempre frío, incluso en los días de verano. Pero fue concebida como lugar de encuentro, como sitio de paz entre naciones. Y esto, más allá de la espléndida arquitectura monumental de la estación vieja, la convierte en un lugar especial.

Fue inaugurada en 1928 por el rey Alfonso XIII de España y el presidente de la República Francesa, G. Doumergue, como un edificio extraterritorial, situado en España, pero mitad francés y mitad español. El proyecto pretendía unir por ferrocarril ambos países atravesando los Pirineos por el puerto de Somport. Y así lo hizo durante más de cuarenta años hasta que el derrumbe de un puente la dejó aislada por el lado francés. 

El edificio sigue conservando la elegancia propia de la arquitectura del hierro de los años veinte. Su interior, amplio y luminoso, sorprende a los visitantes. Recientemente, ha sido restaurada y hoy funciona como un hotel de lujo. Junto a ella se encuentra la moderna estación de tren, que no es más que unos antiguos hangares de mercancías rehabilitados para tal uso. La suntuosidad de aquella contrasta con la humildad de ésta.

Cuando entré allí, hacía un día ventoso y las nubes escupían copos de nieve, algo propio del mes de febrero en el Pirineo. A pesar de que llevaba un paraguas, me había calado hasta los huesos. Era el precio de recorrer la estación y sus jardines de un lado al otro. Por simple curiosidad, quise asomarme a las vías modernas. Por su puesto, la estación estaba vacía. Nadie esperaba la llegada de ningún tren. Nadie esperaba nada. No había ni siquiera taquillas. Y en los paneles informativos apenas se anunciaba un tren, el Canfranero, que procedente de Zaragoza, tardaría horas en llegar. El lugar es insulso, a diferencia de la estación vieja.


Interior de la estación


Fisgoneé por las salas y acabé asomándome a las solitarias vías. Miré de izquierda a derecha. No había nada. Entonces, un hombre (visitante, como yo) se acercó y se detuvo a mí lado. También iba empapado, y también llevaba paraguas. Hizo lo mismo: miró a ambos lados, arriba y abajo, como inspeccionando la nave. Luego, nuestras miradas se cruzaron y me dijo: "¿No esperas a nadie?". No respondí. Los ojos incrédulos y una tímida sonrisa fueron suficientes.

Después de visitar la formidable estación vieja, después de contemplar sus lujosos salones, después de recorrer los jardines bajo una nevada ligera, pero persistente, ambos habíamos llegado allí, al único andén que sigue funcionando. Aquellos andenes habían sido lugar de esperas, de encuentros y de despedidas. Pero ahora nadie esperaba nada ni a nadie. Aquel lugar, que en otros tiempos rebosó vida y trasiego, ahora es un sitio solitario. 

El traqueteo del tren, razón de ser de la estación vieja, ya no es más que un ruido extraño que apenas se escucha. Quienes llegan allí no son viajeros, nadie les espera ni esperan a nadie. Son, simplemente, visitantes que van a esquiar en las pistas de Candanchú y Astún, que se encuentran muy próximas. Nadie espera con lágrimas en los ojos. Nadie se despide sollozando. Las emociones de los viajeros de hace cien años eran muy distintas a las de los turistas de hoy. Canfranc no es un lugar para la espera. El tiempo lo cambia todo.

Volví a los jardines de la estación. Seguía lloviendo pero ya no abrí el paraguas. ¿Para qué? Miré entonces hacia arriba, hacia las cumbres de las montañas que rodean la estación. Las nubes impedían verlas con nitidez. Se escondían y aparecían por momentos. En algunas había nieve. El ambiente nevoso, frío, solitario, daba a la estación un aire mágico, de película. Supongo que también ayudó a crear tal impresión la ausencia de turistas, que en estos tiempos quitan el alma a cualquier lugar. 

Entré a la cafetería donde me esperaba desde hacía rato quien no había querido mojarse. Era la hora de merendar así que pedí un chocolate caliente con un par de churros para entrar en calor. Por las cristaleras seguía contemplado, fascinado, las luces de la estación vieja, ahora reconvertida en un hotel. Mientras devoraba los churros,  recordé la pregunta de aquel hombre: "¿No esperas a nadie?". No, ya no espero a nadie. Nadie espera en Canfranc.


"¿No esperas a nadie?"