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sábado, 26 de enero de 2019

CINCO MUJERES QUE FORJARON EL MUNDO

El mundo está y ha estado siempre lleno de personas increíbles, de héroes y heroínas que han hecho lo imposible por transformarlo. Aquí vamos a hablar de cinco de ellas, cinco mujeres valientes que lucharon durante su vida por empujar el mundo hacia la libertad y la paz.


Isabel de Guevara (1530 - ¿?): fue una de las pocas mujeres que viajó al Nuevo Mundo como exploradora en el siglo XVI. Desembarcó en el Río de la Plata (actual Argentina) con la expedición de Pedro de Mendoza junto con otras veinte mujeres y unos 150 hombres. Combatió a los indígenas y fue una de las supervivientes. Se estableció en el actual Paraguay y desde allí escribió una carta a la Corona española relatando las hazañas del grupo de mujeres de la expedición. En su carta utiliza la expresión “nosotras, las mujeres”. Por ello es considerada la primera feminista de la Historia.

Bertha von Suttner (1843 – 1914): fue la primera mujer en obtener el Premio Nobel de la Paz en 1905. Aunque nació en una familia acomodada en Praga, pronto tuvo que ponerse a trabajar cuando su padre perdió toda la fortuna familiar en el juego. Fue secretaria de Alfred Nobel en París y después viajó con su marido al Cáucaso donde fue testigo de las guerras entre rusos y turcos. Quedó tan impresionada que dedicó el resto de su vida a defender la paz entre los pueblos en sus numerosas publicaciones. Su obra más famosa es “¡Abajo las armas!”. Murió unos días antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Sofía Casanova (1861 – 1958): nació en Galicia, pero tras ser abandonada por su padre se trasladó a Madrid. Gracias al apoyo de su abuelo, la familia salió adelante. Fue enviada como corresponsal por el periódico ABC a Polonia (por entonces parte del Imperio Ruso). Allí se casó y tuvo una hija, aunque viajaba regularmente a España. En 1914, mientras visitaba a su hija en Varsovia, estalló la Primera Guerra Mundial. Se convirtió en la primera reportera de guerra española enviando crónicas al periódico desde Polonia. También vivió la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial. Fue una pacifista convencida. Hoy en día es una de las grandes desconocidas de nuestra historia.

Eglantyne Jebb (1876 – 1928): aunque podía haber vivido sin preocupaciones puesto que su acaudalada familia poseía inmensas extensiones de terreno, quiso ayudar a los demás. Viajó a los Balcanes en 1913 para ayudar a los niños afectados por los conflictos. Allí le sorprendió la Gran Guerra. Las experiencias que vivió causaron en ella tal huella que decidió dedicar su vida a la protección de los niños. En 1919 fundó la organización “Save the Children” dedicada a la atención de la infancia en situaciones de conflicto. Hoy, es una de las ONG más prestigiosas del mundo.

Elisabeth Eidenbenz (1913 – 2011): está maestra y enfermera suiza participó activamente en el Comité Suizo de Ayuda a los Niños de España durante la Guerra Civil. En los últimos meses de la guerra abrió una clínica de Maternidad en la localidad francesa de Elna (a pocos kilómetros de la frontera española). Allí ayudó a dar a luz a cientos de mujeres españolas que había cruzado la frontera y se encontraban en los vergonzosos campos de refugiados creados en las playas de Perpiñán. Tuvo que hacer frente a las trabas de las autoridades francesas primero y después a la presión de los nazis. “Mi madre me dio la vida. Elisabeth, la esperanza en el género humano” afirmó hace unos años uno de aquellos niños nacidos en la Maternidad de Elna.

martes, 15 de enero de 2019

"LA PLAZA DEL DIAMANTE", INTRAHISTORIA PERO NO MICROHISTORIA

En el norte de Italia, a finales del siglo XVI, un molinero llamado Doménico Scandella, conocido como Menocchio, fue acusado de herejía ante el Santo Oficio. La Inquisición lo declaró culpable y fue finalmente quemado en la hoguera en 1601. Menocchio no era un Lutero o un Calvino, no era un reformador religioso cuyas ideas hayan pasado a la posteridad. Era un desgraciado, como tantos otros, que sufrió la mala suerte de vivir en una época en la que la fiebre religiosa no dejaba a nadie tranquilo. "Vivimos tiempos difíciles en los que no podemos hablar ni callar sin riesgo", escribió Juan Luis Vives a su amigo Erasmo de Rotterdam.

La historia de Menocchio la conocemos por la obra "El queso y los gusanos", publicada en 1976. A partir de las actas del proceso inquisitorial, encontradas en un pueblecito al norte del Véneto, el historiador Carlo Ginzburg reconstruyó la historia de este molinero, uno más de esos a los que hemos llamado de forma ambigua y casi despectiva "gentes sin historia". Son las peripecias individuales, personales, a veces cómicas, a vaces dramáticas, del pueblo, de desconocidos que no han pasado a la Historia, con mayúscula, pero tuvieron su propia historia. Y esa historia puede ser rastreada y reconstruida.

"El queso y los gusanos" abrió una nueva rama en la historiografía: la microhistoria. Consiste en la reducción de escala de los temas elegidos, en los que el investigador analiza un caso pequeño, concreto, como si fuera un detective. La microhistoria utiliza un relato vivo, ligero, que engancha al lector como si se tratase de una novela de intrigas y le descubre simples anécdotas que, en ocasiones, llegan a ser focos de luz de la Historia general, la de los libros de texto.

La microhistoria llegó a España en los años ochenta, con cierto retraso respecto de Europa. Pero aquí teníamos la voz "intrahistoria" acuñada por el filósofo Miguel de Unamuno a principios del siglo XX. La intrahistoria es, en resumidas cuentas, algo similar a la microhistoria aunque con una gran diferencia. La intrahistoria se refiere a un relato de ficción, a una obra inventada a partir de recuerdos de su autor o simplemente brotada de su imaginación. La microhistoria, por el contrario, precisa del rigor de la ciencia histórica, el autor no puede inventar nada, sino ceñirse única y exclusivamente a lo que proporcionan las fuentes, a lo que puede ver y contrastar. La intrahistoria puede ser o no Historia, la microhistoria lo es por esencia.

En este sentido, podemos calificar la obra "La Plaza del Diamante", novela de Mercè Rodoreda (1962) y película de Francesc Betriu (1982), como intrahistoria pero en ningún caso, porque ni siquiera lo pretende, como microhistoria. El relato de Natalia no es Historia porque sencillamente "la Colometa" nunca existió. Su vida, su drama, son ficticios. Su marido no murió en el frente de Aragón durante la Guerra Civil española porque, simplemente, nunca existió un Quimet, y tampoco sus hijos fueron Antonio y Rita. No hubo hijos. La vida de Natalia, al contrario de lo que ocurre con la del molinero italiano del principio, no puede rastrearse en ningún lado porque nació de la fantasita de Mercè Rodoreda, la autora de la novela.

Ello no impidió, sin embargo, que "La Plaza del Diamante" se convirtiese en un espejo en el que muchas mujeres que vivieron la Segunda República, la Guerra Civil o la posguerra se pudieran ver reflejadas. Las experiencias dramáticas que relata Mercé Rodoreda, y que pueden verse en la película, son imágenes de la memoria colectiva de millones de españoles que vivieron esa época, pero no pertenecen a nadie en particular: el terror dentro del metro durante los bombardeos; el hambre; el miedo a ser delatado, a ser entregado a los sublevados; la incertidumbre por el destino de los familiares y amigos; la desesperación por lo irracional de la guerra; etc. 

Todas estas experiencias que pueden verse en la película y leerse en el libro fueron o son comunes a millones de españoles. Se repitieron durante décadas en la memoria de hombres y mujeres a los que les volvían una y otra vez las mismas imágenes, constantes flashes en la mente que los llevaban a una época pasada de terror. Si "la Colometa" hubiese existido, las imágenes de la guerra hubiesen estado siempre en su memoria. Por eso "La Plaza del Diamante" es una intrahistoria, por que da luz a la memoria colectiva de varias generaciones de españoles, una memoria que se confunde con la historia de los desfavorecidos, de las "gentes sin historia".

En resumen, "La Plaza del Diamante" no es una obra histórica porque no es fruto de un proceso de investigación y no hay documentos, fuentes históricas que respalden el relato, que lo hagan real. Sí es, sin embargo, una intrahistoria, el resultado de la fantasía de su autora en la que a buen seguro se mezclaron recuerdos personales y vivencias de otros a quienes conoció o sobre los que oyó. Historias terribles, en definitiva, que marcaron a los hijos de la guerra de España, la memoria colectiva del país.  

martes, 1 de enero de 2019

LA TOMA DE GRANADA, 2 DE ENERO DE 1492



 "La rendición de Granada" (Pradilla, s. XIX)


A finales de 1491 el destino del Reino Nazarí de Granada estaba escrito. Hacía casi una década que los reyes de Castilla, Isabel y Fernando, habían iniciado las campañas de conquista del último reducto musulmán de la Península Ibérica. La guerra había sido larga y costosa, empleando Castilla todos los recursos a su alcance.

Corría febrero de 1482 cuando las disputas fronterizas permanentes entre castellanos y nazaríes llevaron a estos últimos a la toma de la ciudad cristiana de Zahara. En respuesta, los nobles andaluces, liderados por el marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia, conquistaron Alhama, en el corazón del reino nazarí. Apresuradamente, Isabel de Castilla se desplazó al sur para ponerse al frente de las operaciones junto a su esposo Fernando. Habían visto ambos en aquellos sucesos una excelente oportunidad para reforzar su autoridad y mantener ocupada a la belicosa nobleza castellana.

La guerra fue dura y prolongada. Los reyes de Castilla aprovecharon las disputas familiares que requebrajaban el trono de Granada. En 1482 hasta tres pretendientes al trono rivalizaron por el poder: Muley Hacén - el legítimo sultán -, su hermano el Zagal y su hijo Boabdil - heredero al trono -. A ello se sumaron las perennes disputas entre los distintos clanes granadinos: abencerrajes y zegríes. La defensa del reino se antojó pues muy complicada para la dinastía nazarí.

Aunque tuvo episodios cruentos, como la destrucción completa de la ciudad de Málaga, principal puerto del reino y donde se temía que llegasen los refuerzos norteafricanos, y la posterior esclavización de sus habitantes, en general, los monarcas castellanos fueron magnánimos con los granadinos. Fue una guerra de sitios estructurada en campañas anuales en las que los monarcas dirigían personalmente las operaciones militares. También se emplearon otras estrategias como el secuestro del hijo de Boabdil, que fue trasladado al interior de Castilla y educado en la fe cristiana junto a los hijos de Isabel y Fernando.

Muertos Muley Hacén y el Zagal, Boabdil fue incapaz de dominar su reino y resistir al avanze de los ejércitos cristianos. En octubre de 1491, Isabel había fundado la ciudad de Santa Fe, a unos pocos kilómetros de Granada, y se disponía a rendir la capital por hambre. Poco después el propio Boabdil se desplazó allí para firmar las capitulaciones de rendición y entrega de la ciudad. Corría el 25 de noviembre de 1491. A cambio de la rendición, los reyes de Castilla le entregaron a su hijo, previamente bautizado a la fuerza.

Por eso, a finales de 1491 se intuía el desenlace. El 1 de enero de 1492 fue un día de gran expectación en la vega de Granada. Por la noche, entraron en la ciudad los primeros contingentes de solados castellanos. Entre ellos se encontraban el contador mayor del reino Gutierre de Cárdenas, el arzobispo de Toledo Pedro González de Mendoza y el militar llamado a jugar un gran papel en el futuro, Gonzalo Ferández de Córdoba. Ellos se encargaron de tomar la plaza en nombre de los reyes de Castilla y de reducir los últimos conatos de resistencia en el interior de la Alhambra.

En la mañana del día 2, Isabel y Fernando acompañados de su séquito, fueron recibidos a las puertas de la muralla de Granada. Instantes antes Boabdil les había entregado las llaves de la ciudad. Por las calles granadinas algunos recibieron a los monarcas con vítores de alegría, otros con indiferencia. La entrada en la Alhambra se produjo hacia el mediodía. Una vez en el interior, se celebró la ceremonía del Te Deum, para agradecer a Dios la victoria cristiana y el éxito de los reyes de Castilla. Mientras Boabdil marchaba lloroso fuera de la ciudad, a un señorío concedido por los reyes de Castilla en las Alpujarras. "Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre" le espetó su madre cuando lamentaba la pérdida del reino...

Aquel mismo día y en los siguientes, Isabel y Fernando despacharon misivas a todos los rincones de la Cristiandad relatando la buena nueva. La noticia fue recibida con regocijo en Italia, Francia, Inglaterra y Alemania. Al fin y al cabo, caballeros de toda Europa Occidental se habían desplazado a Castilla para participar en la que sería la última cruzada, apenas unas décadas antes de la ruptura definiva de la Cristiandad. El Papa Borja Alejandro VI recibió la noticia con gran satisfacción a pesar de la antipatía que sentía por los soberanos castellanos y aragoneses. En cualquier caso, en 1496, les concedería el título de Reyes Católicos por haber tomado Granada para los cristianos.

También se entregaron privilegios y prebendas a quienes participaron activamente en la Guerra de Granada (1482 - 1492). Fray Hernando de Talavera, hasta entonces confesor de la reina, fue designado primer arzobispo de Granada y se le encomendó la difícil labor de evangelizar a los mudéjares granadinos. La estrategia que seguiría Hernando de Talavera no gustaría a los ya Reyes Católicos que se asombraron al ver que siete años después, en 1499, la mayor parte de los granadinos seguían siendo musulmanes. La solución, auspiciada por el nuevo arzobispo de Toledo y confesor de la reina Francisco Jiménez de Cisneros, sería radical: bautizar forzosamente a los musulmanes creando un problema nuevo, los moriscos. A lo largo del siglo XVI, los moriscos se sublevarían en numerosas ocasiones hasta su definitiva expulsión de la Península en 1609.

La toma de Granada ha sido interpretada tradicionalmente como el hito final de la Reconquista, iniciada en el 718 con la también mitificada batalla de Covadonga. Los que vivieron en 1492, y los propios Reyes Católicos, no lo vieron probablemente así. En su imaginario no se encontraba la idea de la culminación de un proceso casi legendario sino la de una etapa más en el proceso de expansión territorial de sus reinos que debió continuar en el norte de África pero que se trasladó ese mismo año al Nuevo Mundo. Sí participó la toma de Granada, sin embargo, del espíritu cruzado que sobrevivía en Europa a fines del siglo XV, más aun si tenemos en cuenta la amenaza del Turco en el Mediterráneo oriental y en Centroeuropa. La conquista definitiva de Granada puso fin, en todo caso, a ocho siglos de presencia islámica en la Península y abrió un nuevo tiempo en la evolución de la sociedad castellana, aún ansiosa de aventuras, guerras y riquezas. Ese afán se saciaría poco después en América.