Páginas

domingo, 30 de octubre de 2022

"AQUÍ SON POLVO Y NADA"

Vista del cementerio municipal de Soria

La anciana exclama con voz temblorosa: "2017. Hace ya cinco años que estás aquí". Después, toca la lápida y continua: "Mira, aquí abajo está la urna". Su hija la escucha en silencio. Solo los graznidos de un cuervo que vuela sobre los cipreses altera el recogimiento de la escena.

No hay mucha gente en el cementerio hoy. Son las seis de la tarde y ya anochece. A pesar de ser víspera de Todos los Santos, las lluvias de esta tarde han desanimado a muchos. Se respira tranquilidad. Se respira paz. Y el frescor del momento es agradable. No hace frío, aunque estamos ya a finales de octubre.

Iglesia de Nuestra Señora del Espino y cementerio

Sigo caminando. Un poco más allá, un hombre comenta a sus acompañantes: "Este niño era hijo de un compañero mío de trabajo." Y señala la lápida. Cuando se marchan, me acerco disimuladamente y leo: "Al niño Antonio (...) 1974. A los tres años. Sus padres y abuelos". Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero el recuerdo sigue aquí.

Nicho del niño Antonio

En el cementerio hay miles de tumbas. La muerte nos iguala a todos, pero las lápidas descubren quién fue el difunto. Algunos sepulcros son monumentales y lujosos. Otros, apenas una humilde lápida con varios nombres escritos. Algunos carecen incluso de sepultura y solo una placa o una crucecilla señala la fosa. Da igual, porque sus moradores ya no están. Ya no tienen nada; no son nadie.

Túmulo monumental

Una de las tumbas no tiene siquiera lápida. Solo una cruz de bronce con una plaquita en la que leo dos nombres y la edad que tenían cuando fallecieron. Son dos mujeres, de veintiuno y veinticuatro años. Dice la placa: "Recuerdo de su madre y hermanos". No puedo evitar preguntarme quiénes serían aquellas hermanas que marcharon tan jóvenes. Y pienso también en el sufrimiento de su madre. Todo ocurrió en 1954 y 1963. Demasiado tiempo hace ya. 

Tumba de las hermanas

En un cementerio, uno también puede visitar las tumbas de personajes ilustres. Algunas sepulturas están señaladas como atracciones turísticas. No son pocos los visitantes que se acercan a la tumba de Leonor Izquierdo, la esposa y musa del poeta Antonio Machado, muerta en 1912, a los dieciocho años. Ahora se puede visitar hasta una pequeña capilla con versos del poeta en el propio cementerio, junto al sepulcro de Leonor. Ella descansa allí, a pocos metros.

Sepultura de Leonor Izquierdo

También se encuentra en la parte más antigua del camposanto el sepulcro de Mariano Vicén, quien fuera alcalde de Soria a comienzo del siglo XX. Se puede leer un cartel azul que anuncia "Titularidad extinguida". Parece que ya nadie se hace responsable de sus restos, por muy ilustre que sea el difunto. La muerte nos iguala a todos.

Tumba de la Familia Vicén

Igual ocurre con los de Micaela Martínez, muerta en 1907. Tan solo una placa anuncia su fosa. No hay ni lápida ni cruz ni nada. Y parece que ya nadie se acuerda de ella. En un tiempo, sus restos se exhumarán y acabarán en el osario, como tanto otros. La placa se retirará y se perderá para siempre su recuerdo. Su existencia se apagará para siempre.

Tumba de Micaela Martínez

Los enterramientos más antiguos del cementerio son de mediados del siglo XIX, quizá anteriores. Cuando uno pasea entre las tumbas de la parte vieja siente el paso del tiempo y la fragilidad de la memoria. En algunos casos, las lápidas están abandonadas porque la familia de los difuntos se extinguió. En otros, en cambio, abundan las flores. Aún hay quien mantiene el recuerdo de los ausentes.

Algunos panteones son testigos de la sucesión de generaciones de una misma familia. Las inscripciones los anuncian: 1888, 1907, 1948, 1984, 2019. Son todos miembros de una estirpe y todos descansan en el mismo suelo. En grande se puede leer "Propiedad perpetua". Parece un intento de defender ese terruño como parte de la familia para que nadie lo arrebate. Ahí está su pasado, al fin y al cabo.

Aquí están enterradas generaciones de una misma familia.

Entre decenas de tumbas leo las inscripciones e imagino cómo fue la vida y la muerte de los difuntos. Me doy cuenta de que el cementerio no es un lugar sombrío ni triste. Es, por el contrario, un depósito de memoria, de vidas (en plural), de existencias. Es también una lección de humildad contemplar las lápidas de muchos cuyo recuerdo ya se ha perdido para siempre. Otros aún viven en la memoria de sus familiares y amigos. ¿Cuándo descansaremos nosotros aquí? ¿Por cuánto tiempo sobrevivirá nuestro recuerdo?

La muerte viaja inevitablemente unida a la vida. No se puede entender la una sin la otra. Así que este lugar es también un lugar de vida. Mientras pienso esto, busco las tumbas de los míos. Aquí están los que ya no son, pero fueron. 

Vista general de la parte nueva del cementerio

Cuando salgo del camposanto me cruzo con una familia. Van rápido, parece que tienen prisa. La madre lleva un ramo de flores en las manos. El niño, de unos diez años, pregunta: "¿Pero, entonces, lo enterrasteis aquí?". "Sí, hijo, aquí está el abuelo", responde el padre. La hija pequeña, de poco más de cinco años, exclama con alegría: "Yo quiero entrar a verlo".

Justo después, me doy cuenta de que no he ido a ver la famosa "Octava real", un poema grabado en una plancha de olmo que narra la muerte de una madre y su hija. Me doy la vuelta y vuelvo a entrar. Ahora camino rápido, sin prestar atención a la hilera de tumbas a ambos lados. Me detengo, por fin, ante la plancha y leo con atención. El poema es bellísimo:

"Mortal que de la cuna presuroso
hacia la tumba yerta y despiadada
corres cual todos ¡Ay! Si ves piadoso
de hija y madre esta fúnebre morada
ruegan en tu alma a Dios por su reposo
ruega por los que aquí son polvo y nada
ruega y merezca tu piedad cristiana
que otros a Dios por ti rueguen mañana."

Plancha de la "Octava real"