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domingo, 25 de septiembre de 2022

¿Y SI RUSIA PIERDE LA GUERRA?

 La estatua de Lenin mira al moderno CBD de Moscú


En la últimas semanas hemos asistido a lo que parece ser un cambio de rumbo en la guerra de Ucrania. Las tropas de Kiev han recuperado algunos territorios ocupados por Rusia en el noreste del país, mientras el Kremlin ha anunciado la movilización parcial de la población para sostener el esfuerzo bélico. Además, se han organizado plebiscitos sobre la anexión a Rusia en los territorios rebeldes del Dombás y en las regiones ocupadas del sur de Ucrania.

Los expertos afirman que estos sucesos son muestras de la debilidad rusa y del intento del Kremlin de revertir el rumbo del conflicto. Tan solo en dos ocasiones anteriores el gobierno ruso había decretado la movilización militar de la población: durante la Primera Guerra Mundial (en 1914) y durante la Segunda Guerra Mundial (en 1941). Los antecedentes, desde luego, no son nada alentadores para la paz. 

Si echamos la vista a los últimos siglos, siempre que Rusia ha sufrido una derrota en un conflicto internacional, se han desencadenado profundas transformaciones sociales y políticas en el interior del país. Estas dinámicas evidencian cuánto depende el gobierno ruso (de antes y de ahora) de su posición de fuerza en el concierto de las naciones.

Entre 1853 y 1856 se desarrolló la Guerra de Crimea que, para muchos, es la primera guerra contemporánea en Europa. Enfrentó al Imperio ruso contra una coalición de países formada por el Imperio otomano, Francia, Reino Unido y Cerdeña. Las tropas rusas no pudieron derrotar al débil ejército turco gracias al apoyo francés y británico. El Tratado de París (1856), que puso fin a la guerra, debilitó la posición de Rusia en los asuntos internacionales durante los reinados de los zares Alejandro II y Nicolás I.

A nivel interior, la derrota puso de manifiesto la enorme distancia que separaba a Rusia de las grandes naciones industrializadas del Occidente europeo. La necesidad de reformas sociales y políticas se concretó en el Edicto de Emancipación (1861) que abolía la servidumbre en Rusia, aunque dejó insatisfechos tanto a terratenientes como a antiguos siervos. También hubo otras reformas: se relajó la censura, se amplió la educación y se reformó el sistema judicial. A partir de entonces, los jueces debían ser libres e independientes. Esto limitó, por primera vez, la autocracia zarista.

A comienzos del siglo XX, se produjo una nueva derrota rusa en la guerra contra Japón (1904 - 1905). Cesó la expansión rusa en el este de Asia y Japón ocupó la península de Corea y Manchuria. La derrota reveló, una vez más, la ineficacia del ejército zarista, mal entrenado, mal organizado y mal armado. La guerra terminó con el Tratado de Portsmouth, por el que Rusia fue obligada a reconocer su derrota.

A nivel interno, la debacle militar se dejó notar en las ciudades industriales del oeste: San Petersburgo y Moscú. Se sucedieron protestas y manifestaciones que culminaron en el "Domingo Sangriento" (22 de enero de 1905) cuando los soldados del zar abrieron fuego contra los manifestantes y provocaron cientos de muertos. El zar Nicolás II firmó el Manifiesto de Octubre en el que prometía algunas reformas liberales: la convocatoria de una Duma estatal, una nueva ley de sufragio, etc. La derrota contribuyó también a desacralizar la figura del zar y en algunas ciudades se formaron los primeros "soviets".

Apenas una década después, la Primera Guerra Mundial volvió a coger al ejército ruso mal preparado. Aunque el gobierno de Nicolás II vio en la guerra una oportunidad para reforzar su posición, las continuas derrotas militares frente a los ejércitos alemanes tuvieron justo el efecto contrario. En 1915, la pérdida de Polonia supuso una gran humillación. Cientos de miles de soldados murieron en el frente y el dedo acusador apuntó directamente al zar. Su imagen, deteriorada tras el "Domingo Sangriento", se hundió con las derrotas militares en la Gran Guerra.

Las consecuencias son bien conocidas: la Revolución de Febrero de 1917 destronó a Nicolás II y se proclamó una república dirigida por un Gobierno Provisional. Como éste se empeñó en seguir combatiendo en la Gran Guerra, la situación empeoró aún más hasta que los bolcheviques dieron un golpe de Estado, conocido como la Revolución de Octubre y tomaron el poder. El efecto de todo ello fue el triunfo de la revolución comunista. La Rusia zarista desapareció de un plumazo y en su lugar se constituyó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Por primera vez, la doctrina socialista se puso en práctica en un país. 

La última gran derrota rusa (en este caso soviética), se produjo en Afganistán, donde las tropas de Moscú intervinieron en apoyo del gobierno comunista de Kabul. La guerra se prolongó entre 1978 y 1989, cuando Mijaíl Gorbachov ordenó la retirada de los últimos efectivos soviéticos. Los insurgentes muyahidines (apoyados por las potencias occidentales, sobre todo, Estados Unidos), desencadenaron una guerra de guerrillas que convirtió Afganistán en una ratonera para el ejército ruso.

Los historiadores no dudan de que el enorme gasto que supuso la intervención en suelo afgano se encontró detrás del colapso de la URSS en 1991. A finales de la década de los 80, la URSS mostraba alarmantes síntomas de debilidad interna: atraso en la industria de bienes de consumo, baja productividad económica, déficit tecnológico y sobredimensión del sector militar, entre otras causas por la guerra de Afganistán. Aunque Gorbachov trató de impulsar la modernización económica y política del régimen, a través de la famosa "Perestroika" (transformación), las reformas condujeron al colapso del sistema en pocos años. En 1991, la URSS se desintegró y con ello aparecieron quince repúblicas independientes, entre ellas, la Federación Rusa. 

Parece que en 2022 nos encontramos ante una nueva encrucijada militar rusa. Viendo estos antecedentes, una derrota de los ejércitos rusos en Ucrania podría tener graves consecuencias a nivel interno. Pero ¿será Rusia derrotada? Probablemente, no. El Kremlin no va a permitir una derrota militar clara y humillante que pueda desestabilizar el gobierno autoritario de Putin. Antes se buscará un acuerdo que se pueda vender en el interior de Rusia como una victoria o, en el peor de los casos, se utilizará armamento nuclear, algo que el gobierno ruso ya ha dicho que contempla. Todo ello, claro está, si el esfuerzo bélico y los fracasos militares no desencadenan un cambio político en Rusia antes de que termine la guerra. Sólo el tiempo lo dirá.


Centro de Moscú antes de la caída de la URSS



viernes, 9 de septiembre de 2022

EL OCASO DEL SIGLO XX


En las últimas semanas el mundo ha visto desaparecer a dos de los grandes iconos del siglo XX. El 30 de agosto moría en un hospital de Moscú el que había sido último dirigente de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov. El 8 de septiembre, desaparecía la reina de Inglaterra, Isabel II. Su reinado, que se prolongó durante siete décadas, es uno de los más largos de la Historia. Ambos eran los últimos representantes de una época ya pasada.

La figura de Gorbachov, de indudable trascendencia histórica, es muy controvertida; odiada y amada a partes iguales por la sociedad rusa. Asumió el poder de la URSS en 1985, en un momento de grave crisis económica en el país. Trató de hacer reformas que condujeran al régimen soviético a la democracia y lo abrieran a una economía de mercado (la famosa "Perestroika"), pero en el intento, el país acabó desintegrándose. 

En 1991, Gorbachov se convirtió en un presidente de un Estado que no existía. La URSS, que había dominado las relaciones internacionales durante gran parte del siglo XX desapareció de la noche a la mañana y él dimitió, solo y humillado, en diciembre de 1991. A partir de entonces no fue más que la figura espectral del viejo mundo comunista, ahora fantasma, desaparecido, que el siglo XX vio nacer y también morir.

Paradójicamente la muerte de Gorbachov coincide en el tiempo con la invasión rusa de Ucrania. El último representante de la URSS como gran potencia mundial desparece en el momento en el que Rusia está intentando recobrar su protagonismo internacional con una agresividad inusitada.

Muy diferente es la reina Isabel II del Reino Unido, otro de los grandes representantes del siglo XX. Nació en 1926 y asumió el trono británico en 1952. En ese momento, el Reino Unido aún era un imperio y Winston Churchill, el gran héroe de la Segunda Guerra Mundial para los británicos, dominaba todavía la política en el país. Isabel II nombraría a otros quince primeros ministros en sus siete décadas de reinado, asistiría al proceso de descolonización y sería testigo de profundos cambios sociales y económicos en su país y en el mundo.

Isabel II se convirtió, pasados los años, en un símbolo de estabilidad y continuidad del poder británico en el mundo. Su figura recta, impasible e intachable fue durante décadas el mejor ejemplo de la monarquía parlamentaria en Europa. El compromiso con su deber, la sobriedad y la disciplina marcaron su reinado, a pesar de algunos escándalos protagonizados por miembros de su familia. 

En los años 90, un periodista español decía que "en público, a menudo aparece distante; en privado, aunque no es muy intelectual, puede resultar ingeniosa y sabía, con envidiable memoria". Más del 80% de los británicos del 2022 han nacido durante el reinado de Isabel II. Este dato evidencia la magnitud histórica de un periodo sólo comparable a la Época Victoriana (1837 - 1901).

La muerte de la soberana, con 96 años, coincide en el tiempo con el Brexit, con el incremento de la fuerza del independentismo en Escocia y con síntomas de una nueva crisis económica provocada por la guerra de Ucrania. Isabel II vio integrarse al Reino Unido en la Unión Europea, y también vio cómo la abandonaba. Al parecer, se opuso.

Gorbachov e Isabel II fueron quizá los últimos supervivientes de una época pasada, de una era que ya no existe. El mundo es hoy muy diferente al del siglo XX que ellos conocieron tan bien. El siglo XX, que acabó cronológicamente hace ya veintidós años, está perdiendo a sus últimos protagonistas, los representantes de un mundo extinto.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

ASALTO AL PALACIO DE LA MONEDA

Salvador Allende, en primer término; Augusto Pinochet, detrás.


En el amanecer de aquel 11 de septiembre de 1973, la armada chilena atracó en el puerto de Valparaíso tras unas maniobras navales. El almirante Toribio se declaró de inmediato en rebeldía y exigió la renuncia del presidente de la república, Salvador Allende. Poco después, aparecieron los primeros tanques en el centro de la capital del país, Santiago de Chile. El Ejército de Tierra, las Fuerzas Aéreas y los Carabineros, dirigidos por los generales Pinochet, Leight y Mendoza, formaron una Junta Militar y exigieron al gobierno democrático la entrega del poder. Eran las siete y media de la mañana.

Entonces, el presidente Allende ya sabía del estallido de la conspiración y se dirigía al Palacio de la Moneda, sede oficial de la presidencia de la República. Le acompañaban veintitrés fieles, todos ellos armados. Allende también portaba un Kalashnikov pues rápido dio a conocer su voluntad de resistir hasta el final aunque esto le llevase a la muerte.

En realidad, aquel golpe de Estado fue el último de una larga lista de conspiraciones que habían comenzado poco después del ascenso al poder de Allende, en 1970. Allende, en representación del Partido Socialista de Chile, había ganado las elecciones generales de 1970 por un estrecho margen de votos gracias al apoyo de la Unidad Popular, una amalgama de seis partidos de izquierda. Apostaba por una transición democrática al socialismo que, por supuesto, no gustó a las clases altas del país y tampoco a EE.UU. en un momento de recrudecimiento de la Guerra Fría.

Entre 1970 y 1973 el gobierno de Allende puso en marcha medidas destinadas a mejorar la vida de las clases más desfavorecidas: se congelaron los precios, se subieron los salarios, se nacionalizaron bancos y empresas extranjeras, se rebajaron las tarifas de los servicios públicos, se inició una reforma agraria, etc. Estas medidas atemorizaron a los partidos de derecha y al gobierno norteamericano de Nixon, sobre todo, tras la nacionalización de ITT y Ford. Los grandes propietarios, latifundistas y empresarios, también vieron con temor el gobierno socialista de Allende.

Las tensiones sociales aumentaron y el gobierno trató de superar su debilidad interna con algunas medidas populistas y de dudoso carácter democrático, como la convocatoria de una Asamblea Popular que sustituyese a la Cámara de Diputados, donde no tenía mayoría. Además, la visita de Fidel Castro a Chile en 1971 no hizo más que empeorar la situación. El Ejército nunca aceptó el gobierno socialista y las clases medias, más potentes en Chile que en otras naciones de América Latina, también empezaron a ver con desconfianza al gobierno de Allende. 

En junio de 1973 ya hubo un intento de sublevación militar que fue aplastado por el gobierno legítimo. La conspiración se reactivó, sin embargo, el 11 de septiembre de ese año, apoyada por Estados Unidos. El propósito declarado de los golpistas era "liberar a nuestra patria del yugo marxista". Allende se negó en rotundo a ceder el poder sin resistir a pesar de que rápido los militares controlaron casi todo el territorio nacional. 

Los combates más cruentos se libraron en el centro de Santiago, en torno al edificio de la sede del gobierno, el Palacio de la Moneda. Allí se atrincheraron algunos fieles al presidente. Los carros de combate, dirigidos por Pinochet, abrieron fuego contra el edificio, dañando seriamente la fachada. Al mismo tiempo, cazabombarderos de la fuerza aérea chilena bombardeaban el palacio lanzando unos diecisiete misiles. El edificio empezó a arder. 

Después de resistir durante toda la mañana y sabiendo que la derrota era segura, Allende pidió a sus defensores que se rindiesen. Él permaneció en el Salón de la Independencia del palacio. Fue encontrado muerto horas después por los militares golpistas. Según la mayor parte de las versiones, se suicidó para no ser humillado y ejecutado por los militares. Su cuerpo fue enterrado el día siguiente en el cementerio de Santa Inés de Viña del Mar, en una tumba anónima. Sólo asistieron su mujer, su hija y el comandante Roberto Sánchez.

La Junta Militar, dirigida por Augusto Pinochet, enseguida tomó el poder y desató una represión brutal en Chile aunque la resistencia de la población al golpe había sido mínima. Se suspendió la Constitución, se disolvió el Parlamento y se declararon ilegales todos los partidos políticos. Los dirigentes de la Unidad Popular, el Partidos Socialista y el Partidos Comunista fueron detenidos. Con el apoyo de EE.UU. y del Reino Unido, Augusto Pinochet dirigió con mano de hierro el país hasta 1990 cuando cedió el poder y se inició la transición a la democracia. La dictadura militar costó miles de muertos en Chile aunque las cifras varían mucho según las fuentes. El asalto al Palacio de la Moneda puso fin al intento de instaurar un régimen socialista compatible con una república democrática. Allende se convirtió en un mito. 


Palacio de la Moneda, mañana del 11 de septiembre de 1973