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viernes, 25 de abril de 2014

EL DERRUMBE DEL IMPERIO OTOMANO

LOS FRENTES SECUNDARIOS (PRIMERA PARTE)

*Antes de leer esta entrada quizá quieras saber la evolución histórica del Imperio Otomano desde finales del siglo XIX hasta 1914.

Al comenzar la Guerra Mundial, el gobierno de Estambul pretendió al principio, mantener la neutralidad puesto que su situación política era muy delicada. Años antes había comenzado la regeneración política liderada por los Jóvenes Turcos. Sin embargo, Turquía no era ajena a las tensiones en Europa, sobre todo en las fronteras con Rusia (el Caúcaso) y en los Balcanes y el temor al imperio de los zares hizo que se decidiese a entrar en la contienda. En noviembre de 1914, a instancias del ministro de Guerra, Enver Pasha, el Imperio Otomano entró en la guerra del lado de los Imperios Centrales.

Las autoridades turcas movilizaron los ejércitos y pocos días después, la armada otomana atacó los barcos franceses e ingleses del Mar Negro al mismo tiempo que recibía ayuda de Alemania (barcos de guerra y armamento). Pero, a pesar del apoyo germano, al "enfermo de Europa" se le abrieron tres frentes de guerra que no iba a ser capaz de dominar:

El Imperio Otomano durante la
Primera Guerra Mundial (1914 - 1918)

El primero de ellos, y más importante, fue el frente del Caúcaso contra Rusia cuyos ejércitos penetraron profundamente en territorio turco sin que las tropas del Sultán de Estambul pudiesen hacerles frente. Los turcos se limitaron a poner en práctica la estrategia de "tierra quemada", es decir, destruir todo aquello que se fuesen a encontrar los rusos antes de su llegada. Esto implicó la deportación masiva de armenios, sospechosos de colaboración con los rusos, hacia las tierras áridas del norte de Mesopotamia. El conocido como Genocidio Armenio se prolongó más allá del fin de la Gran Guerra y será tratado en una entrada más adelante.

Quizá uno de los episodios más dramáticos de la intervención otomana en la Gran Guerra sea, junto con el Genocido armenio, la Batalla de Gallípoli. El control de los estrechos que separan el Mar Negro del Egeo (Dardanelos y Bórforo) cobró especial relevancia hacia 1915 porque a través de ellos los aliados pretendían suministrar armas a Rusia y obtener a cambio trigo. Los estrechos eran el corazón del Imperio Otomano y por eso, si franceses e ingleses los dominaban, no sólo conseguirían abrir la "Sublime Puerta" (entiéndase Constantinopla) sino que asestarían a Turquía el golpe definitivo.

La ofensiva aliada consiguió desembarcar en la Península de Gallípoli, en el extremo suroeste de las tierras bañadas por los estrechos. Sin embargo, la respuesta turca fue rápida y los aliados sólo pudieron ocupar una pequeña porción de terreno en torno a la Bahía de Suvla y el Cabo de Helles. Durante tres meses se prolongó la batalla sin que los aliados consiguiesen avanzar, en parte por la mala planificación de las ofensivas. Finalmente, en enero de 1916, casi un año después del desembarco, franceses e ingleses se retiraron. En las batallas habían perecido 252.000 británicos, casi 50.000 franceses y 253.000 soldados turcos.

 
Batalla de Gallípoli (febrero de 1915 - enero de 1916)

Mientras tanto, en el frente del Caúcaso, los rusos lanzaban continuas ofensivas imparables para los turcos. Sin embargo, a partir de 1917, tras el estallido de la Revolución Rusa, los turcos consiguieron recuperar el terreno perdido pero a costa de retirar sus tropas de otros frentes. Esta circunstancia provocó que poco a poco el Imperio Otomano se desmembrase ante las ofensivas aliadas y la rebelión de los pueblos árabes.

El segundo frente fue la Franja Sirio-Palestina y las costas bañadas por el Mar Rojo. Los británicos atacaron desde Egipto mientras los franceses lo hacían desde el Mar Mediterráneo. En esta ofensiva se hizo famoso el agente británico Lawrence de Arabia que instigó la sublevación de las tribus árabes contra el control otomano. Los británicos combinaron la ayuda económica a estos pueblos con estímulos políticos.

Las poblaciones árabes cortaron los suministros y las vías de comunicación del ejército de Estambul y de esta forma, Arabia, con ayuda británica, consiguió liberarse del poder turco. En 1917, la Declaración de Balfour prometió a los judíos un Estado propio en una parte de Palestina y tras la derrota de las potencias centrales, Gran Bretaña y Francia ocuparon toda la región.

El tercer frente turco fue Mesopotamia donde, por primera vez en la Historia, cobró especial relevancia el control de los yacimientos de petróleo. Los británicos desembarcaron en la desembocadura del Tigris-Éufrates y lanzaron sucesivas ofensivas. La primera, entre 1915 y 1916 fracasó por la mala planificación de los aliados y la respuesta otomana, pero las siguientes (en 1917 y 1918) permitieron a los británicos controlar todo el actual Iraq.

En 1918 el Imperio Otomano se desmoronaba en todos sus frentes. Los ataques aliados en Palestina y Mesopotamia, junto con la rebelión árabe y la mala situación económica sumieron a Turquía en el caos. Por todo ello, meses antes de que la guerra concluyese en Centroeuropa, Estambul pidió el cese de hostilidades y la firma de un armisticio. Era el fin del Imperio Otomano.




*Más entradas sobre la Primera Guerra Mundial aquí.

martes, 22 de abril de 2014

CUANDO CASTILLA PERDIÓ LA INICIATIVA

La Guerra de las Comunidades, la Batalla de Villalar y la derrota de los comuneros. 23 de abril de 1521


"Batalla de Villalar"
de Manuel Picolo López (Finales de siglo XIX)


Desde la muerte de Isabel la Católica en 1504 soplaban tiempos de cambio en Castilla. Hasta 1516 se sucedieron regencias y periodos de incertidumbre y disputas. En ese año, tras la muerte de Fernando el Católico, asumió el trono de los reinos hispánicos su nieto flamenco, Carlos de Habsburgo, que estaba llamado a arbitrar Europa durante los siguientes cuarenta años. El joven Carlos, de apenas dieciséis años de edad, se autoproclamó rey de Castilla en Bruselas, violando la legalidad castellana.

El 18 de septiembre de 1517, tras una penosa travesía desde los Países Bajos, el monarca desembarcaba en la playa de Tazones, cercana a la localidad asturiana de Villaviciosa, con un séquito de colaboradores y consejeros flamencos. Carlos I no sabía hablar castellano, ni conocía las leyes y costumbres de Castilla, y las tradiciones de la Corte flamenca estaban muy alejadas de las de la puritana Corte castellana. La adaptación a la vida de su nuevo reino no iba a ser fácil.

Definitivamente las relaciones entre Carlos de Gante y sus súbditos castellanos no empezaron bien: nada más llegar repartió los cargos más relevantes de la administración castellana y de la Iglesia entre sus colaboradores flamencos. El arzobispado de Toledo, primado de España, vacante desde la muerte del cardenal Cisneros, fue para Guillermo de Croy, el sobrino del Señor de Chièvres, uno de los consejeros del nuevo rey. No hay que decir que el nuevo arzobispo de Toledo se encontraba en Flandes y nunca pisaría las tierras castellanas.

Las Cortes de Castilla se reunieron en Valladolid en febrero de 1518 para reconocer al soberano. Hay que tener en cuenta que la reina propietaria de Castilla no era otra que su madre Juana, mal llamada "la Loca", que se encontraba encerrada en el castillo de Tordesillas. En Valladolid el ambiente estaba enrarecido porque empezaron a surgir las primeras tensiones entre los castellanos y el cortejo flamenco del rey. No gustaba el aire extranjerizante que se respiraba en la ciudad y mucho menos la política que estaba imponiendo el joven rey.

Después, Carlos I marchó a Zaragoza para ser reconocido rey por las Cortes de Aragón en enero de 1519 y de allí se trasladó a Cataluña. Antes de llegar a Barcelona le llegó la noticia de la muerte de su abuelo Maximiliano, el emperador de Sacro Imperio, y su proclamación como Rey de Romanos. Así que el rey volvió de inmediato a Castilla con la intención de conseguir dinero para sufragar su coronación imperial.

Se convocaron de nuevo las Cortes de Castilla, que se reunieron en Santiago de Compostela en marzo de 1520. Los procuradores enviados por las ciudades castellanas aprobaron los servicios (dineros) solicitados por el rey para trasladarse al Sacro Imperio y ser elegido emperador. No obstante, antes le instaron a modificar su política: debía nombrar a castellanos para los puestos de la administración, debía aprender a hablar castellano y tenía que volver a Castilla cuanto antes. 

No sé entendía muy bien en los reinos hispanos el interés de Carlos por el trono imperial, que se veía en Castilla como algo lejano. Tampoco entendió la población por qué las Cortes habían claudicado a las peticiones del rey. Por este motivo, muchos procuradores fueron perseguidos cuando volvieron a sus respectivas ciudades.

En marzo de 1520 partió Carlos precipitadamente del puerto de La Coruña dejando allí abiertas las reuniones de las Cortes. Nombró a su colaborador Adriano de Utrecht regente del reino, un reino que, por cierto, estaba a punto de estallar. Por aquellos días, en la puerta de una iglesia castellana podía leerse una frase que resumía el sentir de todo el pueblo:

"Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres sea gobernado por quienes no te tienen amor".

Después de varios ataques contra los procuradores de las Cortes de La Coruña, que no habían defendido los derechos de los castellanos convenientemente, la ciudad de Toledo, arrogándose funciones y competencias regias, convocó a los representantes en Cortes a una junta extraordinaria en la ciudad de Ávila en julio de 1520. En aquella reunión estuvieron presentes procuradores de cinco ciudades: León, Toledo, Salamanca, Segovia y Zamora. Se nombró una Junta rectora y se manifestó la oposición a los servicios votados en las Cortes de La Coruña y al nombramiento del extranjero Adriano de Utrecht como regente. Comenzaba la revuelta de las Comunidades de Castilla.

En un principio sólo unas pocas ciudades se sumaron a la rebelión pero después del incendio de Medina del Campo, en el verano de 1520, la sublevación se extendió por todo el reino. La destrucción de Medina del Campo fue ordenada por el arzobispo Antonio de Rojas, presidente del Consejo Real, en contra de la opinión conciliadora de Adriano de Utrecht. Pronto la llama prendió en casi todas las ciudades de Castilla la Vieja: Burgos, Ávila, Soria, Valladolid, Toro...; y algunas de la Castilla Nueva como Madrid y Guadalajara. Castilla entera ardía en rebeldía contra un rey extranjero que había abandonado sus funciones.

Juan de Padilla, regidor de la ciudad de Toledo; Juan Bravo, de Segovia; y Pedro Maldonado regidor de Salamanca, se alzaron con el liderazgo del movimiento comunero. Se apoderaron de Tordesillas y trataron de convencer a la reina Juana de que asumiese la corona. La madre de Carlos I no quiso posicionarse en contra de su hijo y declinó el ofrecimiento. Fue el primer golpe para la Junta que perdía la fuente de legitimación.

En septiembre de 1520, la Junta se estableció definitivamente en Tordesillas y comenzó a llamarse Santa. A partir de entonces surgieron desavenencias entre los comuneros: mientras el sector moderado, liderado por Burgos, pretendía presentar al monarca una serie de reformas; los radicales de Toledo querían someter al rey al poder de la Junta. Esta división confirmó el fracaso de la rebelión. A pesar de algunas victorias militares, la desunión hizo fracasar la revuelta comunera. 

La radicalización social de las clases bajas hizo que la alta nobleza se posicionase del lado de la corona para defender sus intereses. La insurrección empezó a extenderse por el mundo rural y a perjudicar a los nobles. Este hecho propició la alianza entre el monarca y la aristocracia, que desde entonces hicieron frente juntos a los comuneros. El rey hizo, además, algunas concesiones anulando el servicio de las Cortes de La Coruña y asociando el gobierno del reino al almirante y al condestable de Castilla, ambos castellanos.

Los ejércitos imperiales conquistaron Tordesillas y obligaron a la Santa Junta a trasladarse a Valladolid en el otoño de 1520. Para entonces ciudades como Burgos y Soria ya se habían retirado. Y es que, en muchas poblaciones el miedo a que estallase una revuelta social y el estado llano ganase poder hizo que las oligarquías locales retiraran su apoyo a la Junta. La revuelta hacia aguas. 

La batalla final, el golpe de gracia para la sublevación, llegaría meses más tarde. El 23 de abril de 1521 las tropas de Carlos I aplastaron a los comuneros en Villalar y capturaron a sus lideres. En los días siguientes Padilla, Bravo y Maldonado fueron decapitados después de un juicio sumario. La rebelión había fracasado aunque en Toledo, la viuda de Padilla, María Pacheco, resistió hasta febrero de 1522.

La reivindicación principal de los Comuneros era la convocatoria regular de Cortes y por tanto la limitación del poder del rey, una reclamación que, según algunos historiadores, tenía carácter revolucionario. En cualquier caso, la derrota de Villalar supuso el hundimiento de esas reivindicaciones y, desde entonces, Castilla se convertiría en el reino perfecto para ejercer el absolutismo monárquico sin ningún obstáculo. 

Las consecuencias económicas de la sublevación comunera fueron también importantes. Las ciudades que apoyaron la revuelta hasta el final debieron pagar reparaciones por los daños causados. La industria lanera castellana sufrió, por supuesto, los estragos de la guerra y la apuesta decidida por la exportación de la lana perjudicó el futuro desarrollo industrial castellano. Por último, en 1522, Carlos I dictó un perdón general del que fueron excluidos los más destacados comuneros, que acabaron pagando con sus propiedades o con su vida. Era el final de las Comunidades.


"Ejecución de Padilla, Bravo y Maldonado"
de Antonio Gisbert (1816)




Esta entrada fue publicada por primera vez el 22 de abril de 2014. El 22 de abril de 2021, con motivo del 500 Aniversario de la Batalla de Villalar, fue revisada y corregida.

sábado, 12 de abril de 2014

LOS ORÍGENES DE LAS PROCESIONES DE SEMANA SANTA

"Porque por fe caminamos y no por vista" (2 Corintios 5:7)


"Procesión de disciplinantes" de Goya (1815 - 1819)

En los próximos días las calles de las ciudades y los pueblos de España se llenarán de procesiones, imágenes bíblicas y nazarenos que conmemoran la Pasión y muerte de Jesucristo. La Semana Santa son ocho días de fervor religioso durante los cuales se procesionan auténticas joyas artísticas e históricas en muchos lugares de nuestro país. Pero ¿cuál es el origen de las procesiones de Semana Santa?

La Semana Santa o Pascua Cristiana fue establecida de forma oficial por la Iglesia Católica en el I Concilio de Nicea, en el año 325. Desde entonces la Cristiandad conmemora la muerte de Cristo y su resurrección al tercer día después de muerto. Sin embargo, la Iglesia de Roma nunca dijo nada de que se sacasen imágenes de Cristo a las calles durante esos días.

Las procesiones han existido desde siempre en todas las religiones. Grupos de personas desfilan desde un lugar a otro, normalmente templos religiosos, para conmemorar un hecho divino o para rogar a Dios algo. Los cristianos de todo el mundo celebraron procesiones desde el siglo I d.C. si bien, al principio eran secretas e incluso con estilo militar para evitar las persecuciones a las que los sometían los romanos.

Sin embargo, las procesiones de Semana Santa son algo original de España (aunque luego se exportaron a otros lugares, como Sudamérica) y quizá su origen y su objetivo sean un tanto desconocidos para la mayoría de los creyentes. Se encuentran en los siglos XV y XVI en el marco de la Reforma Católica (o Contrarreforma). Veréis.

Desde la Edad Media (siglos XII y XIII) se celebraban en muchas localidades de la Península procesiones religiosas durante los días de Semana Santa. Era, como lo es hoy, una manifestación pública de religiosidad, igual que las muchas que se celebraban a lo largo del año en toda la Cristiandad. Pero en 1517 un clérigo alemán de nombre Martín Lutero expuso sus famosas tesis de Wittemberg en las que criticaba, entre otras muchas cosas, dicha demostración pública de religiosidad. Para Lutero la religión debía ser íntima y rechazaba la presencia de imágenes en los templos religiosos así como las propias procesiones.

En poco más de cincuenta años, media Europa era "protestante", el nombre que se dio a aquellos heterodoxos seguidores de Lutero que "protestaron" mucho en la Dieta de Wörms. Para solucionar el cisma algunos (como el emperador Carlos V) pidieron la convocatoria de un concilio pero el Papa no lo convocó hasta 1545 en la ciudad de Trento.

Para entonces, como os podéis imaginar, era ya demasiado tarde para reconstruir la unidad de la Cristiandad con lo que el Concilio de Trento (1545 - 1563) sólo sirvió para reafirmar la doctrina y el dogma católicos y hacer algunas reformas en el seno de la Iglesia de Roma. Entre las cuestiones que se reafirmaron para oponerlas a las tesis protestantes fueron las de las imágenes en las iglesias. No sólo se toleraban sino que había que venerarlas y utilizarlas con una función didáctica hacia los incultos fieles incapaces de entender las Sagradas Escrituras.

En esa época, la España de Felipe II se convirtió en el adalid del Catolicismo en Europa, combatiendo la herejía allá donde se encontrarse y reafirmando su compromiso con el Papa de Roma. Los siglos XVI y XVII fueron la edad de oro de la imaginería en España porque todas las iglesias reclamaban tener un Cristo, una Virgen a un santo a quien venerar.

Pero no sólo eso, sino que desde el poder se potenciaron y favorecieron las expresiones colectivas de religiosidad. Se incitaba a los fieles laicos a formar asociaciones religiosas llamadas cofradías y a salir a las calles a expresar su fervor religioso. Es decir, justo lo contrario de lo que había propuesto Lutero. Y ¿qué mejor forma de expresar la religiosidad que a través de las procesiones? La Semana Santa y el Corpus se convirtieron en las mejores ocasiones para esas manifestaciones de fervor religioso compartido. Con ellas se demostraba el triunfo de la Iglesia Católica frente a los protestantes.

Al principio las procesiones fueron realmente crueles: decenas de penitentes se azotaban las espaldas mientras las calles se teñían con el rojo de la sangre. El espectáculo era tal que hasta Santa Teresa de Jesús dijo que era "propio de bárbaros y salvajes". Entonces se procesionaban también algunas imágenes y los llamados "pasos" que al principio eran representaciones teatrales. Fieles disfrazados de Cristo, de romanos y de discípulos interpretaban pasajes de la Pasión.

Con el tiempo las representaciones se sustituyeron por figuras escultóricas, en muchos casos imágenes realmente valiosas realizadas durante los siglos anteriores. Se sacaba el arte a las calles para demostrar el triunfo del Catolicismo, como un símbolo de victoria frente a los enemigos de la fe.

Entre tanto también se realizaba los autos de fe. Ya saben: aquellas ceremonias públicas en las que la Inquisición condenaba a los herejes. En ellas, al condenado se le colocaba un capirote con forma puntiaguda para que ganase altura y estuviese más cerca del cielo. Pues bien, ese capirote fue adoptado por los nazarenos ya que con él se buscaba la cercanía a Dios.

Así se configuraron todos los elementos que forman hoy los espectáculos procesionales de nuestra Semana Santa: los penitentes (que hoy van descalzos y no se fustigan, por el bien de todos), los pasos con las imágenes, los nazarenos, etc.

Estas expresiones de sentimiento religioso cristalizaron en la cultura española aunque pasaron por periodos de decadencia. Durante el siglo XVIII, por ejemplo, estuvieron mal vistas por influencia de los ilustrados que las veían como signos de superstición e incluso estuvieron prohibidas durante algunos años. 

Ahora, en pleno siglo XXI, se toman más como una expresión cultural y artística que como una expresión religiosa. Pero no debemos olvidar que en su origen representaban lo más profundo del fervor religioso para algunos y eran una demostración de fuerza de la Iglesia Católica para otros. En fin, era un mundo de apariencias.


"Viernes Santo en Castilla" de Dario de Regoyos (1904)


  




viernes, 4 de abril de 2014

¡QUE VIENEN LOS COSACOS!

EL FRENTE ORIENTAL ENTRE 1914 Y 1918

Ante las peticiones de auxilio de Francia y Gran Bretaña en el frente occidental, los ejércitos del zar, aun sin estar preparados del todo, lanzaron dos ofensivas contra los Imperios Centrales a finales de 1914. Las huestes rusas consiguieron penetrar en la Prusia Oriental y en Galizia, al norte de Austria-Hungría. Los peores presagios de las autoridades germanas se estaban cumpliendo: Alemania tenía dos frentes abiertos.

En Berlín, capital de Reich, sólo se hablaba de la llegada de los "cosacos" como se llamaba a los rusos y los periódicos informaban de la "amenaza eslava". Si Alemania era muy superior a los ejércitos franco-británicos en el frente occidental, en el oriental estaba en inferioridad numérica. Por eso, los altos mandos del ejército trasladaron parte de las tropas desde Francia hasta Prusia Oriental para hacer frente a los "cosacos".

Caballería cosaca del Ejército ruso durante la Primera Guerra Mundial


La llegada de efectivos alemanes desde occidente hizo posibles las victorias alemanas en las batallas de Tanneberg y de los Lagos Masurianos. Frente a la superioridad técnica y la disciplina de los ejércitos alemanes y la brillante dirección de los generales Hindemburg y Ludendorff, poco pudieron hacer las mal preparadas tropas rusas. El resultado final de la contraofensiva alemana fue rotundo: las mejores unidades del ejército del zar fueron aniquiladas y a finales de septiembre Prusia estaba liberada y el frente se encontraba en tierras polacas. Aún con la derrota, Rusia había conseguido su objetivo: en el frente occidental los aliados habían derrotado a los alemanes y París se había salvado.

El ejército ruso también logró avanzar más al sur, en Galizia, donde el ejército austrohúngaro era incapaz de superar sus divisiones nacionalistas internas y oponer resistencia a la ofensiva Brusilov. A los pocos meses, las tropas alemanas acudieron en ayuda de las de Austria-Hungría y lanzaron un contraataque que arrasó a los ejércitos rusos. Esto sería una constante a lo largo de la guerra: los alemanes tuvieron que acudir en auxilio de su aliado ante la debilidad de éste. No obstante en 1915, Serbia estaba totalmente ocupada por Austria-Hungría, poco después Montenegro fue conquistado y en 1916, cuando Rumanía entró en la guerra al lado de los aliados, los imperios centrales la sometieron sin problemas.

A partir de finales de 1914, las tropas alemanas avanzaron imparablemente hacia el este. Los rusos trataban de lanzar ofensivas sobre todo contra el flanco más débil, Austria-Hungría, pero la inestabilidad política en Rusia junto con la mala organización y coordinación de los ejércitos del Zar hicieron fracasar todas las tentativas. Si en 1915 el frente de guerra se situaba en Polonia, dos años después los imperios centrales habían ocupado Lituania, la Rusia Blanca (Bielorusia), y parte de Ucrania.

La guerra hizo estragos entre la población rusa y aumentó su indignación. En marzo de 1917 estalló la Revolución de Febrero y el zar fue derrocado. El nuevo gobierno capitaneado por Kerensky trató de continuar la guerra pero el ejército ruso hacia tiempo que había perdido la iniciativa. En septiembre de ese año, Alemania lanzó una potente ofensiva y ocupó Letonia, Estonia y toda Ucrania.

Entre noviembre y diciembre de 1917, la revolución bolchevique derribó al gobierno burgués de Rusia e instauró un régimen comunista. Los nuevos dueños del Imperio Ruso, liderados por Lenin, son partidarios de firmar la paz. El tratado de Brest-Litovsk  de marzo de 1918 certificaba el fin de la guerra para Rusia pero a costa de perder extensos territorios en las llanuras europeas: Polonia, la Rusia Blanca, Ucrania y las Repúblicas Bálticas estaban ocupadas militarmente por los imperios centrales mientras Finlandia había declarado su independencia.

El frente oriental de la guerra entre 1914 y 1918


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