Páginas

martes, 19 de enero de 2021

¿RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL?

La responsabilidad puede definirse como la obligación moral o legal de acarrear con las consecuencias de un acto. Ser responsable es definido, según el Diccionario de la Real Academia Española, como poner atención o cuidado en lo que se hace o se decide. Desde que nos sobrevino la tragedia del virus, el pasado marzo, los medios de comunicación y las autoridades locales, regionales y nacionales nos han bombardeado continuamente con la supuesta responsabilidad individual. Esta parece ser la única receta para detener el virus hasta que haga efecto de una vez por todas la vacuna que nos devolverá a la vida que teníamos antes de la primavera de 2020.

El término responsabilidad individual me pareció desde el principio inapropiado y engañoso. Se apela continuamente a ella pero no es algo definido y concreto sino que se refiere al cuidado que debe tener el conjunto de población para no contagiarse. Y ese conjunto es una masa amorfa de ciudadanos que, de por sí, no tiene voluntad ni entendimiento. No se puede confiar el final de la pandemia en la responsabilidad de más de cuarenta millones de individuos porque, sencillamente, lo que para uno es responsable no lo es para otros.

Por otro lado, en el momento en el que el ser humano vive en sociedad, cada individuo cede parte de su responsabilidad a la comunidad así que el término responsabilidad individual es incorrecto porque debería conjugarse con el de responsabilidad colectiva. ¿Quién ejerce la responsabilidad colectiva o debería ejercerla? El Estado, el ente superior que regula la convivencia de los individuos dictando normas y leyes para hacer la vida en sociedad posible.

Cuando queremos buscar una causa para el aumento de infecciones, señalamos habitualmente a la "gente irresponsable". No nos damos cuenta de que todos somos responsables e irresponsables al mismo tiempo. Cualquier acto  me parece responsable si lo cometo yo, pero si lo haces tú, nos estás poniendo en peligro a todos. Pensemos, por ejemplo, en tomar un café en la terraza de un bar, comer con dos amigos en un restaurante, o viajar cada fin de semana para visitar a mi familia que vive en el pueblo de al lado. Si lo hago yo es responsable, porque me aseguro de mantener las precauciones. Si lo haces tú, es una irresponsabilidad, porque desde mi punto de vista, no mantienes las precauciones. Sencillamente, desconfiamos unos de otros.

"Es que hay gente muy irresponsable" es la frase que se repite por todos lados. Claro, por supuesto, en más de cuarenta millones de personas, hay de todo. Da igual que hablemos de esta emergencia de salud pública, de las normas de conducción o del consumo de drogas. Siempre habrá quien conduce borracho o quien trafica con cocaína. Pero eso no convierte a la masa en irresponsable o delincuente. Lo mismo ocurre con las medidas sanitarias. Hay algunos escépticos ante las medidas de seguridad frente a la inmensa mayoría atemorizada por el virus, que las respeta lo mejor que puede y que cumple escrupulosamente las normas hasta extremos desquiciantes. Y, entonces, ¿por qué el virus no se detiene?

Quizá sí haya auténticos responsables de ello aunque no nos demos cuenta. Quizá los tengamos delante pero simplemente no asuman las consecuencias de sus actos presentes y pasados. Si cedimos parte de nuestra responsabilidad a otros, ellos deberían haber sido el primer dique de contención de la tragedia. ¿Quién debía haber previsto la llegada de un virus así? ¿Quién debía haber alertado a la población en el momento adecuado en vez de llamar insistentemente a una tranquilidad fantasma? ¿Quién debía haber contado la verdad sobre el virus y la importancia de las mascarillas para protegernos y no lo hizo?

Ellos son los responsables auténticos de todo esto, no el ciudadano que se va a tomar una cerveza con dos amigos o el dueño del bar que trata de sacar adelante su negocio como puede. ¿Por qué no se previno la segunda embestida del virus a final de verano? ¿Por qué no se reforzaron hospitales y centros de salud? ¿Por qué no se contrataron más médicos y enfermeros? ¿Por qué no se reforzó el sistema de rastreo de casos? ¿Por qué no se diseñó un plan de vacunación eficaz? ¿Por qué no se hizo caso, en definitiva, a los expertos que alertaron de todo ello?

No es la población quien debe hacerlo. No es la masa amorfa de individuos a los que se culpabiliza insistentemente. Sabemos muy bien quienes tenían la responsabilidad, la auténtica responsabilidad, y no la ejercieron. ¿Y por qué no se establecen unas normas claras, precisas y fáciles de cumplir para la población? ¿Por qué, después de casi once meses de pandemia, no hay un plan definido y global para atajarla? ¿Por qué no se informa con transparencia y rigor a esos ciudadanos que deben tener cuidado en su día a día para no contagiarse? ¿Por qué no se mejora la protección de los trabajadores que se juegan el pellejo cada día para sacar adelante el país?

No nos engañemos. Los responsables de la expansión del virus no son los adolescentes que se comen un regaliz en un banco del parque. No es el anciano que se toma un café con los amigos en el bar del barrio. No es la mujer que sale a pasear por un bosque solitario saltándose la hora del toque de queda. Nos han hecho creer que son ellos, que somos todos nosotros, pero no es así. 

Los responsables son los que llaman a la responsabilidad individual pero ellos acuden a una gala de entrega de premios de un periódico sin mantener las medidas de seguridad. Los responsables son los que obligan a cerrar las tiendas mientras ellos ingresan un sueldo desorbitado cada mes a costa de las arcas públicas. Los responsables son los que obligan a los ciudadanos a estar en casa a partir de las diez de la noche pero ellos se ponen primero la vacuna saltándose la lista de grupos prioritarios. Ellos son los auténticos responsables. Pero no los vemos. No nos dejan verlos.

Decían que el virus nos haría más fuertes. No. Nos está haciendo más sumisos, más desconfiados, más egoístas. Pensamos mal del prójimo. Pensamos que no es "responsable". Pensamos que es parte del problema. En el fondo le tenemos miedo al que está a nuestro lado. ¿Estará contagiado? Pero el problema es otro. Los responsables son otros. 

viernes, 1 de enero de 2021

DECADENCIA


Treinta y uno de diciembre de 2020. Último día del año. Hace frío en casa a pesar de la calefacción. Me preparo para salir a la calle, me pongo el abrigo y los guantes. Cojo la bolsa con dos botellas. Una de vino; la otra de champán. Para brindar está noche.

Bajo las escaleras andando, como siempre. Oigo voces mientras desciendo con paso firme y procurando no golpear las botellas. No vaya a ser que se rompan. Las voces se oyen cada vez mejor. Se estarán deseando feliz año nuevo, pienso ingenuo. Conforme bajo las escaleras me doy cuenta de que no. Es una discusión. Llego al portal, veo a dos señoras discutiendo. A gritos. Son dos de las empleadas de la empresa de limpieza que barren y friegan varias veces a la semana la escalera del edificio. "Tú me quitaste el trabajo en la oficina. Y ahora la dejas sin limpiar" - le dice una a la otra con el dedo amenazante y la escoba en la otra mano. "Hola, buenos días" - digo yo. Me miran, pero no responden.

Salgo al exterior. Nieva y hace frío. Mucho. Nada más cruzar la calle piso una baldosa suelta y el agua salpica mi pantalón. Estupendo. Avanzo por la acera. Tengo que hacer pocos recados. Voy a recoger un pedido a una librería cercana y a llevar las botellas a su destino. Sin romperlas antes a poder ser. Es un día gris, oscuro. En realidad es un mes oscuro. El sol no ha asomado en varias jornadas. Parece una metáfora del año que hemos pasado. En la calle hay gente, casi todos con bufandas, capuchas y gorros que, junto con las mascarillas, impiden ver nada más que los ojos. Parecemos autómatas, muñecos articulados que nos movemos sin pensar.

Llego a la librería. Se respira paz, tranquilidad. Me atienden rápido y amablemente. Cosa rara en los tiempos que corren. Hay algunos clientes, pero pocos. Me entregan los libros en una bolsa de papel. No me doy cuenta en ese momento, pero el papel al mojarse con la nieve se ablanda. Dejo las dos botellas en el suelo, sin golpearlas. Me quito los guantes para pagar. Con tarjeta, por supuesto. Es mejor tocar las menos cosas posibles. Después, agarro de nuevo las botellas con cuidado, cojo la bolsa con los libros y salgo de la tienda. Sigue nevando.

Camino por la calle mientras suena por la megafonía exterior de una tienda una canción de los años noventa. La reconozco, se titula "Pero a tu lado". Transmite un mensaje de esperanza, de solidaridad. Un buen mensaje para esta época que vivimos. La usan algunos comerciantes para animar a la gente en estas fechas y que entre a comprar a las tiendas. Quienes caminan por la calle ni siquiera escuchan la canción. Solo oyen ruido de fondo. Pero en mí crea un sentimiento de nostalgia, de recuerdo de un tiempo pasado mejor que el presente. 

Sigo avanzando por la calle principal de la ciudad, la otrora arteria comercial hoy venida a menos. Hay muchos locales cerrados, numerosos carteles que anuncian el traspaso o la venta de los negocios. Es todo una ruina. La gente hace cola para comprar lotería, eso sí. "Cuando veas que mucha gente compra lotería, significa que las cosas van mal" me dijo una vez mi abuelo. Si miro hacia atrás, siempre recuerdo grandes colas ante las administraciones de lotería. Mal síntoma. Vamos de crisis en crisis. Los tiempos de prosperidad brillan por su ausencia. Como los rayos del sol estos días.

Una churrería ambulante vende chocolate caliente y churros. Cuatro o cinco clientes están comprando. Una niña, con el vaso de chocolate en la mano le dice a su madre - "¡Qué calorcito, mamá!". Mientras, la madre la mira y le sostiene la servilleta. Se está poniendo perdida, pero qué más da.

Un poco más allá hay una aglomeración. Sí, hay que evitarlas. Están prohibidas. Pero las hay. Por supuesto, es la puerta de un bar. Paso al lado intentado retirarme todo lo posible y miro dentro del establecimiento. Uno que mantiene su curiosidad. Está a rebosar. Completamente lleno. Sin ventilación ninguna. Los clientes ríen, gritan y beben animados y despreocupados. Ya llegará un nuevo cierre y nos preguntaremos por qué. 

Paradójicamente, justo enfrente del bar hay un mendigo sentado sobre el húmedo suelo. Uno de los muchos que piden limosna en las calles. Me fijo en él porque tiembla de frío. Es un chico joven pero sus ojos reflejan un alma helada, sin ninguna esperanza. En un trozo de cartón ha escrito "Soy andaluz. No tengo trabajo. Necesito ayuda". Quizá sea mentira, pero ahora el que tiemblo soy yo. Un escalofrío recorre mi cuerpo aunque este no es de frío. Mientras, sigue nevando.

Finalmente, llego a mi destino. Toco al timbre porque no llevo llave. Enseguida abren. Subo por las escaleras, despacio. Sin quitarme siquiera los guantes y la capucha. Tengo un sentimiento de derrota, de decadencia. Decadencia. Esa es la palabra. Por mucho que nos empeñemos en lo contrario, vivimos en una sociedad decadente, hundida, en permanente crisis. El mal que nos atenaza desde hace meses es solo una muestra más de ese estado. El individualismo y la hipocresía se han apoderado de nosotros. Nos han secuestrado. No somos modernos, somos decadentes.

Compruebo que las botellas han llegado en buen estado. En efecto, lo que no está en buen estado es la bolsa de papel con los libros dentro. Podía suponerlo. "Toma, mete el vino y el champán en la nevera" - digo al entrar. "Sí, para brindar esta noche por el año nuevo" - brindar ¿para qué?






"Ayúdame y te habré ayudado
que hoy he soñado en otra vida,
en otro mundo, pero a tu lado".