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martes, 21 de julio de 2020

PELAYO Y LA REYERTA DE COVADONGA

Arriba: Monte Auseva con la basílica de Covadonga. Abajo: izq. Río Covadonga; der. Cueva de la Virgen de Covadonga.


A comienzos del verano del año 711 las huestes musulmanas comandadas por el caudillo Tariq se encontraban ya en el suelo ibérico. Aunque el rey visigodo Roderico organizó un gran ejército nada más conocer la presencia islámica en sus tierras poco pudo hacer para evitar la destrucción del reino. En julio, los visigodos se encontraron frente a los islamitas junto al río Guadalete y fueron derrotados estrepitosamente. El ejército godo se deshizo y Roderico desapareció.

Los musulmanes avanzaron imparables hacia el norte sin encontrar una resistencia eficaz. La llegada de nuevos contingetes de Oriente, comandados por Musa, Abdalaziz y otros generales, hizo que en poco más de cuatro años toda Hispania se encontrase bajo el yugo del Califato Omeya de Damasco, convirtiéndola en Al-Andalus, una provicia más, un valiato del imperio árabe.

Los godos poco pudieron hacer para evitar la pérdida de Hispania. La mayor parte de la población hispanogoda aceptó a los nuevos invasores mientras que unos cuantos rebeldes huyeron a refugiarse a las altas montañas del norte de la Península, a los territorios astures y vascones. Algunos también huyeron al norte de los Pirineos donde fueron conocidos como hispanii.

La Cordillera Cantábrica ofreció un escondite perfecto para aquellos refugiados godos. Las altas cumbres y los profundos valles hacían la zona inexpugnable y facilitaban el aislamiento. Las huestes musulmanas llegaron hasta el Mar Cantábrico y establecieron su base en Gijón en torno al año 714, ¡sólo tres años después de la Batalla de Guadalete! Esto echa por tierra las teorías que afirman que la región asturiana siempre estuvo libre del dominio musulmán.

Otra cosa distinta fue la naturaleza y las características de la presencia musulmana en estas tierras. La estrecha franja costera entre el océano y las montañas cantábricas se encontraba lejos de todos lados. Los árabes habían establecido el centro de su poder en Al-Andalus en el fértil valle del Guadalquivir, una amplia zona llana regada por las aguas del río que permitía el desarrollo de la agricultura. Para llegar desde Gijón a Córdoba, la capital del emirato andalusí era necesario atravesar las inhóspitas mesetas y penetrar en la enorme muralla cantábrica. Se precisaban muchos días, ¡semanas incluso! para lograrlo. Podemos suponer que enseguida los musulmanes de Córdoba perdieron interés por aquellas elejadas y frías regiones del norte peninsular.

Estas características geográficas que para los invasores islámicos suponían grandes inconvenientes se tornaron en ventajas para los rebeldes godos. Entre los que se refugiaron allí se encontraba un tal Pelayo. Hoy se cree que Pelayo era un noble godo próximo a Roderico que pudo haber participado en la Batalla de Guadalete. Se sabe que se encontraba preso en Córdoba y que en el 718 logró escapar y huir al norte.

En aquellos momentos, el general árabe Munuza se encontraba al frente de la región cantábrica, con su sede en Gijón. Quizá recibió la noticia de que el rebelde godo marchaba hacia allá pero es poco probable. Munuza se encontraba enfrascado en una empresa mucho más importante: asegurar el cobro de tributos en el norte. El valí cordobés Al-Kalbi había decretado un aumento de impuestos para la población bereber (musulmanes no árabes) e hispanogoda (mayoritariamente cristiana). Munuza envió expediciones para recaudar los tributos en la región cantábrica.

Pelayo llegó a su escondite, en el Monte Auseva, entre las actuales Asturias y Cantabria. Al parecer, allí consiguió afianzarse como un líder local entre la comunidad de godos que se encontraban refugiados. Quizá consiguiese también infundir en sus seguidores la rebeldía frente a los invasores musulmanes que habían destruido el reino godo. O quizá, simplemente, buscó ayuda ante el temor de que volviesen a capturarlo y fuese de nuevo trasladado a Córdoba.

Poco sabemos de la famosa Batalla de Covadonga. Ni siquiera la fecha en que tuvo lugar pues unos dicen que fue en el año 718 y otros en el 722. Tradicionalmente se ha presentado como la gran batalla que dio inicio a la Reconquista, como el mito fundacional de España. Ya en el siglo X, la Crónica de Alfonso III narra la batalla como un acontecimiento épico en el que unos pocos cristianos liderados por Pelayo lograron vencer a un ejército de miles de musulmanes:

"Y como Dios no necesita las lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los cristianos salieron de la cueva para luchar contra los caldeos; emprendieron éstos la fuga, se dividió en dos su hueste, y allí mismo fue, al punto, muerto Alqama y apresado el obispo Oppas. En el mismo lugar murieron 124.000 caldeos, y los 63.000 restantes subieron a la cumbre del monte Auseva..."

La versión musulmana es muy distinta. El historiador argelino Al-Maqqari (s. XVI - XVII) afirma que fueron las condiciones natuales de la montaña, el hambre que azotó a los soldados, lo que precipitó la retirada islamita. Dice que "se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Pelayo" que empezó a defender aquellas tierras que aún quedaban en manos cristianas. La retirada de los musulmanes estuvo justificada por el poco poder de aquellos rebeldes. "Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?". Estas son las palabras con las que, al parecer, los musulmanes apaleados en Covadonga despreciaron a los rebeldes cristianos.

La versión que hoy dan los historiadores es muy diferente. Probablemente la batalla de Covadonga no fue más que una pequeña escaramuza, una reyerta entre la patrulla musulmana dirigida por el militar Alqama que acudía a hacer efectivo el cobro de tributos y los campesinos cristianos que habitaban aquellas montañas. Ni hubo cientos de miles de soldados musulmanes muertos ni, con toda probabilidad, la Virgen se apareció en aquel monte e hizo posible lo imposible.


Arriba: Basílica de Covadonga. Abajo. izq. Estatua de Pelayo; centro. tumba de Pelayo; der. río Covadonga.


Lo que sí parece cierto es que la derrota musulmana afianzó el poder de Pelayo que a partir de entonces fue capaz de reestructurar las tierras en manos cristianas y crear un protoestado formado por varias cumbres y unos cuantos valles de la Cordillera Cantábrica. Poco después estableció su pequeña corte en la ciudad de Cangas de Onís, a unos cuantos kilómetros del lugar de la batalla, junto al río Sella. Ese pequeño reino, conocido desde ese momento como Asturias, estaría llamado a protagonizar un despliegue territorial paulatino hacia el sur, ocupando las tierras que, por áridas y frías, los musulmanes abandonaron al norte del río Duero.

Antes de morir Pelayo, los cristianos consiguieron tomar la ciudad de Gijón que, como dije, era la base de operaciones de los musulmanes en el norte de la Península. El gobernador Munuza se retiró paulatinamente hacia el sur. No se sabe si fue por la presión ejercida por aquellos rebeldes cristianos victoriosos tras Covadonga o porque recibió órdenes de abandonar aquellas tierras. Los ejércitos musulmanes estaban concentrándose en una operación mucho más ambiciosa que dominar las tierras cantábricas: invadir la Galia y conquistar el Reino Franco. Es muy probable, que la decisión de replegarse hacia la meseta y abandonar Gijón fuese dada antes de conocer la derrota de Covadonga.

En Cangas de Onís, primera capital del Reino de Asturias, hay una estatua en su honor con la inscripción sin duda pretenciosa "Pelayo, primer rey de España". Y digo pretenciosa porque Pelayo no fue rey de España y nunca tuvo conciencia de que aquella victoria sobre los musulmanes iba a dar comienzo a un proceso de reconquista que culminaría ocho siglos después. España no existía y la recuperación del reino godo era una quimera. Aquel no era su objetivo porque era imposible. Los musulmanes eran demasiado fuertes en Al-Andalus y los cristianos demasiado débiles. El objetivo de Pelayo fue solo sobrevivir.

Arriba: der. hórreo típico asturiano; izq. estatua de Pelayo en Cangas de Onís. Abajo: Puente Romano de Cangas de Onís (s. XII).