"1898: Los últimos de Filipinas", de Salvador Calvo (2016), no es una historia de héroes ni de locos. Porque no eran héroes ni locos los hombres que defendieron la ermita de Baler durante casi un año, entre 1898 y 1899, por más que la propaganda franquista los situara en la línea de don Pelayo, el Cid y Hernán Cortés. Y por más, también, que a la luz del siglo XXI su hazaña nos parezca cosa de lunáticos.
Los últimos defensores de la soberanía española en Filipinas no fueron héroes porque, sencillamente, nunca fueron conscientes de lo que estaban haciendo. Y probablemente, de haberlo sido, la Historia hubiera sido también diferente. No supieron que su empecinada resistencia en vano sería puesta como ejemplo después de un patriotismo que quizá ni siquiera tenían. No fueron tampoco locos, porque ninguno de ellos se apartó nunca de la realidad que estaban viviendo, aunque esa realidad particular no fuese la misma en todos lados. Los cincuenta soldados que defendieron Baler simplemente cumplieron con su deber: defender la posición.
El filme nos muestra unos soldados mal preparados y mal pertrechados, ataviados con uniformes que parecen pijamas, unas botas de varias tallas menos y unos sombreros inútiles. Vemos a los desgraciados jóvenes de familias humildes que no habían podido pagar la cuantía que les evitaba marchar a la guerra. Así se nutría el ejército español de finales del siglo XIX y principios del XX, el ejército de los quintos, aquel que en teoría (no en la práctica) debía defender un imperio que ya no existía. Es la figura de Carlos, el humilde extremeño cuyo sueño era entrar en la Real Academia de San Fernando para estudiar pintura y cree, ingenuo, que la guerra puede ser la oportunidad que estaba buscando para alcanzar su meta. Al final la guerra acabará con su inocencia y con su sueño, pues perderá el brazo derecho.
Pero muchos de los soldados que defendieron Baler no eran novatos sino expertos militares, aunque la película los oculte. Los jefes, el capitán Enrique de las Morenas, el teniente Saturnino Martín Cerezo y el sargento Jimeno, por más crueles y obstinados que la película intente retratarlos, no cumplieron más que las órdenes que recibieron: mantener la plaza bajo soberanía española y esperar noticias de Manila. No fueron tercos ni implacables sino coherentes con su misión, aún sabiendo el sufrimiento que provoca la guerra y lo injusta que siempre es.
Para entender la Historia que esconde el filme, tenemos que centrar nuestra atención en tres momentos clave. El primero es la llegada del correo de Manila. El mensajero, malherido, transmite el mensaje que cambia el curso de los acontecimientos aunque en la iglesia de Baler nadie se dé cuenta: los Estados Unidos han declarado la guerra a España, la flota española ha sido destruida en Cavite, Manila permanece sitiada. ¿Qué más necesitaban saber los defensores de la ermita? El imperio español estaba a punto de sucumbir aunque hablar de imperio español ya en 1898 puede parecer pretencioso pues no era más que los despojos de lo que había sido en los siglos XVI, XVII y XVIII. Los de Baler no lo creían. Pensaban que era un engaño de los rebeldes filipinos del Katipunán y así siguieron resistiendo.
El segundo momento clave es la conversación entre el soldado español Carlos y el comandante de las tropas filipinas en el cuartel de éste en algún lugar de la Sierra Madre, a medio camino entre Manila y Baler. El militar filipino le dice al español que ahora luchan contra los norteamericanos, que han comprado Filipinas a España por 20 millones de pesetas. El Tratado de París se había firmado en diciembre de 1898 y la soberanía de las Filipinas, igual que la de Cuba y Puerto Rico había sido transferida a Estados Unidos. Cuando vuelve a la ermita siguen sin dar crédito a lo que oyen. ¡Y es lógico! pues cuando desembarcaron en Baler, nadie preveía que la potencia norteamericana interviniese, ni que el poder español en las colonias colapsase tan rápido.
Por último, el final de la historia está en una casualidad, en una terrible casualidad. El teniente Martín Cerezo se da cuenta de que lo que cuentan los periódicos es verdad, de que todo es cierto, cuando lee una notificación de un traslado de un general del ejercito español. Es imposible que los filipinos sepan algo así por tanto los periódicos no están falsificados: las Filipinas no son ya españolas. ¿Y para qué han estado resistiendo atrincherados en una ermita durante casi un año? En ese momento termina todo, la cruda realidad se abre ante sus ojos.
Como todas las películas históricas, "Los últimos de Filipinas" se toma algunas licencias. No hubo un fraile entre los defensores de Baler sino tres pero ninguno de ellos fue adicto al opio, al menos que se sepa. Nadie amputó el brazo a ningún desertor porque no hubo tampoco ningún sargento Jimeno aunque dos soldados que intentaron huir fueron fusilados junto a la tapia de la iglesia. Y los fusiles que portaban los españoles no se corresponden con los de la cinta, que son de los años veinte. Pero sí es cierto que el beriberi causó estragos entre los españoles. Y que las filipinas cantaban frente a la ermita para distraer a sus defensores. Y hubo miedo, y sufrimiento, y desesperación. Los últimos de Filipinas no fueron grandes héroes de la Historia pero sí héroes humanos, como tantos otros que tuvieron y tienen que luchar en guerras que les eran o les son ajenas. Ese y no otro es el mensaje antimilitarista que quiere transmitir la película.
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