Livingston, Nueva Jersey
31 de octubre de 1932.
No recuerdo si fue Joe Kennedy o Jhon D. Rockefeller quien dijo, durante una velada, la frase que a todos nos sobrecogió: "Cuando un limpiabotas sabe tanto como yo del mercado de valores, es el momento de que lo deje". Poco después, ambos dejaron sus negocios en Wall Street y yo también. ¡Y qué gran acierto fue aquella decisión! Era una fría noche de invierno, pero no recuerdo bien el día. Todo sabíamos que la espiral especulativa en la que habían entrado las inversiones no acabaría bien.
31 de octubre de 1932.
No recuerdo si fue Joe Kennedy o Jhon D. Rockefeller quien dijo, durante una velada, la frase que a todos nos sobrecogió: "Cuando un limpiabotas sabe tanto como yo del mercado de valores, es el momento de que lo deje". Poco después, ambos dejaron sus negocios en Wall Street y yo también. ¡Y qué gran acierto fue aquella decisión! Era una fría noche de invierno, pero no recuerdo bien el día. Todo sabíamos que la espiral especulativa en la que habían entrado las inversiones no acabaría bien.
No os voy a engañar, en enero de 1928 yo había hecho una fortuna invirtiendo en Bolsa. Hacía seis años que el azar me había llevado a conocer a importantes inversores de Wall Street, entre otros, a Joe y a Jhon. Por entonces, Jhon era ya multimillonario, propietario de la petrolear Standard Oil, y Joe, hijo de inmigrantes irlandeses, había creado una fortuna gracias a su astucia. Me dieron buenos consejos y gracias a ellos multipliqué mi dinero.
Mucha gente hizo fortuna en los años veinte. Los felices años veinte los llamaban, ¡qué ilusos! El acceso al crédito era facilísimo así que muchos decidieron pedir préstamos a los bancos para comprar acciones de grandes empresas. Y todo por la idea del presidente del National City Bank, Charles Mitchell, a quien se le ocurrió sacar a la venta acciones de su banco a bajo precio para que la gente normal las comprase. La Reserva Federal, fundada en 1922, bajó los tipos de interés y esto abarató el crédito.
Hasta entonces, la Bolsa de Nueva York era un grupo cerrado en el que sólo invertían expertos. Por supuesto, yo no era un experto aunque, como saben, mi familia tenía extensas propiedades de tierra en Nueva Jersey. Cuando la Bolsa se abrió a todo el mundo, vi una oportunidad para invertir los ahorros familiares. Acudía Manhattan al menos una vez a la semana y el resto de días iba a la agencia de corretaje de Livingston, donde vivo, a veinteseis millas al oeste de Manhattan. Las agencias de corretaje permitían invertir en Bolsa sin tener que estar físicamente en Wall Street.
En dos años multipliqué por diez mi dinero. Fue fantástico, no voy a mentir. Así fue como un hijo de terratenientes adinerados - pero no miltimillonarios - como yo, destinado a heredar todas las tierras de mis padres se metió en el mundo de las finanzas. Claro, el mundo de Wall Street me introdujo también en la fiesta de Manhattan, los clubes, los teatros de Brodway, las veladas noctunas y los cabarets. Así fue como conocí a Joe y Jhon. Soliamos acudir a los mismos clubes.
En dos años multipliqué por diez mi dinero. Fue fantástico, no voy a mentir. Así fue como un hijo de terratenientes adinerados - pero no miltimillonarios - como yo, destinado a heredar todas las tierras de mis padres se metió en el mundo de las finanzas. Claro, el mundo de Wall Street me introdujo también en la fiesta de Manhattan, los clubes, los teatros de Brodway, las veladas noctunas y los cabarets. Así fue como conocí a Joe y Jhon. Soliamos acudir a los mismos clubes.
Mucha gente de orígenes humildes invirtió también su dinero. Otros muchos utilizaron préstamos a bajo interés para comprar acciones. Un banco que después acabó quebrando se anunciaba diciendo "Compre ahora y pague después". Hasta yo acabé pidiendo un crédito para comprar más acciones allá por 1925.
Hubo un momento en el que parecía tonto quien no invirtiese en bolsa para hacerse rico. Yo participé en ese juego y arrastré a mi primo Frank de Monclair. La burbuja financiera se inflaba cada vez más. Los precios de las acciones subían sin parar. Los bancos, obviamente, concedían créditos a todo el mundo. Creían que, como las acciones siempre subían su precio, los compradores siempre podrían venderlas para devolver el préstamo.
Herbert Hoover ganó las elecciones presidenciales de 1928 utilizando un eslógan que decía: "La prosperidad está a la vuelta de la esquina". Realmente muchos creímos que la prosperidad, el futuro, estaba en la Bolsa, y en las fáciles ganancias que nos ofrecía. Al fin y al cabo, estábamos viviendo el sueño americano.
Poco después, las voces de algunos expertos empezaron a alertar de que la situación podría cambiar. El primero creo que fue Paul Warburg, un economista que trabajaba entonces en la Brookings Institution para el gobierno. Yo no lo conocía personalmente, pero había oído hablar de él. Sería marzo o abril de 1929. Pocos le hicieron caso. Entre esos pocos, mis colegas, Joe y Jhon, ambos expertos economistas, y afortunadamente me convencieron a mí. En pocas semanas vendimos todas nuestras acciones recuperando casi todo el dinero aunque la tendencia alcista de los valores ya había comenzado a invertirse.
El 23 de octubre de 1929, Wall Street sufrió la mayor caída de su historia, las acciones perdieron el 7% de su valor. No me acuerdo qué estaba haciendo ese día pero sí que no me encontraba en Nueva York. Supongo que estaría en la mansión de mis padres en Livingston. El día siguiente, jueves 24 de octubre, temiendo la nueva caída de las acciones, miles de personas quisieron venderlas - justo lo que yo había hecho meses antes -. Las cotizaciones cayeron tanto que las acciones perdieron un tercio de su valor y nadie quería comprarlas. Yo me enteré de todo el viernes. Algún periodico ya denominó aquella jornada como "El Jueves Negro".
Viajé a Manhattan los días siguientes a ver qué ocurría. Miles de curiosos como yo nos agolpamos delante de Wall Street. La situación era caótica y yo me había librado de la ruina de milagro. El pánico se extendió por todos los sitios y llegaron rumores de que había gente saltando desde las ventanas de los rascacielos. Yo pensaba: "Esto no puede estar pasando". Se había terminado el sueño americano.
A mediodía supe que los presidentes de los principales bancos de Wall Street se habían reunido para buscar una solución. Inyectaron dinero en algunas empresas que estaban próximas a la quiebra por la debacle de sus acciones. John hizo lo mismo esperando que la tendencia cambiase.
La bolsa empezó a subir lentamente aunque unos días después, el martes 29 de octubre, se desplomó bruscamente de nuevo. Nunca antes se había producido semejante catástrofe. Mi padre me había hablado del pánico que siguió a la quiebra de Jay Cooke and Company, un banco de Filadelfia, en 1873, pero esto fue mucho peor.
La bolsa empezó a subir lentamente aunque unos días después, el martes 29 de octubre, se desplomó bruscamente de nuevo. Nunca antes se había producido semejante catástrofe. Mi padre me había hablado del pánico que siguió a la quiebra de Jay Cooke and Company, un banco de Filadelfia, en 1873, pero esto fue mucho peor.
El 29 de octubre me encontraba también en Nueva York buscando a mi primo Frank. No había podido convencerle de que vendiese sus acciones a tiempo y se había arruinado - lo había intentado desde marzo de ese año, pero había sido imposible convencerlo. Estaba fascinado por la posibilidad de ganar dinero fácil. No le bastaba, como a mí, con amasar una pequeña fortuna además de las tierras familiares. Frank llegó a hipotecar sus tierras. Fue la peor decisión de su vida.
Acudí a los cafés que solía frecuentar, recorrí todas las calles y avenidas cercanas a Wall Street pero no lo encontré. Desesperado, se había ahorcado en la habitación de un hotel donde había gastado los últimos dólares que le quedaban. ¡Qué terrible desgracia! ¡Y todo por mi culpa, yo le convencí para que invirtiese! ¿Qué iban a hacer ahora su esposa y sus dos hijos?
Acudí a los cafés que solía frecuentar, recorrí todas las calles y avenidas cercanas a Wall Street pero no lo encontré. Desesperado, se había ahorcado en la habitación de un hotel donde había gastado los últimos dólares que le quedaban. ¡Qué terrible desgracia! ¡Y todo por mi culpa, yo le convencí para que invirtiese! ¿Qué iban a hacer ahora su esposa y sus dos hijos?
Yo también perdí parte de mi dinero pero afortudamente no me arruiné. Lo tenía depositado en varios bancos y otra parte en la caja fuerte de casa, el lugar más seguro. No me extraña que muchos guarden sus dineros ahora debajo del colchón. Es el único sitio en el que no corren peligro. También cerraron muchas fábricas y millones de personas se quedaron sin empleo. Yo mismo he tenido que despedir a parte de los trabajadores de mis tierras. No hay futuro. No vendemos ni un tercio de lo que vendíamos antes. A unos pocos kilómetros de mi casa hay una de esas "hoovervilles", los barrios de chabolas que llevan el nombre del presidente Hoover. Dudoso honor para el presidente del país.
Han pasado tres años de todo aquello y la economía aún no se ha recuperado. Hoy es 31 de octubre de 1932. En unas semanas se celebran elecciones presidenciales y voy a votar por el candidato Franklin D. Roosevelt, del Partido Demócrata. Tiene ideas reformistas y pretende invertir activamente en la economía. Propone un plan al que llama "New Deal" para reactivar la economía. En mi familía siempre hemos votado a los republicanos pero es necesario cambiar. No puede ocurrir otra vez lo mismo y es necesario que la prosperidad regrese.
Benjamin Smith
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