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jueves, 17 de octubre de 2019

HISTORIAS DE UNA (DES)CONEXIÓN

Arriba: Barcelona en el verano de 1909 durante la Semana Trágica. Abajo: Barcelona en octubre de 2019, durante las protestas contra la sentencia judicial del "procés"



El que pretenda encontrar aquí un exhaustivo análisis de las complicadas relaciones entre Cataluña y el resto del país se equivoca de lugar. Igual que aquel que busque respuestas a la situación que ahora vivimos. Simplemente pretendo enumerar unos hechos históricos dispares que se han dado a lo largo de los últimos 600 años (ahí es nada) pero resultan verdaderamente curiosos por sus paralelismos.

La vinculación de los territorios y las gentes que hoy habitan Cataluña con el resto de tierras del solar ibérico viene de antiguo. De hecho, el Condado de Barcelona se unió al Reino de Aragón allá por el siglo XII (puedes leer la historia de cómo sucedió aquí). Y los destinos de la Corona de Aragón se unirían para siempre a los de Castilla en el siglo XV con la unión de Isabel y Fernando (puedes leer sobre ello aquí). 

El caso es que hasta el siglo XIV, Cataluña (y sobre todo Barcelona) fueron el músculo político y económico de la Corona de Aragón pero a raíz de la llegada de la Peste Negra a la Península (en 1348 más o menos) la cosa cambió. Las pérdidas demográficas de Cataluña fueron terribles y durante siglos no recuperó la preponderancia económica de la que había disfrutado. Entonces el motor económico de la Corona de Aragón pasó a Valencia.

La oligarquía barcelonesa siempre había sido muy celosa de su autonomía frente al poder del rey-conde. De hecho, en Cataluña siempre predominó el pactismo entre las Cortes y el soberano; y las leyes tradicionales y los fueros eran intocables. La Generalidad o Diputación Permanente de las Cortes se encargaba de velar por el respeto a los fueros. 

En tiempos de vacas flacas, en la segunda mitad del siglo XV, confluyeron varios factores: rivalidades entre distintas facciones de la oligarquía barcelonesa por el control de las instituciones (la Busca y la Biga), la mala situación de los campesinos remensas y la muerte de Carlos de Viana, heredero al trono y enfrentado con su padre, el autoritario Juan II de Aragón (que encima era un Trastámara de padre castellano). Ahí es cuando se produjo el primer lío. 

Cuando Juan II trató de reforzar su poder en Cataluña, la oligarquía barcelonesa se levantó en armas. Entre 1462 y 1472 Cataluña se vio desgarrada por una guerra civil entre el monarca y las instituciones del Principado. La reacción de la Generalidad fue ofrecer la corona a otros monarcas extranjeros: Enrique de Castilla (al que llamaban el Impotente) primero; a Pedro V de Portugal, después; y a Renato de Anjou, en tercer lugar. 

Todos estos reyes fueron invitados amablemente por los catalanes a asumir el trono de Conde de Barcelona. Claro está, se ofrecieron rápidamente pero, viendo el percal, pronto renunciaron. La Monarquía de Juan II salió victoriosa y se impuso en las Capitulaciones de Pedralbes (1472). El berrinche salió caro a la ciudad de Barcelona que quedó arruinada.

Los conflictos en Cataluña no cesaron durante el reinado del hijo de Juan II de Aragón, el mismísimo Fernando el Católico. El problema social de los payeses de remensa,  que vivían en condiciones miserables, se solucionó con la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) que no contentó a nadie. Pero la fama de rebeldes que tenían los catalanes debía ser cierta como demuestra la reacción de la reina Isabel ante el atentado contra Fernando el Católico en Barcelona en 1492. 

El autor resultó ser un loco pero Isabel de Castilla, viendo cómo se las habían gastado los catalanes con su suegro Juan II, mandó a las galeras castellanas acercase al puerto de Barcelona para embarcar en ellas al príncipe y las infantas si estallaban tumultos en la ciudad condal. La cosa quedó en nada y el autor del atentado acabó descuartizado por la multitud.

El siguiente episodio de rebeldía resultó ser más serio. Nos encontramos ya en el siglo XVII. La Monarquía Hispánica seguía dominando el mundo pero ya daba muestras de flaqueza. Al Valido de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, se le ocurrió una idea brillante: como Castilla estaba siendo desangrada por los impuestos ¿qué tal si el resto de reinos de la monarquía contribuía con dineros y hombres a mantener el Imperio? Al proyecto se le llamó la Unión de Armas.

Os podéis imaginar la respuesta de los reinos de la Corona de Aragón: se negaron en rotundo. Finalmente Aragón y Valencia aún contribuyeron con algo de dinero no así el Condado de Barcelona. La Generalidad se cerró en banda. "La pela es la pela..." Total que la cosa se complicó cuando la Guerra de los Treinta Años (1618 - 1648) empezó a afectar a Cataluña.

Francia había declarado la guerra a la Monarquía Hispánica y los ejércitos franceses penetraron en el Rosellón y la Cerdaña. Corría 1640. Olivares, que no era tonto, vio una oportunidad de oro: como la guerra afectaba a Cataluña era lógico que los catalanes contribuyesen al mantenimiento del ejército de la monarquía aunque sólo fuera para proteger su territorio. Pues no. Se negaron. Bien, pues entonces, sería bueno que dejasen a los tercios entrar en su territorio y que los acogiesen para hacer frente a los invasores. Pues tampoco.

Los catalanes se negaron a contribuir con dinero a los tercios, a aportar hombres e incluso a acoger a los soldados en sus casas. Dio igual porque los tercios castellanos entraron en Cataluña. Entonces estalló una revuelta conocida como el Corpus de Sangre (1640 - 1652) porque comenzó el día del Corpus de 1640. Los segadores, armados hasta los dientes, entraron en Barcelona y asesinaron al Virrey Santa Coloma. Estalló la sublevación ¿contra el invasor francés? ¡No! ¡Contra el invasor castellano!

No se les ocurrió otra cosa  a los señores de la Generalidad que ofrecer el Ducado de Barcelona al rey Luis de Francia (¿de qué me suena esto?). Este lo aceptó rápidamente obviamente pero cuando se dieron cuenta en Cataluña de que el rey francés iba a suprimir las instituciones catalanes y las leyes tradicionales se arrepintieron y dieron marcha atrás. ¡Qué ilusos! Total que la Guerra de los Segadores acabó en 1652 con la entrada de los tercios castellanos en Barcelona. No se suprimieron ni instituciones ni fueros. La broma volvió a salir cara a los catalanes pues se perdió el Rosellón y la Cerdaña, que pasaron a Francia (lo que es hoy la "Cataluña Norte").

En 1687 y 1697 volvieron a estallar insurrecciones, llamadas Revuelta de las Barretinas. ¿Pero estos no se cansan nunca? Ojo, que estos motines, más que políticos, fueron motines de subsistencia...

El pifostio gordo de verdad se montó cuando murió Carlos II en 1700. El nuevo rey de España era Felipe V de Borbón. Los Borbones tradicionalmente habían sido centralistas y absolutistas, es decir, todo lo contrario al pactismo entre las Cortes y el monarca que imperaba en la Corona de Aragón y, sobre todo, en Cataluña desde la Edad Media. Esto motivó que la Corona Aragonesa apoyase en masa al candidato austracista, el archiduque Carlos de Austria. Sí, estáis leyendo bien: si en el siglo XVII, los catalanes habían ofrecido el trono de Barcelona a los Borbones frente a los Austrias; ahora, cincuenta años después, se lo ofrecían a los Austrias frente a los Borbones...

El resultado final todo el mundo lo conoce: la Guerra de Sucesión se prolongó hasta 1713 cuando se firmó el Tratado de Utrecht por el que todas las potencias europeas reconocían a Felipe V como rey de España. Los catalanes no. Los catalanes prefirieron continuar resistiendo. Al final, como no podía ser de otra forma, Barcelona cayó el 11 de septiembre de 1714. Los ejércitos españoles mandados por Berwick entraron en la ciudad condal pero no la saquearon. La historia de ese día pueden leerla aquí. Eso sí, la rebeldía le costó a Cataluña la pérdida de sus instituciones y sus leyes tradicionales.

La Nueva Planta de Felipe V implantó las instituciones y usos castellanos en toda la Corona de Aragón. La Generalidad y las Cortes Catalanas fueron suprimidas, igual que las Cortes de Aragón, las de Valencia y las de Mallorca. A partir de entonces estos reinos enviaron sus representantes a las Cortes Castellanas que se convirtieron así en Cortes Españolas.

Durante más de cien años los catalanes se mantuvieron tranquilitos. Raro en ellos, la verdad. Durante la Guerra de Independencia (1808 - 1814) lucharon codo con codo con sus compatriotas de otros lugares de España. Pero a partir de 1833, Cataluña fue uno de los focos del carlismo, es decir, de los partidarios de Carlos María Isidro, defensor del absolutismo frente a Isabel II y los liberales. "Dios, Patria y Fueros" gritaban los carlistas, ya se sabe.

En 1840, la burguesía textil catalana se sublevó contra el Gobierno de Espartero. ¿La razón? Al bueno de Espartero no se le ocurrió otra cosa que reducir los aranceles a los productos textiles ingleses. Esto perjudicaba a la industria catalana que, como es natural, protestó enérgicamente. Espartero ordenó bombardear de forma indiscriminada Barcelona desde el castillo de Montjuic. El regente tuvo que dimitir después de semejante locura...

En la segunda mitad del siglo XIX surgió el nacionalismo catalán que reivindicaba el reconocimiento de la diferencia catalana. Algunos comenzaron a apostar por la vía federalistas, como Pi i Margall, que llegó a ser presidente de la Primera República Española (1873 - 1874). Por cierto, la Primera República fue un completo fracaso que duró menos de un año. Cambiamos ya de siglo, nos vamos al XX.

Nada más inaugurar el siglo se armó otra verbena en Barcelona aunque, bien es cierto que aquí poco o nada tuvo que ver el nacionalismo. A finales de julio de 1909, cuando reservistas catalanes se disponían a embarcar rumbo al protectorado español en Marruecos, sus mujeres se amotinaron en el puerto de la ciudad condal y lo impidieron. Todo ello se reogó con una huelga convocada por los sindicatos y buenas dosis de anticlericalismo. Barcelona se llenó de barricadas y los disturbios duraron una semana. Con acierto, los historiadores llaman a este episodio la Semana Trágica, que causó setenta y ocho muertos y tumbó el gobierno central de Maura.
 
Unos años después, el mismo día que se proclamó la Segunda República, el 14 de abril de 1931, Francesc Maciá, uno de los padres del nacionalismo catalán, se apresuró a proclamar la República Catalana dentro de una Federación Ibérica que no existía porque la Segunda Republica no seria federal, como la primera. Fue una salida de tono que forzó al Gobierno Provisional de la República a negociar el autogobierno para la región. Con el Estatuto de Autonomía de Nuria, aprobado en 1932, se creó una Generalidad que poco o nada tenía que ver con la institución medieval eliminada tras 1714, pero que contentó a los nacionalistas catalanes que añoraban una presunta libertad medieval que no existió.  

Las salidas de tono catalanas durante la Segunda República no quedaron ahí. En 1934, la Generalidad aprobó la Ley de Contratos de Cultivo que permitía a los campesinos rabassaires permanecer en sus tierras por más tiempo del que les correspondía previa indemnización a los terratenientes. El gobierno de la República recurrió la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales (el Tribunal Constitucional actual) y la ley quedó suprimida. Pues resulta que el presidente de la Generalidad, Lluis Companys, salió al balcón del palacio el 6 de octubre de 1934 y proclamó nada menos que el Estado Catalán dentro de la República federal española, que no existía. En las calles se armaron tumultos.

El gobierno republicano de Madrid, que era de derechas, todo sea dicho, suprimió el Estatuto de Autonomía y arrestó al gobierno de la Generalidad. Lluis Companys y sus secuaces (todos de ERC) fueron arrestados el 7 de octubre. Poco después las calles quedaron vacías. Hubo que esperar hasta 1936 para que se restableciera la autonomía de Cataluña. Durante la Guerra Civil (1936 - 1939), cierto es, la Generalidad se mantuvo fiel a la legalidad republicana lo que acabó costando la vida a Lluis Companys, fusilado en la Castillo de Montjuic en 1940.

Claro está, durante el Franquismo, Cataluña,  igual que el resto del país,  se mantuvo calladita pues no estaba el horno para bollos. "Cataluña dice sí a Franco" rezaba un cartel en Barcelona con motivo de una visita del Caudillo a la Ciudad Condal. 

Cuando volvió la democracia volvieron las reivindicaciones nacionalistas en las regiones periféricas. En Cataluña, como en otras partes, se manifestaron pidiendo "Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía". El presidente Suárez negoció la vuelta de la Generalidad en el exilio a España. Josep Tarradellas llegó en 1977 y se apresuró a gritar desde el palacio de la Generalidad: "Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí". Ahí es nada. Poco despues se aprobó un Estatuto de Autonomia. Curiosamente, durante la Transición a la democracia y durante muchos años después, los nacionalistas catalanes se mantuvieron leales al proyecto político español y lo apoyaron. Muchos creyeron que el "seny", el sentido común, se imponía, pero claro, ya conocemos la tradición catalana...

Cuando en 2006 se aprobó un nuevo Estatuto de Autonomía en el que se reconocía a Cataluña como nación, muchos se opusieron. El Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos del Estatuto en 2010 y los catalanes volvieron a montar un pifostio, fieles a su tradición.  Manifestaciones masivas pidiendo independencia y salidas de tono del presidente de la Generalidad y del Parlamento de Cataluña se han sucedido desde entonces. "España nos roba" decía un cartel del partido nacionalista CiU.

El referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017 es la última rebelión catalana. La podríamos llamar la "Crisis del Piolín", por los adornos de uno de los barcos donde se hospedaron las fuerzas de seguridad enviadas a Cataluña. Las fuerzas de seguridad impidieron la celebración del referéndum y el gobierno de Puigdemont se envalentonó y proclamó la independencia de Cataluña para suspenderla doce segundos después. Así las cosas, el gobierno central de Mariano Rajoy aplicó el artículo 155 de la Constitución de 1978 y suspendió la autonomía de Cataluña.

Mientras tanto, la justicia actuó por su cuenta y encarceló a todos los miembros del gobierno catalán. Bueno, a todos no porque Puigdemont y unos cuantos consejeros huyeron del país. Dos años después, en 2019, el Tribunal Supremo condenó por sedición a los encarcelados, que pasarán unos cuantos años en prisión. Claro está, la sentencia volvió a prender la mecha, siempre corta, del polvorín catalán y se iniciaron disturbios por toda la región, en especial en Barcelona. ¿Cómo terminará esto? ¡Quién sabe! Atendiendo a las historias de una (des)conexión que lleva siglos, probablemente los catalanes pierdan más de lo que ganen...






"Los catalanes deberían ver el mundo más allá de Cataluña"
Olivares, en una misiva al virrey Santa Coloma (febrero de 1640)






*La primera versión de este artículo se publicó el 29 de septiembre de 2017. En octubre de 2019, ha sido ampliado, corregido y actualizado.
  


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