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viernes, 9 de agosto de 2019

MI HISTORIA DE LA GUERRA

Pocas personas en este mundo viven una vida plena, completa. También pocas merecen con claridad el calificativo de buenas. Mi abuela tuvo la fortuna de ser una de ellas. Hace unos meses escribimos juntos el relato que aquí transcribo sobre cómo vivió ella la guerra civil. Hoy cobra más valor que nunca pues falleció ayer 8 de agosto.



Nací el 3 de febrero de 1929 en la casilla de camineros que había al lado de la Venta Nueva. La Venta Nueva se encuentra en la carretera que va a Valladolid, en el desvío a la Aldehuela de Calatañazor. Nací allí porque mi padre era peón caminero, se dedicaba a arreglar las carreteras, y mi madre, Felixa, era ama de casa. Fui la pequeña de cuatro hermanos de padre y madre, aunque si contamos a los hijos que tuvieron con anteriores matrimonios, éramos doce. Y siempre nos hemos llevado todos como auténticos hermanos.

Cuando comenzó la guerra tenía siete años cumplidos. Mi hermana Antonina tenía unos quince y mis otros dos hermanos, Juan y Severino, estaban en el medio. El resto no vivían ya con nosotros porque eran mucho más mayores…

No recuerdo bien si poco antes de comenzar la guerra o quizá unos meses después, murió mi padre. Aún era joven, el pobre. Yo estaba viviendo en ese momento con la tía Celedonia y el tío Pedro en Jubera, un pueblecito cerca de Medinaceli y Arcos de Jalón. La tía Celedonia era hermana de mi madre. Si mi madre era delgada y enjuta, mi tía era fuerte y robusta. El tío Pedro era también peón caminero, pero ellos vivían en Jubera. No tenían hijos y cuidaron de mí cuando era pequeña igual que antes había estado con ellos mi hermana Antonina. 

Por Jubera pasaban continuamente tropas que marchaban al frente, la mayoría eran requetés. Claro, tenían que hacer noche donde les pillaba y los del pueblo tenían que acogerlos y darles de comer. Eran todos muy agradables, muy jóvenes. Con algunos de ellos creo que incluso se mandaron cartas mis tíos hasta tiempo después. 

Un cuñado del tío Pedro era el jefe de los camineros, llamaba a los empleados “mis chicos” y se movía por toda la provincia para ver cómo arreglaban los caminos. Un día, cuando llegó a Jubera, vio que los militares habían sacado al tío Pedro de casa y se lo llevaban. Les preguntó que qué hacían con él y le contestaron los soldados que tenía un fusil en casa. “¡Anda, suéltenlo, que este tonto no sabe ni cargar el fusil! Nunca lo ha disparado y lo tiene en casa porque todos los camineros tienen un arma…” gritó su cuñado. Menos mal que le hicieron caso porque se lo llevaban probablemente para fusilarlo.

Yo no noté mucho la guerra porque era muy pequeña. De vez en cuando se escuchaban tiros a lo lejos. Jubera está cerca de Medinaceli y Arcos de Jalón y allí había muchos ferroviarios así que supongo que muchos fueron fusilados. Además, el frente estaba cerca.

Mi madre, con mis hermanos mayores, vivió el comienzo de la guerra en la casilla de la Venta Nueva. Se acababa de quedar viuda así que las cosas no fueron fáciles. Mis hermanos ayudaban en casa. La cosa se complicó cuando detuvieron a mi madre y la llevaron presa a la cárcel de El Burgo de Osma. El motivo eran que uno de sus hijos mayores no aparecía.

Mi hermano Feliciano era hijo del matrimonio anterior de mi madre y era mucho mayor que yo. Quiso meterse a cura y se fue al seminario de El Burgo pero lo echaron porque mi familia no podía pagar… ¡de dónde íbamos a sacar el dinero! El tiempo en el seminario le cambió por completo, no sé qué le pasaría allí. Cuando salió se fue a Sevilla a trabajar de camarero y después puso un restaurante. Parece ser que era republicano y cuando comenzó la guerra marchó al frente. No se sabe qué fue de él. Unas primas decían siempre que lo habían matado. Mis hermanos mayores, cuando aún vivía gente que podría haber sabido de él, tenían que haberlo buscado.

Cuando los nacionales fueron a buscarlo y no lo encontraron culparon a mi madre de esconderlo y por eso la metieron en prisión. Como en El Burgo tenemos familia, le ayudaron mucho. Durante el tiempo que estuvo presa, que fue poco, trabajó en las cocinas de la cárcel. Salió unas semanas después, cuando se dieron cuenta de que no sabía dónde estaba su hijo. Y murió sin saberlo.

Mientras tanto, mi hermana Antonina se hizo cargo de la casilla y de mis otros dos hermanos, Juan y Severino. Antonina lo pasó mal, ella sola allí... También se oían tiros a lo lejos desde la Venta Nueva, siempre lo contaba. Fusilaron a muchos en la carretera que va desde la Aldehuela de Calatañazor a Abejar. Por allí tiene que haber muchos enterrados en las cunetas. 

Después, mi hermano Juan encontró trabajo en Soria capital gracias a un amigo de la familia (creo que era pariente de mi padre). Entró a trabajar en la tienda de ultramarinos de Pedro Beltrán, yendo y viniendo a la estación de tren a coger mercancías. Después, él pudo meter a trabajar al otro hermano, Severino. Así que todos marchamos a vivir a Soria, yo también, después de estar viviendo con la tía Celedonia.

Primero vivimos en un piso en la Calle Numancia, pero rápido nos trasladamos a otro en la Calle Santa Polonia. Cerca de allí, detrás del Colegio de los Franciscanos y del Juzgado (Palacio de los Condes de Gómara) estaban construyendo un refugio antiaéreo por si acaso. Ya no está. En los últimos años de la guerra, o quizá después, empecé a ir al colegio de la Arboleda. Había un caminito de tierra para ir desde mi casa al colegio. ¡La de veces que me habré caído yo por ahí… bajaba corriendo! ¡Claro, era una niña…!

Tu abuelo sí que pasó hambre durante la guerra y siempre recordaba que tenían que comer lentejas agusanadas enviadas desde Argentina. Pero nosotros no tuvimos hambre nunca gracias a que mis hermanos trabajaban en la tienda de ultramarinos y llevaban a casa pan blanco, chocolate e incluso azúcar y aceite.

En Soria había una señora de Falange que nos ayudó mucho y que siempre le decía a mi madre “Felixa, tú si necesitas algo, dímelo”. Se llamaba María y su marido y su hijo, que eran guardias civiles, habían sido fusilados por los rojos en Arcos de Jalón. La pobre se quedó sin nadie. No me extraña que se hiciese de Falange.

Así pasamos la guerra. Yo no la noté… Mi madre siempre decía que la guerra de España sería la última. Que después no habría más guerras en el mundo. “¡Menos mal que después de la nuestra ya no hay más guerras!” decía a veces. Durante el resto de su vida, cuando salía Franco en la televisión, lo miraban fijamente y repetía “Ay, ¡Franco y su madre!”. No decía más… sólo eso. Era difícil para ella recordar lo que había pasado, no tanto la cárcel, sino la desaparición de un hijo.




Visitación Rubio


9 de enero de 2019

 

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