"No hace nada, ni lee, ni escribe, ni piensa." Con estas palabras describía la entonces princesa de Asturias, María Antonia de Nápoles, las tareas diarias y aficiones de su esposo, el príncipe Fernando. En una ocasión dijo de él que era "un obeso poco agraciado de voz aflautada". Con semejante sinceridad, la reina anticipaba de alguna forma lo que le esperaba a España cuando el Borbón subiese al trono. Por desgracia no lo llegó a ver, pues murió en Aranjuez en 1806.
La Historia ha aupado a Fernando VII a la primera posición en el ranking de peores reyes de España y eso que nuestra patria no ha sido precisamente dichosa con sus monarcas. En otras palabras, la primera posición está disputada, pero casi todos los historiadores lo señalan a él como el campeón. El genial Fernando no tuvo reparos en conspirar contra su propio padre, el débil Carlos IV; traicionó, después, a su pueblo vendiéndolo a Napoléon; no le tembló el pulso en ordenar la muerte o el exilio de miles de liberales que habían ganado la Guerra de Independencia invocando su nombre; y tampoco cuando firmó un documento en el que apartaba a su hija primogénita, la niña Isabel, de la sucesión al trono en favor del infante Carlos María Isidro. Crueldad y tiranía bien condimentadas con grandes dosis de estupidez y cobardía.
Estando Fernando cautivo en el palacio de Valençay, mientras su pueblo luchaba bravamente contra los ejércitos franceses, acostumbraba a mandar misivas a Napoleón en el que alababa su genio militar y sus destrezas en el campo de batalla. Felicitaba al emperador francés por cada batalla ganada en España y ofreció a su hermano Carlos para dirigir los ejércitos franceses en la campaña napoleónica en Rusia en 1812. Pero, además, no dudó en solicitar a Napoleón que le eligiera una esposa, la segunda tras la muerte de María Antonia, y al final de la Guerra de la Independencia española, le pidió poder acercar su pequeña corte de prisionero a París. Se ve que quería estar cerca de su secuestrador. Síndrome de Estocolmo, lo llaman. O felonía, más bien.
Por entonces, en España aún era Fernando VII "el Deseado". Las Cortes de Cádiz lo habían proclamado solemnemente rey constitucional de España y el Consejo de Regencia gobernaba en su nombre. Poco tardó en hacer méritos para cambiar su apodo por "el Felón", el traidor. Fue llegar a España y deshacer la laboriosa legislación liberal de Cádiz. En 1816 contrajo segundas nupcias, esta vez con su sobrina María Isabel de Braganza, infanta de Portugal, hija de su hermana Carlota Joaquina. Atractiva no era, pero sí mucho más joven que el rey. Era también culta e ilustrada, al contrario que el monarca español, pero al pueblo no le gustó:
"Fea, pobre y portuguesa,
¡Chúpate esa!"
Poco bueno hizo Fernando VII en su vida. Entre ello, destacamos la fundación del Museo del Prado ("Museo Real de Pintura y Escultura" se llamaba entonces). Y tampoco podemos atribuirle al soberano el mérito, sino, más bien, a su esposa la portuguesa. Fue precisamente María Isabel de Braganza quien promovió la creación de una galería de pinturas similar al Museo del Louvre en París. Resulta que, estando ella en el Monasterio de El Escorial, vio la enorme cantidad de cuadros que había allí almacenados sin que nadie les prestase atención. Entre ellos se encontraban obras maestras de Velázquez, Tiziano, El Greco... Algunos habían sido trasladados después del incendio del Alcázar de Madrid en 1734, y allí seguían. Otros habían sido enviados por el propio Fernando VII a quien no gustaban esas pinturas antiguas y oscuras y no quería tenerlas en el Palacio Real. Lo que hace la ignorancia.
Maria Isabel de Braganza también fue desdichada. Murió en 1818 con apenas veintiun años y no pudo ver culminada su gran obra, el museo de pinturas. Fernando VII corrió a casarse por tercera vez, ahora con María Josefa Amalia de Sajonia que contaba apenas dieciséis años. Famoso es el relato de la noche de bodas que hace Prosper Mérimée a su amigo Stendhal. La joven salió corriendo cuando vio entrar a su soberano marido en la habitación con las intenciones que todos podemos imaginar:
"Resultó que la reina fue puesta en el lecho sin ninguna preparación. Entra su majestad. Figúrese a un hombre gordo, con aspecto de sátiro, morenísimo, con el labio inferior colgándole. (...) La reina no hablaba más que el alemán, del que Su Majestad no sabía ni una palabra, así que la reina escapa de la cama y corre por la habitación dando grandes gritos. El rey la persigue; pero, como ella es joven y ágil, y el rey es gordo, pesado y gotoso, el monarca se caía de narices, tropezaba por los suelos. (...)"
La reina María Josefa Amalia de Sajonia
Al final tuvieron que convencer a la reina de que debía pasar la noche con su esposo. Lo hizo pero el deselance de la historia es vergonzoso y vergonzante. La pobre reina sufría de la tripa cuando se ponía nerviosa. Y aquella noche estuvo muy nerviosa... Debemos hablar también del problema del rey con su miembro viril que, al parecer, era desmesuradamente grande. Hay quien dice que padecía una deformación denominada "macrosomía genital". Prosper Mérimée da una decripción precisa de este asunto:
"Según la dama por quien sé la historia, su miembro viril es delgado como una barra de lacre en la base, y tan gordo como el puño en su extremidad; además, tan largo como un taco de billar".
Ahora podemos sentirnos identificados con la infeliz reina Maria Josefa. Imaginemos a la joven al ver el monstruo de su esposo. No es extraño que saliese corriendo. Murió en 1829 sin poder engendrar hijos ¿quizá por la deformidad que padecía el rey? El caso es que Fernando VII, que contaba ya cuarenta y cinco años, estaba sin herederos. Había tenido una hija con María Isabel de Braganza pero apenas había sobrevivido seis meses. Así que tenía que encontrar otra esposa, la cuarta, para engendrar un sucesor. La elegida fue María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Se conoce que también padeció la reina la enorme monstruosidad del esposo y por eso utilizaba una almohadilla que colocaba en su vagina durante el coito para amortiguar el tamaño del miembro de su marido.
Esto que se cuenta amenudo con sorna, a modo de chascarrillo, supuso un serio problema para Fernando VII, que sufría molestias terribles. Obviamente, también sus mujeres lo padecieron, causándoles desgarros y dolores. Hasta 1830 no tuvo descendencia el bueno de Fernando, ¿fue precisamente por este problema? Y la primogénita fue una niña, Isabel. Otra niña, Luisa Fernanda, nació dos años después.
El asunto de la sucesión cambió de tonalidad. Si hasta 1830 el problema había sido que el rey no tenía hijos, a partir de entonces, fue que el rey sólo tenía dos niñas, ningún niño. Felipe V, el primer Borbón en el trono español había introducido en España la Ley Sálica que impedía reinar a las mujeres así que, siguiendo esta norma, la niña Isabel no sería reina y heredaría el trono el infante Carlos María Isidro, un fanático absolutista como Dios mandaba. Sin embargo, Carlos IV había dictado una Pragmática anulando la Ley Sálica que habia sido aprobada por las Cortes pero no promulgada. Atendiendo a esta pragmática, legalmente, podría reinar Isabel lo que dejaba fuera de juego al infante Carlos. Con esto antecedentes, la conspiración se sirvió en bandeja.
En septiembre de 1832, Fernando VII cayó gravemente enfermo mientras se encontraba en el Palacio de la Granja de San Ildefonso. Aprovechando su estado de semiinconsciencia temporal y su estupidez e indecisión naturales, la camarilla absolutista que le redobaba le hizo firmar una documento en el que restablecía la Ley Sálica. El artífice de la artimaña fue Francisco Tadeo Calomarde, ministro de Gracia y Justicia y ferviente defensor de los derechos dinásticos del infante Carlos como garante de la pervivencia del absolutismo monárquico. La pequeña Isabel quedaba al margen.
La situación se recondujo gracias a la infanta Luisa Carlota de Borbón, hermana de la reina María Cristina y esposa de Francisco de Paula (hermano de Fernando VII). La infantona, que defendía los derechos de su sobrina Isabel con el objetivo de casarla, cuando fuese reina, con su hijo Francisco de Asís, llegó apresuradamente al palacio de la Granja se abrió paso a bofetadas y entró en la alcoba de Fernando VII como un elefante en una cacharrería. Convenció a su cuñado de que había cometido una estupidez como las que habitualmente cometía y le recomendó que destruyese el papel. De hecho, ya lo había hecho ella arrebatando el documento que había firmado Fernando VII y rompiéndolo en mil pedazos.
Firmó entonces el moribundo rey la Pragmática Sanción que suprimía, otra vez, la Ley Sálica permitiendo a su hija heredar el trono. Cuando entró en la habitación el ministro Calomarde, sorprendido por la situación pero guardando las formas, se atrevió a decir que la decisión era errónea y recomendó de nuevo valorar la situación. Pero la infanta Luisa Carlota no le dejó acabar y le pegó tal bofetada que el pobre ministro no se atrevió a abrir la boca otra vez. El trono de Isabel se había salvado gracias a su tia y a pesar de la traición de su padre.
Aún vivió "el Felón" un año más. Su vida fue tragicómica, llena de comedias y dramas. Su incapacidad para el gobierno, su holgazanería y su intreransigencia fueron una tragedia para el país y lo condenaron durante décadas al oscurantismo. Su indecisión llevó a España a tres guerras civiles, las guerras carlistas. Y sus problemas matriominales evidenciaban que aquel hombre era mundano como todos, lleno, repleto de defectos. No era un rey elegido por Dios por más que los fanáticos absolutistas siguiesen defendiendo la ya desfasada idea del origen divino del poder absoluto del rey.
Fernando VII con su cuarta esposa, María Cristina de Borbón
BIBLIOGRAFÍA:
AD ABSURDUM (2017): "Historia absurda de España", Madrid: La Esfera de los Libros.
ESLAVA GALÁN, J. (2019): "La familia del Prado: un paseo desenfadado y sorprendente por el museo de los Austrias y los Borbones", Madrid: Planeta.
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