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domingo, 10 de mayo de 2020

UN TIPO CONTRADICTORIO

Pocos tienen hoy dudas de que la pandemia del COVID - 19 ha cambiado nuestra sociedad y de que sus inquietantes efectos van a durar años, algunos quizá para siempre. Presenciamos escépticos el inicio de la crisis en Oriente y creímos, en una muestra de vergonzosa prepotencia, que no afectaría a Europa, al primer mundo. Luego, la convulsión fue tan grande y tan profunda que hizo tragarnos nuestro supremacismo y sacó a la luz las más complejas contradicciones.

En un mundo tan globalizado, en el que el teléfono móvil que tenemos en el bolsillo es capaz de adivinar lo que estamos a punto de teclear en él, ¿cómo es posible que nadie se percatase de lo que estaba por venir? En un tiempo en el que ordenadores potentísimos pueden resolver complejos análisis estadísticos y predecir lo que va a ocurrir, ¿por qué no vieron lo que iba a pasar? ¿Por qué nadie en el Hemisferio Occidental se dio cuenta de la crisis que estaba comenzando en China? ¿Es que nadie sospechó de que era extraño que un régimen hermético como el chino aparentase transparencia cuando se reportaron los primeros casos de una extraña neumonía en la provincia de Wuhan?

La población de a pie acogió las noticias que llegaban desde Asia con una burda incredulidad. Muchos creyeron al principio que nunca llegaría a Europa o que, como mucho, habría cuatro o cinco casos aislados. Otros, según avanzaba el tiempo, no dudaron en restar importancia al fenómeno e incluso afirmaron con suficiencia que era mucho menos grave de lo que los medios de comunicación, siempre alarmistas, decían. Y es que también estos mostraron al principio una doble tendencia: informaban pero se procuraba no alarmar. ¡Y pobre del reportero que apareciese con mascarilla ante la cámara! Una noche de domingo de febrero, yo mismo preferí sintonizar la cadena de televisión en la que llamaban a la calma ante la epidemia antes que ver, en otra cadena, un programa en el que alertaban de la posibilidad de que la situación fuese más grave de lo que se decía.

"Exagerado", "cagón", "alarmista". Estos fueron algunos de los calificativos que recibía a finales de febrero y principios de marzo cuando mostraba cierta preocupación por lo que ocurría entre mis compañeros de vida. Hoy, cuando han pasado más de dos meses (que parecen una eternidad) me entran ganas de abrir la ventana de mi habitación y gritar a viva voz: "¡OS LO DIJE!". Pero es que ni yo mismo, es cierto que siempre pesimista y alarmista,  pensaba que nos íbamos a ver, tan solo unas semanas después, como en efecto nos vimos. Es una muestra más de las contradicciones de esta sociedad frívola. Mientras hacía comentarios preocupantes sobre el ya famoso coronavirus procedente de China, planeaba un fin de semana en Madrid. Ni yo mismo me creía mis más terribles y rocambolescas premoniciones.

Según pasaban los días, algunos comentarios que escuchaba de unos y otros se quedaron grabados en mi memoria sin saber muy bien el motivo, porque entonces no significaban nada. Hoy, cuando la perspectiva del tiempo nos permite conocer lo que vino, me producen una profunda vergüenza. Hubo quien se reía de la cuarentena de catorce días impuesta a quienes daban positivo en los test para detectar la enfermedad. "Bueno, pues una semana tranquilo en casa sin tener que trabajar". Y cuando, de nuevo pesimista, planteaba el posible daño psicológico a una persona normal que, al dar positivo, la encerraban en una habitación, la respuesta era la de siempre: "Es que tú eres un exagerado".

Oí a alguien decir que lo importante era no contraer la enfermedad todos a la vez porque no había recursos pero si se cogía antes o después del famoso "pico" no pasaba nada. Todos los reunidos asentieron convencidos. ¡Y yo también! En aquel momento no me di cuenta pero ya se conocía entonces que la letalidad del bicho era mayor que la de una simple gripe y que muchos enfermos acababan en la unidad de pacientes críticos, en la UCI. Para alguien que sabe bien lo que supone sufrir esa experiencia tanto para el paciente como para los familiares, darme cuenta de aquello fue un terrible golpe. Aquella afirmación mostró la paradógica ignorancia de alguien que se creía poseedor de una verdad absoluta.

Hay quien afirmó que el COVID-19 no era tan malo si solo se llevaba por delante la vida de los ancianos. "Mira, si se mueren los viejos, ni tan mal". Claro está, hasta que aquellas palabras cayeron tan cerca que la afirmación banal se convirtió en un drama personal. Otra muestra del enorme egoismo que nos caracteriza como sociedad y la ligereza de nuestras conversaciones cuando el asunto no va con nosotros (de momento). Todo ello, además, bien condimentado con rumores y habladurías dañinos. "¿Pues sabes quién tiene el coronavirus?", "Oye, ¿te has enterado de que fulanito está en el hospital?", "Pues ten cuidado, ¿no te lo encontraste el otro día? ¡A ver si te lo ha pegado!". Se nos llena la boca al censurar los bulos que se difunden por la red, casi todos noticias evidentemente falsas o si no informaciones no oficiales (que muchas al final se terminan confirmando), pero esto no nos impide hacer comentarios de ese tipo que sí crean auténticas alarmas (personales) y provocan pavor.

Una vez nos estalló la crisis en la cara, dándonos bofetadas cada día si saber siquiera por dónde nos venían, pasamos a la fase de creernos que habíamos tenido la enfermedad (y por supuesto la habíamos superado) o la estábamos teniendo justo en ese momento y había quien alardeaba de ello. "Pues yo creo que tuve la enfermedad el día de Reyes porque me levanté con tos y diarrea". Los supervivientes, por supuesto, pasaron a convertire en una especie de nueva élite, inmune y con suficiente sabiduría para dar lecciones de vida: "¡Uy! ¿has tosido? a ver si...". Al mismo tiempo, otros alardeaban de haberse acostumbrado de maravilla al confinamiento en el que absolutamente todo estaba prohibido, una situación anómala en la que sólo se podía salir de casa para trabajar o comprar comida. Claro, mi respuesta a las perennes preguntas de "¿qué tal lo llevas? ¿qué tal estás?" siempre fueron y son las mismas: "pues mal... ni puedo ni quiero acostumbrarme a esta situación sobrevenida, impuesta y terrible". Mientras tanto, más de veinte mil personas fallecían y sus familias no podían ni darles un entierro digno. Pero mientras no seamos nosotros, ¡de maravilla!

Y por supuesto en ese océano de contradicciones aquí llegan las propias. Soy un tipo aterrorizado por una situación que le trae ecos del pasado pero ávido, al mismo tiempo, de recuperar una realidad anterior que echa de menos y que desapareció de la noche a la mañana. Un tipo al que ahoga esta situación a pesar de llevar, desde siempre y por convencimiento, una vida austera y tranquila. Y aquí estoy ahora, cuando la sociedad empieza a ver la luz al final de un túnel que va a ser más largo de lo que esperaba, me doy cuenta de lo contradictorios que somos, de lo contradictorio que soy.

Hoy hay quien muestra una efusividad tremenda al poder salir de casa una hora al día para caminar o hacer deporte. Pocos se dan cuenta de que en realidad, nos hemos convertido en ratones de laboratorio a los que dejan salir un poco a ver qué pasa. Parece que nadie se entera ahora de que la sociedad resultante de esta crisis colosal no es ni será la misma que la de antes; una sociedad de muertos vivientes en la que se exige caminar separados y con la cara cubierta. Una sociedad orientalizada, decían algunos, por supuesto, pero no se dan cuenta de lo que significa eso: individuos más distantes y sometidos a las normas impuestas desde arriba, donde la libertad individual no existe. No celebremos la vuelta a la normalidad porque la normalidad es nueva, no es nuestra normalidad. Y quizá, además, conviene que no lo sea, porque nuestra normalidad era superficial y nosotros demasiado arrogantes.


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