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sábado, 14 de noviembre de 2015

EUROPA FRENTE AL ISLAM


El 10 de octubre del 732, las tropas del rey franco Carlos Martel se enfrentaron a las del caudillo árabe al-Gafiki cerca de Poitiers. Las hordas islámicas, formadas por más de 50.000 soldados árabes y bereberes, sufrieron una tremenda derrota frente a los francos y al-Gafiki encontró la muerte a manos del jefe carolingio. La derrota islámica fue crucial para el destino de Europa y del Cristianismo pues frenó irremediablemente el avance musulmán por el Viejo Continente. Poco después, los francos expulsaron de la Provenza a los musulmanes que allí se habían instalado, los cuales se replegaron a al-Andalus.

Aquel episodio fue la primera derrota militar de los musulmanes, que habían invadido Europa veintiún años antes, en el 711. El reino godo de Toledo y su rey Roderico no habían conseguido frenar en aquella batalla cerca del río Guadalete a los invasores islámicos que ya habían conquistado por las armas todo el Norte de África. La Península Ibérica, al-Andalus, como ellos la llamaban, fue ocupada ante la inoperancia de la élite goda y la pasividad de la población hispana, acostumbrada a que pasasen por aquellas tierras todo tipo de conquistadores.

La obsesión de los musulmanes con Europa parece evidente ya desde los albores del siglo VIII; igual que la tendencia islámica a conquistar por las armas nuevos territorios. Lo que nadie puede dudar es que el Islam, surgido a finales del siglo VII, se extendió por Arabia primero, y después, por el Norte de África gracias a las armas del fabuloso y próspero Califato Omeya.

Fue en aquellas centurias que hemos relatado cuando se gestaron los sucesivos choques entre la vieja Europa cristiana y la nueva religión islámica. Desde entonces, las dos civilizaciones, que parecen incompatibles, no han dejado de mirarse con recelo y se han combatido en numerosas ocasiones. Algo parece claro: el Islam siempre ha amenazado a la Europa Cristiana igual que Occidente lo ha hecho a las sociedades musulmanas.

El Medievo estuvo repleto de conflictos entre la Cristiandad y el Islam. El más largo lo vivimos aquí, en la Península Ibérica. La batalla de Covadonga, en el 722, convertida en mito después, inauguró la Reconquista. Ésta no fue más que una constante guerra entre los Reinos cristianos del norte peninsular y los diferentes Estados musulmanes configurados progresivamente en la zona ocupada de al-Andalus. Quizá la Batalla de las Navas de Tolosa, en el 1212, sea el mejor ejemplo de la unidad de los cristianos contra el infiel. En el verano de aquel año, un ejército formado por castellanos, aragoneses, navarros, franceses y occitanos infligió tal derrota a las huestes almohades que el imperio norteafricano se desmoronó como un castillo de naipes.

De igual forma, las Cruzadas unieron a los cristianos europeos con el propósito de reconquistar Tierra Santa, los lugares donde había vivido Jesucristo. Hasta nueve expediciones se contaron a partir del siglo XI para combatir a los infieles en Tierra Santa. En el año 1095, el papa Urbano II hacía un llamamiento a la Cristiandad para la Cruzada contra el Islam. En su sermón decía:

"Ellos han matado y capturado a nuestros hombres, han destruido las iglesias y han asolado el imperio. Si permitís que continúen actuando así, sin impunidad, los fieles de Dios seréis todavía más atacados por ellos".

Las Cruzadas, como no podía ser de otra forma a causa de su irreal objetivo, fueron un fracaso total. Poco duraron el reino cruzado de Jerusalén y otros Estados cristianos surgidos de aquellas expediciones. Claro que, aunque dé la sensación de que los malvados europeos atacaron aquellas tierras haciendo la Guerra Santa a los musulmanes; no fueron pocas las acciones de guerra de estos contra los cristianos.

Además de las luchas en la Península Ibérica, los piratas sarracenos del norte de África asolaban las costas del sur de Europa con sus frecuentes razias. ¡Cuantos niños fueron capturados en Barcelona, en Mallorca, en Marsella o en las costas de Italia para ser vendidos como esclavos a los magnates árabes! ¡Cuántas niñas fueron igualmente secuestradas para engrosar los harenes de los jefes musulmanes! ¡Cuánta destrucción y cuánto terror dejaron esos que llamaban infieles en las tierras europeas bañadas por el Mediterráneo!

Y qué decir de la resistencia agónica del viejo Imperio Bizantino ante el empuje de los turcos. Cuando Constantinopla cayó ante el avance otomano en el 1453, Bizancio llevaba siglos resistiendo al avance militar turco. El siglo XVI fue horrible igualmente para media Europa. Si los musulmanes desaparecieron de la Península Ibérica tras la conquista del Reino nazarí de Granada en 1492, los turcos otomanos conquistaron los Balcanes. Grecia, Serbia y Rumanía cayeron bajo el yugo islámico y en 1526, tras la batalla de Mohács, el reino de Hungría fue también sometido.

El Califato Turco atemorizó el Viejo Continente durante decenios. Llegó a sitiar Viena, ¡el corazón de Europa!, en varias ocasiones y acosó a los comerciantes cristianos en el Mediterráneo. Chipre, Creta y Malta fueron conquistadas en pocos años. El peligro que corría la Cristiandad fue tan grande que en 1571, la Santa Alianza, formada por la Monarquía Hispánica, el Papado, la República de Venecia, la República de Génova y el Ducado de Saboya, partió a enfrentarse al infiel cerca de la Península Helena.

La famosa batalla de Lepanto del 7 de octubre de 1571 fue otro gran enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. "La más grande ocasión que vieron los siglos", según la describió Miguel de Cervantes, que participó en ella, se saldó con la derrota de los turcos. Fue ese un punto de inflexión en la relación entre cristianos y musulmanes; sin embargo, hubo que esperar varios decenios para que la decadencia marcase el irremediable destino del Imperio Otomano.

Los siglos pasaron, el Turco se debilitaba progresivamente en Europa y el norte de África pero las sociedades musulmanes no fueron capaces de constituir Estados estables y prósperos. Por contra, los Estados Europeos se desarrollaron aceleradamente en los siglos XVIII y XIX. La superioridad militar, política y económica de los europeos frente a los musulmanes fue evidente hasta el punto de que en el siglo XIX consiguieron dominarlos.

A principios del siglo XX, Europa se repartió literalmente las sociedades islámicas creando colonias, protectorados y mandatos. Lo que no había podido hacer en la Edad Media, lo hizo nueve siglos después gracias a su poder militar. Europa aprovechó para dominar aquellos territorios ricos en materias primas y en petróleo, el oro del siglo XX. Pero no nos engañemos; lo hizo Europa con el Islam como lo habría hecho el Islam con Europa si hubiese tenido la capacidad para hacerlo. Pero no la tuvo y por ello, los musulmanes quedaron subyugados durante décadas al poder colonial europeo. Las tribus árabes sólo empezaron a establecer Estados más o menos estables a partir de la década de los treinta (Arabia Saudí se fundó en 1932).

Pero la naturaleza de aquellos Estados, aunque miraban a Occidente, no se podía igualar a las de los países europeos y Estados Unidos. Ni si quiera a los más pobres del Viejo Continente. Nada tenía que ver la paupérrima España de los años treinta del siglo XX con el reino de Arabia Saudí y su sociedad tribal de aquellos años.

La incapacidad manifiesta de los árabes para construir países prósperos y estables como los europeos en la segunda mitad del siglo XX impulsó el nacionalismo árabe y el radicalismo islámico. Esto, unido a la inevitable influencia de Europa y de EE.UU. en el Mundo Árabe y a la injusta decisión de crear un artificial Estado judío en Próximo Oriente, es quizá la chispa que prendió los actuales movimientos radicales islámicos. 

Desde los años ochenta del siglo XX, el antioccidentalismo musulmán se ha manifestado en sucesivos ataques contra intereses europeos y norteamericanos en Asia, África y en los Países Árabes. Los ataques en terreno Europeo o en EE.UU. han sido menores en número pero más impactantes: el atentado contra el World Trade Center en 1993, el derribo de las Torres Gemelas en 2001, el atentado de Madrid el 11 de marzo de 2004, el ataque en Londres el 7 de julio de 2005 o los últimos ataques en Francia, en 2015, son los más destacados.

La injerencia de Occidente en los Países Árabes no es sólo militar sino, principalmente, cultural. Los árabes ven Europa y Norteamérica como paraísos pero los odian, al mismo tiempo, por la enorme distancia política, económica y cultural que los separa de ellos. La fracasada Primavera Árabe es el último ejemplo de todo esto. Incapaces de construir democracias al estilo occidental, muchos países (todos excepto uno, Túnez) se han sumido en el más absoluto caos. Y el caos, la pobreza, la guerra y la desigualdad constituyen el mejor caldo de cultivo para el yihadismo. 

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