Páginas

sábado, 18 de abril de 2015

VIAJE AL MADRID DE CERVANTES

¿Cómo era la capital del Imperio Español en el siglo XVII?


Madrid en 1562. Dibujo de Antonio de Las Viñas por encargo de Felipe II



El 22 de abril de 1616 murió en Madrid Miguel de Cervantes Saavedra y al día siguiente, fue enterrado en el Convento de las Trinitarias Descalzas ya que su familia no podía pagarle el sepelio. Además, él también quería ser enterrado allí porque esa orden religiosa había hecho de intermediaria para rescatarle de su cautiverio en Árgel. Hoy todo el mundo sabe esto porque desde hace algunos años, científicos, historiadores y antropólogos han revuelto literalmente el convento para encontrar sus huesos. Huesos, por cierto, que se han encontrado junto a otros de distintas personas. Con motivo de este aniversario, os propongo viajar al pasado para conocer cómo era el Madrid del siglo XVII, la bulliciosa capital del poderoso Imperio Español.

Cervantes había nacido en Alcalá de Henares en 1542, durante el reinado de Felipe II, el "rey Prudente". En aquel entonces Madrid no era una ciudad importante sino una pequeña villa castellana como cualquier otra. Las cosas empezaron a cambiar unos años después, en 1561, cuando el rey decidió fijar la Corte allí convirtiendo Madrid en la capital de sus reinos. Las razones de la elección de la villa eran simple: se encontraba a mitad de camino entre Barcelona, Lisboa y Sevilla, los más importantes núcleos económicos de la Península.

En pocos años, la Villa y Corte creció de forma vertiginosa. Su población aumentó y la otrora tranquila villa se convirtió en una bulliciosa y cosmopolita urbe donde se cruzaban gentes de todas las clases y condiciones. En sus laberínticas calles convivían cortesanos, diplomáticos y oficiales de los tercios españoles; todos ellos personas distinguidas; con bufones, malhechores, vagabundos y pícaros. El viejo alcázar de Madrid, ubicado donde ahora se encuentra el Palacio Real, era la residencia del monarca aunque éste pasaba largas temporadas en la sierra, en El Escorial, alejado de los ruidos de la capital. También habían algunos palacios señoriales donde vivían los nobles más poderosos de la Monarquía Hispánica.

Por lo demás, Madrid era una villa sucia y maloliente ya que, en las calles, embarradas, se acumulaban basura y excrementos. Las vecinas arrojaban desde las ventanas de las viviendas las aguas sucias al grito de "¡Agua va!" y pobre del que se encontrase abajo y no se apartase... También era una ciudad muy peligrosa, sobre todo por la noche, porque bandidos y rufianes acechaban en la oscuridad para asaltar, asesinar y robar a todo aquel que anduviese despistado o descuidado por las calles.

Entre 1601 y 1606, la capitalidad se trasladó a Valladolid por decisión del todopoderoso Duque de Lerma, valido de Felipe III. Tras esos años, Madrid volvió a ser el centro neurálgico de las Españas y cientos de comerciantes, pintores, artesanos, escribanos, jueces, nobles y militares volvieron al calor de la Corte que tantas prebendas y privilegios repartía. Por Madrid también circulaban aventureros, conquistadores y marinos que iban o venían del Nuevo Mundo. La plata llegaba aún en abundancia de América aunque no era suficiente - como no lo había sido nunca - para mantener las costosas guerras que enfrentaban a la Monarquía con media Europa. La plata llegaba a Madrid de paso, proveniente de Sevilla y rumbo a los países del norte, Inglaterra, Flandes,...

Muy poco de aquellas riquezas se quedaba en Madrid - menos llegaban a otros lugares de Castilla - y lo que se quedaba se destinaba a la Corte, a sus fiestas, banquetes y remilgos. Nada quedaba para una población asfixiada por los impuestos. No era extraño, pues, que proliferasen en aquel Madrid de los Austrias, los vagabundos y los pícaros. Cada uno se ganaba la vida como podía o como quería, trabajando lo menos posible, eso sí, porque el trabajo estaba entonces mal visto.

Lo que más había en Madrid eran tabernas y burdeles que, por cierto, estaban regulados por el gobierno. Prostitutas y borrachos se amontonaban en la calle junto a buscones y mendigos. Claro que, no muy lejos, se podían ver iglesias y conventos donde se atendía a los marginados, los pobres de solemnidad y los pobres honrados. También había hospicios, orfanatos y casas de caridad para atender a los miles de personas, mujeres, niños y ancianos, que vivían en la más absoluta miseria en la capital de la Monarquía más poderosa de Europa.

Las gentes se concentraban en las calles principales, en los baratillos (o mercados públicos) donde los mercaderes vendían productos de todo tipo. Los lugares favoritos eran la plaza de la Cebada y la Plaza Mayor. Allí miles de personas compraban viandas, ropas, cueros o productos exóticos. Incluso animales salvajes de lejanas tierras, como monos, serpientes o pájaros de todos los colores había en aquellas calles. Todas estas alimañas llegaban a la Corte por la afición de monarcas y aristócratas por el lujo y los objetos extraños. 

La gente corriente, los madrileños normales, tenían serias dificultades para vivir sin sobresaltos y cualquier imprevisto - la muerte de un familiar, una enfermedad o un altercado en la calle - podía llevarlos a la indigencia. Aunque, en verdad, madrileños de origen había pocos pues la mayoría de los habitantes de Madrid procedía de otros lugares de las Españas. La Capital, la Villa y Corte, los había atraído como la luz atrae a los insectos. Buscaban una vida mejor al calor y la protección del monarca.

Y toda esta desgraciada gente, cuyo afán era atravesar lo mejor posible ese valle de lágrimas que era su vida, también encontraba disfrute y regocijo en en las fiestas populares. Las procesiones, los desfiles y los torneos los deslumbraban con un universo de múltiples colores y olores que les permitía abstraerse de la rutina diaria. También había festejos musicales, teatrillos y espectáculos de titiriteros callejeros y las obras teatrales representadas en los corrales de comedia. Algunos días también se celebraban corridas de toros o incluso autos de fe de la Inquisición en la Plaza Mayor. La gente se entretenía viendo estos espectáculos religiosos sin importar su final...

La mayor parte de los madrileños vivían en ese mundo contradictorio lleno de peligros y de ilusiones. El analfabetismo alcanzaba el noventa por ciento y sólo aquellos privilegiados que sabían leer tuvieron acceso a las obras maestras de Lope de Vega, Quevedo, Góngora o el propio Cervantes. Todos ellos vivieron en un Madrid de holgazanes y corruptos. Una coplilla que circulaba en esa época decía:

"Es Madrid ciudad bravía, 
que entre antiguas y modernas, 
tiene trescientas tabernas 
y una sola librería"



Vista general de Madrid en 1670, con el Alcázar al fondo y el puente de Segovia. Anónimo.






Feliz día del libro


No hay comentarios:

Publicar un comentario