¿Por qué la calle se llama Calle del Pez? Ésta fue la pregunta que nos surgió mientras comíamos en una conocida hamburguesería en el centro de Madrid. Una de esas dudas ridículas que aparecen de manera inesperada en mitad de una conversación sobre otros temas más trascendentales. Estábamos sentados en una mesa junto a la cristalera del establecimiento en la Calle del Pez. Aquella callejuela cercana a la Gran Vía y a la Plaza de España conserva, sin embargo, cierto encanto castizo propio de Malasaña, bien condimentado, eso sí, con modas alternativas, vestimentas hipsters y bicicletas.
Buscamos en internet y acabamos consultando a Chat GPT, que, últimamente, se ha convertido en el amigo sabelotodo, el amigo que nunca se equivoca (o eso pensamos ingenuamente). Por supuesto, nos dio no una sino dos respuestas. La primera correspondía a la realidad histórica: en aquella calle había, en el siglo XVII, una casa solariega que tenía un pez tallado en su fachada. Era el emblema de los Vargas, una familia adinerada que tuvo allí su residencia. La segunda era una leyenda, una historia entrañable de esas que son difíciles de olvidar.
En esa calle, nos dijo la Inteligencia Artificial, existía una fuente pública donde, de manera inexplicable, habitaba un único pez que resistía a todo tipo de infortunios: el frío del invierno, el calor del verano y las perrerías de los vecinos que lo molestaban o lo intentaban pescar. Incluso llegaron a sacarlo del agua en una ocasión, pero al día siguiente volvió a aparecer en la fuente como si nada hubiese sucedido. El pez se convirtió en un símbolo de resistencia, de fortaleza frente a los contratiempos. La fuente fue conocida como la del pez que nunca muere y, al final, en su honor, aquella estrecha calle acabó convirtiéndose en la Calle del Pez.
Nos quedamos pensando en el animalillo débil, pero resistente, mientras mirábamos el exterior desde la cristalera. Centenares de viandantes con vestimentas variopintas caminaban de un lado al otro, indiferentes a lo que sucedía a su alrededor. Era aquel un día soleado de noviembre, pero terriblemente gélido, aunque el frío no privaba a la capital del barullo que siempre inunda sus calles. Decidimos que, cuando terminásemos de comer, buscaríamos el relieve del pez esculpido en la piedra, pues, según la información que encontramos, aún se conservaba en la fachada del edificio que ocupa el lugar de la antigua casona de los Vargas.
Salimos de la hamburguesería un rato después y subimos por la Calle del Pez ávidos de encontrar el famoso relieve. Las aceras se estrechaban tanto en algunos tramos que caminábamos mi amiga y yo uno detrás del otro. El espacio lo ocupaban los coches, las motos y algunas bicicletas. A un lado de la calle, arbolillos escuálidos parecían resistir, como el pececillo, los infortunios de su existencia en la gran ciudad. Al otro, un edificio destartalado había sido adornado con botellas de plástico pintadas con distintos colores y pantalones viejos colgados de los balcones. Enfrente, había una tienda de cuadros artesanales en los bajos de un edificio rehabilitado. Supongo que el precio de esos apartamentos estaría por las nubes. Un poco más allá, encontramos un popular restaurante de tortillas de patata; la clientela hacía cola pacientemente para conseguir un hueco y taponaba la estrecha acera. Muchas cosas y todas bizarras en la Calle del Pez, pero, del relieve del pescadito, ni rastro. No había forma de encontrarlo.
Dimos unos pasos más hacia arriba, un poco desanimados ante nuestra búsqueda infructuosa. No había forma de localizar el pez y nuestro amigo, el Chat GPT, se manifestaba incapaz de chivarnos el lugar exacto en el que se encontraba. Mirábamos una y otra vez hacia arriba, hacia la parte alta de los bloques de pisos, buscábamos en Internet y reformulábamos la pregunta a la Inteligencia Artificial confiando en que, al modificar las palabras, el algoritmo fuese capaz de encontrar una respuesta, pero nada. Sólo al final, cuando ya estábamos a punto de darnos la vuelta, de desistir, divisamos nuestro pececillo en el esquinazo de un edificio. Allí estaba, en efecto, pequeña e insignificante, la silueta del pez que resistía a todo o el recuerdo de la familia Vargas que da nombre a la calle. Cada uno, lo que prefiera.
Le hicimos unas fotos al relieve amarillento de la fachada, la foto era la prueba de nuestra pesca, de nuestro hallazgo. Una de ellas ilustra está entrada. Luego nos marchamos apresuradamente porque se acercaba la hora del grandioso espectáculo para el que teníamos entradas aquella tarde. De camino al teatro, recordé durante algunos segundos uno de los versos de la canción de Sabina que habla de Madrid: "Donde el mar no se puede concebir". Y pensé en el pez de la Calle del Pez, que vivía tan lejos del mar, en aquella fuentecilla, una vida de penurias, pero resistía a todo. El pez logró lo imposible, logró lo que nadie pensaba que lograría, algo tan sencillo y tan difícil al mismo tiempo: vivir. Y aquel empeño, lo consiguió con creces porque lo hizo inmortal. Y es que, si lo pensamos bien, aún hoy vive el pez en aquella calle del centro de Madrid.
El pez de la Calle del Pez