El plano cenital permitía observar una imagen perfecta, casi simétrica: la plaza abarrotada y el ataúd del papa difunto en el centro, ante el altar, pero mirando a los fieles. A su derecha, jefes de Estado y de gobierno de decenas de países. A su izquierda, los cardenales llamados a elegir un nuevo pontífice en los próximos días. El cirio pascual, símbolo de la resurrección y la vida eterna, proyectaba, con la luz de la mañana, una sombra alargada a la diestra del féretro. Las campanas tocaban a difunto.
Todo el funeral del Papa Francisco estuvo repleto de símbolos e imágenes potentes. Nada fue dejado al azar, todo estaba medido al milímetro. La Plaza de San Pedro, delimitada por la fabulosa columnata diseñada por Bernini, se convirtió, de nuevo, en el centro del mundo. El planeta dirigió, como tantas veces, sus miradas a Roma y la Iglesia Católica demostró, una vez más, su maestría en el uso de la imagen, los símbolos y la teatralidad. Así lo ha hecho desde hace milenios, y así lo hace en pleno siglo XXI.
El escenario es colosal, apoteósico. La basílica de San Pedro del Vaticano fue concebida en el siglo XVI para mostrar el poder y la magnificencia de los papás, de los sucesores de San Pedro. El proyecto original fue obra de Miguel Ángel, pero la fachada cuadrangular, soberbia y arrogante, la culminó Carlo Maderno entrado el siglo XVII. Y allí, en aquella basílica que es una pequeña ciudad-Estado santo enclavado en una gran urbe histórica, tienen lugar acontecimientos que atrapan la atención del mundo. ¡Qué mejor marco para espectaculos igual de fabulosos!
Otra imagen de varios días antes mostraba la hilera de fieles católicos entrando en el templo más grandioso de la Cristiandad para dar su último adiós al papa. El contraste era de una belleza increíble. La pequeñez y la humildad del ataúd con el cuerpo inerte del pontífice contrastaba con los imponentes muros de la basílica y la belleza abrumadora del catafalco de bronce que diseñó también Bernini para indicar el lugar exacto de la tumba de San Pedro. El cuerpo del papa es lo temporal, lo efímero, lo insignificante. La basílica es lo que permanece, lo eterno, lo inmortal. Más de 200.000 personas entraron en sólo tres días en San Pedro para despedir al sumo pontífice.
El poder del detalle, de la fotografía cuidada, tomada desde el ángulo preciso para mostrar sólo y nada más lo que uno quiere mostrar es evidente en cada una de estas imágenes. La superioridad estética de Roma, de la Ciudad del Vaticano y de la Iglesia Católica fue clara en los funerales del papa muerto y lo será, de nuevo, en la elección y presentación al mundo del nuevo vicario de Dios en la Tierra tras la celebración del cónclave. El espectáculo de colores, formas, gestos, el olor a incienso y el repique de las campanas de la basílica crean una atmósfera visual, de olores y de sonidos que envuelve al creyente y al ateo de forma irremediable. Todo forma parte del ritual, de la teatralidad religiosa y del poder de la Iglesia.
Y ahora recuerdo quizá la mejor fotografía del papa Francisco, tomada, igualmente, en la Plaza de San Pedro, a finales de marzo de 2020, cuando media Europa estaba confinada por la pandemia de coronavirus. El pontífice subía en soledad la escalinata de San Pedro, para oficiar una misa dirigida a todo el mundo, aunque la plaza estaba por completo vacía. Era una noche lluviosa y oscura en Roma, las sombras lo invadían todo. Francisco subía con dificultad los peldaños mojados de la escalera; el agua sobre la plaza creaba un juego místico de luces y reflejos. La soledad de aquel momento contrataba con las multitudes que suelen llenar el lugar y, precisamente en esa soledad estaba la singularidad del momento. Un escalofrío recorre a quien ve la instantánea. Francisco rezó esa tarde por todos los enfermos.
Aquellas imágenes no fueron tomadas al azar. Nada fue casualidad. Todo estaba bien medido. Aquella misa, aquel rezo fue retransmitido a todo el planeta. El espectáculo ayuda a transmitir el mensaje. La religión necesita símbolos, imágenes icónicas, y la de aquel día fue abrumadora. A la izquierda de la poderosa foto, en la penumbra, la silueta de Cristo en la cruz recordaba dónde se encuentra el principio y el final de todo. Las campanas de San Pedro también repicaron aquel día.