Estuve hace unos días en un programa de inmersión lingüística en inglés para alumnos de 1° y 2° de ESO en un pueblo asturiano. Una de las normas del campamento era la prohibición del teléfono móvil durante todo el día con la excepción de media hora, la "phone time" que la llamaban. Durante ese rato, los adolescentes podían usarlo libremente en el jardín, en un espacio delimitado. Los teléfonos, como elementos textos, apestosos, no podían llevarse a las cabañas ni a los baños ni a otros espacios del recinto. Finalizado el tiempo, debían devolvérnoslos a los profesores, que los custodiábamos hasta el día siguiente.
Así lo hicimos durante los cinco días del curso, de lunes a viernes. Ninguno de los treinta y seis alumnos reclamó el teléfono fuera de ese horario; ninguno lo echó en falta; ninguno sintió que le faltara una parte de sí. Allí se reencontraron con otras partes de ellos a menudo eclipsadas por la tecnología: sus amigos, sus habilidades, sus preocupaciones, sus miedos, sus conflictos. La tecnología estuvo ausente y nadie la extrañó. Tan sólo en esos escuálidos treinta minutos, en ese pequeño e insignificante rinconcito del día, los móviles volvían a secuestrar aquellas almas cándidas y despreocupadas, volvían a succionar toda la vida.
Cada día, después de la comida, bajábamos al jardín los profesores con las cajas llenas de teléfonos y yo me sentía un poco el flautista de Hamelín. Los alumnos me seguían esperando la dosis diaria de tecnología que, sin embargo, podíamos haber suprimido sin ningún problema. No hubiese habido síndrome de abstinencia, ni dramas, ni motines, ni desesperación. La necesidad de esa media hora telefónica, la "phone time", la crea la propia norma del campamento, pero no las ansias de los alumnos por sus teléfonos. Cuando los entregábamos, no consultaban con avidez las redes sociales, TikTok, Instagram, WhatsApp y los juegos online no eran su prioridad.
La prioridad era la misma que hace treinta años, la misma que hace medio siglo. La prioridad era, simple y llanamente, la llamada a sus familias. La necesidad era escuchar la voz de mamá, de papá o de la abuela. Sentir cerca a sus seres queridos, ponerles al día y compartir inseguridades, miedos y anécdotas. Nada más. Una niña pasaba la media hora caminando en círculos relatando cómo había ido su jornada a todos los miembros de su familia, uno por uno. Otro muchacho detallaba con precisión el menú de ese día y, como crítico culinario, daba cuenta de lo que más le había gustado y lo que menos. Otro no podía evitar que sus ojos se humedecieran cuando escuchaba la voz de su madre y de su padre al otro lado del aparato. Y una última pasó todo el tiempo contando a su padre que tenía miedo por las noches porque escuchaba ruidos extraños fuera de su cabaña. Omitía que su risa hasta altas horas de la madrugada era uno de esos ruidos extraños .
Algunos empleaban todo el tiempo en el uso del móvil. Tras la llamada, revisaban las redes sociales, en orden, una por una, en un deambular monótono de TikTok a Instagram y de Instagram a TikTok. También jugaban unos minutos a un juego online que yo desconocía, una especie de Tetris moderno. No pocos, sin embargo, nos devolvían el móvil antes de que se acabase el tiempo, deseosos de continuar con su rutina allí, con sus actividades en aquel micro mundo analógico creado durante cinco días. Volvíamos a meter los aparatos en la caja, cada uno con su cargador y una pegatina con el nombre del alumno a quien correspondían. Por la noche, los cargábamos pacientemente para que estuviesen listos el día siguiente.
Los teléfonos, apagados, silenciados y marginados no supusieron nunca una amenaza para la convivencia en el campamento. Nadie los reclamó, no hubo protestas, no eran tan necesarios. Todo lo que ellos ofrecen es entretenimiento de baja calidad: juegos solitarios, videos cortos, estímulos absurdos. No son, ni mucho menos, imprescindibles ni esenciales. Los muchachos pueden vivir sin esos cachivaches y, cuando lo hacen, se descubren a sí mismos y descubren su entorno. Démosles esa oportunidad. Démosles la oportunidad de aburrirse, de pensar, de dar guerra, de incordiar. Démosles la oportunidad de observar el mundo que les rodea a través de sus ojos, de hablar con el que tienen al lado, de discutir, de reír, de llorar. Sólo tenemos que dársela, que crearla, y ellos la aprovechan sin dudarlo.