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domingo, 28 de diciembre de 2025

LOS COLORES DE LO COTIDIANO


Una ciudad tiene muchos colores, muchas tonalidades, realmente es como un caleidoscopio, un crisol de luces y brillos diferentes. Por ello, existen muchas maneras de observar el paisaje urbano, de mirar el entorno, de contemplar las formas de la ciudad, de descubrir sus detalles y matices. Y es que uno puede encontrar secretos cotidianos prestando un poco de atención a lo que tiene a su alrededor, a los colores que están por todos lados, que lo impregnan todo.

Eso es lo que hicimos mi compañera y yo este fin de semana en Madrid. Nos propusimos un reto. Es una forma de hablar porque, en realidad, fue ella quien me lo propuso a mí. El caso es que  acordamos que cada uno debía tomar nueve fotografías en las que predominase un solo color para, después, componer un collage con ellas. Se trataba, en definitiva, de una forma diferente de explorar una ciudad que conocemos, de acercarnos a ella de otra manera. El primer día, los colores elegidos fueron azul y rojo; el segundo, verde y amarillo; y el tercero (el día de regreso), naranja y morado.

Una vez decididos los colores, la obsesión inicial nos llevó a hacer fotos a todo lo que contuviese dichos tonos, a cualquier objeto que encontrábamos, por insignificante que fuese: una bolsa de basura tirada con desgana en la acera, la barandilla sucia del metro, el rótulo oxidado de una tienda. Pero, a medida que pasaban las horas, que hacíamos más y más instantáneas con los teléfonos móviles, nuestros ojos se volvieron más selectivos, más agudos, y comenzaron a fijarse en elementos urbanos que encierran gran belleza, aunque pasen desapercibidos en la frenética y apabullante cotidianeidad.

El rojo se escondía en el logotipo del restaurante donde comimos un menú del día y en los cochecitos de hojalata expuestos en el escaparate de una juguetería próxima. También en una coqueta panadería y en la fachada del Teatro Albéniz, en pleno barrio de La Latina. El rojo lo inunda todo y más en la Navidad. El azul apareció de improviso en las sillas metálicas de un bar de la Calle de Cádiz, en las fundas protectoras para  móviles que se vendían en una tienda cerca de la Puerta del Sol y en las estanterías de la Librería Lasai. Por supuesto, también en el famoso cielo de Madrid, presidido aquella tarde por la luna creciente de final de año. Aquí están los resultados:


Algo más difíciles de cazar fueron los colores del segundo día: amarillo y verde. Más aún cuando, en pleno diciembre, muchos árboles ya no lucen el colorido de otras estaciones. Pero estos colores se encuentran también en lugares dispares y aquí está lo que conseguimos fotografiar: las frutas y las verduras de una tienda de barrio, los portales de los edificios de la Calle Alcalá, algunas estaciones de metro decoradas con llamativos tonos o las hojas de los arboles que, a pesar del invierno y del frío, se resisten a caer. Incluso en un cuadro erótico colgado en los muros de un restaurante encontramos el verde o en la lámpara que alumbraba el local descubrimos el amarillo. Sólo es cuestión de observar, de dejar al lado la indiferencia, la apatía. Sólo era cuestión de mirar alrededor.


Y el último día el reto se complicó un poco más. En realidad, nunca fue del todo complicado. Los colores, naranja y morado, no son tan frecuentes y resultan escurridizos de encontrar. Además, era el día de regreso a casa, así que la cacería debía hacerse en poco tiempo. ¿Qué probabilidades hay de que un coche morado te adelante en mitad de la autovía? ¿Y de encontrar unos buzones naranjas en el edificio junto a nuestro hotel? Casualidades que hacen la vida más entretenida si uno presta algo de atención. Incluso en el pequeño pueblo de Medinaceli, donde hicimos un alto en nuestro camino, uno puede encontrar el morado y el naranja si afina la vista: en la señal que indica el famoso arco romano, en un tobogán para niños, en las flores que adornan una fachada, en los muros de una casita.


He aquí una lección que he aprendido estos días. Uno puede pasar por los lugares con apatía y desinterés, puede caminar por una calle larga sin mirar alrededor, sin que nada ni nadie le diga nada y no le ocurrirá nada. Pero también puede uno dar un largo paseo por el centro de una gran capital, deteniéndose cada pocos pasos para contemplar el espectáculo cotidiano que exhibe la ciudad en cada instante, en cada rincón, en cada esquina y disfrutar de esa belleza cotidiana, sutil y aguda. Es ahí, en las pequeñas cosas, en los detalles más insignificantes, en lo cotidiano, donde uno puede encontrarle sentido a todo.






*La idea del reto es de Lita, igual que las mejores fotos y los mejores collages. ¡Gracias!

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