Esta mañana hice un examen con mis alumnos de 2° de Bachillerato. Bueno, empleando los eufemismos que nos acosan, sería mejor decir que mis alumnos realizaron una prueba objetiva para evaluar su nivel de desarrollo competencial. Pero, como esto no lo entiende nadie, por eso uso el término examen, el de toda la vida. El caso es que, antes de comenzar el ejercicio, les pedí, como es habitual, que depositasen en un pupitre vacío sus teléfonos móviles.
Los teléfonos son en mi instituto como las meigas en Galicia. En teoría no existen porque están prohibidos, pero haberlos haylos. Así que, asumiendo esa realidad, para evitar tentaciones o sospechas de copia y trampas, lo mejor es dejarlos a la vista mientras se realiza el examen. Perdón, la prueba objetiva. Al principio no lo exigía, pero después de comprobar que los usan para copiar, no me quedó más remedio. Y no pasa nada. Veintidós alumnos había y veintidós móviles depositaron en la mesa. Ni un alumno sin su teléfono, faltaría más.
Así que allí los tuve amontonados toda la hora y me entretuve mirándolos con disimulo, desde una prudente distancia. Estos cachivaches contienen pedacitos de la vida de los alumnos. Son quizá el mayor almacén de pedacitos de sus vidas. En ellos se pueden rastrear sus gustos, sus miedos y sus sentimientos. Pero los adolescentes no son una excepción, tu móvil también es un almacén de pedacitos de tu vida y el mío, de la mía. Ahí está todo, ahí lo tenemos todo: redes sociales, contactos, amigos, amores, fotos, mensajes, notas, pensamientos, canciones favoritas, conversaciones, discusiones, opiniones, secretos, sentimientos. Ahí lo tienen todo, como también lo tenemos todo tú en tu móvil y yo en el mío.
Y al depositarlos en una mesa a la vista, se desprenden temporalmente de una parte de ellos mismos. Lo primero que noté es que no tienen ningún problema en hacerlo. Ninguno se resistió ni puso inconvenientes, simplemente asumieron las instrucciones sabiendo que era algo normal y preventivo. Desde hace varios años se lo pido antes de empezar todos los exámenes, y nunca nadie ha puesto objeción alguna. Al acabar el examen, alguno se olvida de cogerlo de la mesa y tengo que recordárselo pues no quiero ser responsable del disgusto al llegar a su casa y percatarse de que ha perdido su preciado artilugio, la prolongación de su mano, su compañero de fatigas.
Lo segundo de lo que me di cuenta es que casi todos los depositaron boca abajo, con la pantalla contra la mesa. Tan sólo uno, un despistado o ingenuo, creo yo, lo dejó con la pantalla a la vista. No sé si ese gesto es de privacidad, de desconfianza o de temor. ¿Temen que les llegue una notificación de algo embarazoso y que se ilumine la pantalla y quede a la vista de todos? ¿Desconfían de quien pueda estar mirando al lado? Es algo que se hace comúnmente. Lo he visto hacer a amigos, familiares y gente cualquiera y siempre he pensado que quien lo hacía tenía algo que ocultar, pero ahora creo que es más una costumbre y un gesto para proteger la privacidad de uno.
Cada aparato es, desde luego, un artilugio personal y personalizado. Cada uno tiene el suyo, de una marca diferente. Aquí casi todos eran Android, y tan solo un par eran IPhone. Otras veces, en otros grupos, es al revés: el iPhone se impone al Android. Da igual, todos tienen una carcasa individualizada, que distingue su móvil del resto. Y esas fundas protectoras reflejan también la personalidad, los gustos e incluso el estado de ánimo de los muchachos. En aquel aula, había un forofo del Atlético de Madrid, que lo luce hasta en el teléfono. Otra era fan del manga y el anime según los dibujos japoneses de la funda de su móvil. Y luego había un teléfono destrozado, con la carcasa partida por varios lados y el protector de pantalla roto. Era del alumno más nervioso de la clase, el que vive en un ataque de nervios permanente. El teléfono lo sufre.
Mientras los alumnos realizan un examen, uno se aburre increíblemente y da vueltas de aquí para allá. Hoy me estuve fijando en los teléfonos, dados la vuelta, con la espalda al aire, dormidos, esperando a que sus dueños terminasen. En algunos había guardados carnés de identidad y billetes de cinco euros. Los teléfonos hacen la función de cartera y monedero para algunos alumnos. Saben que no perderán el teléfono, que no lo dejarán olvidado. ¿Qué mejor lugar para guardar las cosas importantes? Varios tenían la cinta con la medida de la Virgen del Pilar, como si fuese un amuleto. Y otros tenían fotografías de carné, sobre todo de niños pequeños. El móvil es también la forma de llevar a alguien siempre contigo, a tu prima, a tu hermano, a tu novia o a tu amigo.
Y otros tenían bonitos mensajes, que mostraban la intensidad vital propia de la adolescencia, la energía, la vitalidad, las convulsiones emocionales. Uno de los móviles guardaba un post-it en el que se podía leer "Te quiero de aquí a la luna" junto a una carita sonriente. No supe de quién era. Quizá tampoco debía saberlo. Cuando lo leí, me volví un segundo a los muchachos, concentrados haciendo su ejercicio, y luego miré el teléfono de nuevo, queriendo asociar el mensaje con uno de ellos. Me fue imposible. El teléfono de al lado guardaba otro mensaje tras la carcasa transparente, en un papel rasgado pude leer: "Eres la calma que necesito en la tormenta que es mi vida". Sonreí y pensé en todo lo que cuentan y guardan los teléfonos móviles.
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