A veces hay que detenerse un instante para poder continuar con más fuerza. Y detenerse implica parar a pensar en lo que uno hace y por qué lo hace. A veces, con este propósito, abro un gran álbum donde conservo fotografías de los últimos años. Muchas de ellas recuerdan a alumnos y compañeros, me recuerdan a qué me dedico, en qué invierto mi vida.
Y el punto de apoyo que suponen las imágenes me hace volar al pasado y recordar con emoción momentos, historias vividas. La mente reconstruye con precisión aquellos instantes pretéritos, algunas veces de una forma tan nítida que parecen presente, aunque ya no existan. Y uno se da cuenta de la relevancia de su cometido, de que el trabajo de uno no es banal. Y uno recuerda también a tantos compañeros, a tantos alumnos.
Viene a mi mente aquel profesor que impartía clases de repaso fuera de su horario laboral. Y aquella otra que se afanaba en corregir exámenes en una estación de tren para tenerlos listos el día siguiente. Y recuerdo, también, cuántas veces he resuelto yo mismo dudas en fin de semana y en periodo vacacional, interrumpiendo mi descanso.
Se cruzan en mi memoria aquellos profesores que preparan con entusiasmo una excursión. Y aquellos otros que se ofrecen a acompañar a los alumnos en un viaje de estudios. Me estremezco al pensar en esas jornadas maratonianas llenas de tensión y nervios en un país extranjero. Y el temor ante cualquier imprevisto que pueda suceder. Me acuerdo también de los que pagan de su bolsillo el material escolar del alumno que lo necesita sin esperar nada a cambio. Sin esperar, siquiera, un “gracias”.
Y es que la educación va más allá de impartir contenidos o evaluar competencias. La educación son vivencias, sinergias. Es una transmisión constante de energía, de vida. El docente siembra sin saber si las semillas van a germinar, pero tiene fe en cada una de ellas. El docente puede cambiar el destino de un alumno en una lección de cincuenta minutos, puede abrirle los ojos, alumbrarle su futuro, descubrirle el mundo.
Y entonces son los alumnos los que se cruzan en la memoria. La media sonrisa de aquel tímido que no se atreve a decirte nada. El alumno que te saluda cada vez que te ve por los pasillos, aunque esto ocurra diez veces al día. El gesto del que no te saluda. Los ojos despiertos y avergonzados del chaval al que acabas de regañar. Veo miradas de complicidad, de enfado, de indignación, de gratitud. Veo ojos que piden auxilio, que piden consuelo, que reclaman atención. Veo alumnos que no quieren que acabe la clase. Veo alumnos llorar desconsolados al despedirse de un profesor a final de curso.
Pero también recuerdo a profesores llorar con amargura por no poder hacer bien su trabajo. A docentes sufrir amenazas directas o veladas. He visto a algunos perder los nervios ante el boicot constante de su clase. He visto acusaciones infundadas de discriminación y de animadversión. Esto también es el día a día del docente. En un instituto, uno se tropieza, sin quererlo, con constantes lecciones de humanidad, de la buena y de la mala.
Sólo entrar en el instituto cada mañana supone un bucle de quehaceres frenético que lo sumerge en una espiral de emociones continua en la que el tiempo pasa lento y deprisa a la vez. Un buen grupo de alumnos puede hacer que el enseñante se abstraiga por completo de la realidad exterior, que se pare el mundo de afuera durante el tiempo que dura una sesión. Porque pocos lugares tienen la capacidad de detener el tiempo, de eclipsar problemas y crear otros nuevos. Y uno de ellos es el aula.