Muchos dicen que es imposible olvidar lo que uno estaba haciendo el 11 de septiembre de 2001 cuando se enteró de lo sucedido en Nueva York. Parece que los momentos históricos que tienen un gran impacto emocional quedan grabados en nuestro recuerdo junto a las actividades que estábamos realizando cuando nos llegó la noticia. Nuestra mente recuerda todo ello con una precisión que creemos total.
Pero todo esto no es del todo cierto. Con el paso del tiempo, los recuerdos se emborronan y nuestra mente intenta reconstruir un relato coherente que no se ajusta del todo a la verdad tal y como sucedió y que es imposible recordar. Los huecos de la memoria se llenan con fantasías y vaguedades hasta el punto de que uno no distingue lo que realmente recuerda y lo que no es más que fruto de su imaginación.
El 11 de septiembre de 2001 yo tenía diez años y sabía muy poco de lo que sucedía en el mundo. En realidad, no sabía absolutamente nada de lo que había más allá de mi reducido ecosistema infantil. Ese día era el primero del nuevo curso y no recuerdo nada de cómo transcurrió la mañana en clase. Empezaba 5° de Educación Primaria y aquel martes era un momento de reencuentro con los compañeros después de las vacaciones de verano. Supongo que, como siempre, mi abuelo estaba esperándonos a mi hermano y a mí en la puerta del colegio al final de la jornada. Ahora no recuerdo si las clases terminaban a la una del mediodía o a la una y media, aunque poco importa. Mi hermano, que tiene cuatro años menos que yo, empezaba 1° de Primaria.
Comimos, como siempre, en casa de mi abuela, que se encontraba muy cerca del colegio, viendo los dibujos animados en la televisión. Esto lo supongo, porque no lo recuerdo con nitidez. Siempre hacíamos lo mismo así que no tuvo por qué ser diferente ese día. Sé que no tenía clase por la tarde, porque a comienzo de curso disfrutábamos de la jornada reducida que nos permitía adaptarnos al ritmo escolar paulatinamente. Así que durante el mes de septiembre solo íbamos a la escuela por la mañana. Sí recuerdo, o creo recordar, que hacía calor y el cielo estaba despejado porque por la ventana del salón entraba un sol radiante de final de verano.
Poco después llegó mi tía, que venía de trabajar. No recuerdo la hora exacta aunque supongo que sería sobre las tres de la tarde. Mi mente sí mantiene intactas las palabras que pronunció al entrar: "Poned las noticias. Se ha estrellado una avioneta contra una de las Torres Gemelas de Nueva York". En aquel momento yo no tenía ni idea de qué eran las Torres Gemelas y difícilmente podía situar Nueva York en un mapa. Supongo que a mi abuela y a una tía abuela muy anciana que nos acompañaba les ocurría más o menos lo mismo que a mí y a mi hermano.
Fue en aquel momento cuando el día cambió y se convirtió en un día especial. Al poner las noticias vimos las imágenes que ya estaban dando la vuelta al mundo. La Torre Norte del World Trade Center de Nueva York estaba ardiendo después de que un avión - no una avioneta como había dicho mi tía - se estrellase contra ella. Y ya no quitamos los ojos de la pantalla en toda la tarde. Llegaron mi padre y mi abuelo a comer a casa y también mi madre comió en casa de mi abuela aquel día, aunque no era lo habitual.
Con el corazón sobrecogido y los pelos de punta, todos presenciamos lo que estaba ocurriendo a miles de kilómetros de nuestra casa. Aunque, aparentemente, no iba a afectarnos en nuestra vida diaria, suponía el derrumbe del mundo tal y como lo conocíamos y enseguida nos dimos cuenta de ello. Estados Unidos, cuya superioridad nadie ponía en cuestión desde el final de Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética, estaba siendo atacado. Porque tampoco había duda de que aquello, que veíamos como si se tratase de una película de terror, era un atentado terrorista planificado con minuciosidad.
Me recuerdo a mí, ojiplático, sentado junto a mi madre y mi hermano, viendo en la televisión las mismas imágenes una y otra vez. El impacto del avión contra la Torre Sur, las dos torres en llamas, el edificio del Pentágono ardiendo, las sirenas de las ambulancias y coches de bomberos en Manhattan, el derrumbe de las torres, la nube de polvo y humo que envolvía Nueva York, las gentes desesperadas lanzándose por las ventanas para escapar de las llamas. Imágenes que aún me siguen sobrecogiendo, veinte años después de aquellos momentos.
Enseguida se puso nombre y rostro al artífice de semejante tragedia. Osama bin Laden se convirtió no solo en el enemigo número uno de Estados Unidos sino también en un personaje de terror para todos, niños y mayores, en Occidente. Igual ocurrió con los talibanes, el grupo fundamentalista islámico que controlaba Afganistán y daba refugio a los terroristas. Yo no sabía ni quienes eran los talibanes ni dónde estaba Afganistán, pero no tardé en saberlo.
Aquellos acontecimientos despertaron en mi una curiosidad por lo que sucedía a mi alrededor que se ha mantenido desde entonces. Veía todo, leía todo. Quería saber lo que ocurría. Aquellos sucesos históricos, que estaban ocurriendo en directo y los estábamos viendo por televisión, iluminaron un camino a seguir. Quería comprender lo que ocurría en el mundo y enseñarlo a los demás. Mientras escribo esto, tengo entre mis manos un suplemento del diario El País fechado el 16 de septiembre. El titular reza: "El fin de una era".
El último recuerdo que mi memoria retiene con suficiente nitidez es también en la sala de estar de casa de mi abuela. La luz había cambiado. El atardecer rojizo de final del estío iluminaba la sala mientras todos se arremolinaban para continuar con sus vidas cotidianas. Todos se marcharon a sus diversos quehaceres, incluso mi abuela que no solía salir por las tardes. No sé por qué pero mi memoria cree que aquello fue así. Yo, mientras tanto, permanecía frente a la televisión, viendo las mismas imágenes una y otra vez. Mi madre también estaba sentada conmigo. Y mi hermano, que era entonces demasiado pequeño pero que, aún así, custodia algunos recuerdos nítidos de aquel día.
Desde aquel momento tomé conciencia de la dimensión temporal y espacial del mundo. Se ha mantenido inalterable hasta hoy. He seguido y sigo con más o menos empeño los sucesos que ocurren a mi alrededor tratando de comprenderlos y, siempre, con la sensación de no lograrlo del todo. Veinte años después de aquello, cuando ya no soy el niño de diez años que acababa de volver del colegio, sé que es imposible entender el mundo.
En las semanas siguientes a la catástrofe se comprobó la trascendencia histórica de todo aquello. Recuerdo la invasión de Afganistán por la OTAN y el derrocamiento del régimen talibán. Eran octubre de 2001. Los años posteriores demostraron lo alargada que era la sombra del 11-S. También recuerdo la Guerra de Iraq en 2003, los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y la eliminación de Bin Laden en 2011, diez años después de los atentados de Nueva York. Todos estos acontecimientos se presentan ahora ante nuestros ojos como los eslabones de una cadena que da forma a nuestro tiempo.
Hoy en día, cuando enseño a mis alumnos, que no habían nacido en 2001, qué ocurrió aquel 11 de septiembre, me veo a mí, estupefacto, delante de la televisión de casa de mis abuelos, mirando aquellas imágenes terroríficas del World Trade Center. ¿Qué ocurre en nuestro mundo? ¿Por qué ocurre lo que ocurre? Aún sigo intentando dar respuesta a estas preguntas de respuesta imposible.
PARA LEER MÁS:
- "El día que cambió el mundo" (entrada publicada el 11 de septiembre de 2015).
- "Un país indomable" (entrada del 16 de agosto de 2021).
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