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domingo, 14 de marzo de 2021

EL DÍA QUE TODO CAMBIÓ


En aquellos días de marzo de 2020 todos sabíamos que algo estaba cambiando. El ambiente era extraño y se respiraba un aire de nerviosismo e inquietud. Las noticias que nos llegaban de otras partes del mundo eran aterradoras y sólo algunos escépticos confiaban en que nada ocurriese aquí. Realmente todos fuimos un poco escépticos. Inocentes, más bien.

El primer caso de contagio local en España se había notificado unos días antes, el 25 de febrero en Sevilla. Una semana después, se detectaron los primeros brotes descontrolados en Torrejón de Ardoz, Vitoria y en algunos pueblos de La Rioja. Pero, mientras tanto, la vida transcurría con normalidad. Con demasiada normalidad.

El lunes 9 de marzo fue un día clave. El primero de muchos que vendrían después. Madrid y Vitoria decidieron suspender las clases en colegios e institutos. Por la tarde, el ministro de Sanidad recomendó el teletrabajo y evitar reuniones y viajes. Se suspendieron los partidos de fútbol y de baloncesto y también las fiestas que se iban a celebrar en algunas ciudades en las semanas siguientes. La situación estaba ya fuera de control, pero pocos lo reconocían.

El viernes 13 me levanté como cualquier otro día. No sabía que ese día iba a ser el último en que iba a acudir al instituto en muchos meses. No recuerdo si mi primer pensamiento fue para la epidemia pero sí la extraña inquietud que rodeaba todo. El día de antes se habían anulado las actividades extraescolares hasta nuevo aviso y, por la tarde, el propio Presidente del Gobierno había recomendado a las comunidades autónomas suspender las clases presenciales en todo el país. Pero se desconocía aún el alcance de todo ello.

Las clases en el instituto transcurrieron como siempre, como si nada ocurriese. Se corrigieron ejercicios, se hicieron exámenes y se continuó con el temario como cualquier otro día. Como si no pasase nada, pero siempre pendientes de las informaciones que llegaban. Se esperaba el anuncio del cierre de las escuelas e institutos en la comunidad autónoma. 

Recuerdo muy bien lo que hice aquella mañana. Preparé actividades de repaso para que los alumnos pudiesen trabajar en casa. También recopilé correos electrónicos y cualquier forma de contacto con el alumnado. Y me aseguré de que todos supieran cómo íbamos a trabajar en caso de que, finalmente, no volviésemos al centro el lunes siguiente: a través de la plataforma online y de la página web. Pero hice todo ello con gran escepticismo y una pasmosa tranquilidad, pues confiaba en que fuesen sólo unos días y que pronto se volviese a la normalidad. 

En clase de 1° de ESO regañé con vehemencia a una alumna que aplaudió cuando les informé de que, probablemente, las clases se suspenderían durante unos días. También están grabados en mi mente los rostros de los alumnos de 2° de Bachillerato cuando, nada más entrar en el aula, solté una frase lapidaria: "Creo que no vamos a poder venir al centro en unas semanas y esto es, desde luego, una putada para vosotros". No sabíamos entonces que ya no volveríamos a las clases en lo que quedaba de curso.

Cuando ahora miro hacia atrás solo veo inocencia. Yo me sentía seguro en el instituto, rodeado de cientos de alumnos. Íbamos sin mascarilla, por supuesto. En el recreo salimos aquel día, como siempre, a tomar el café al bar de enfrente. Estaba a rebosar. Realmente la muerte nos rondaba en todos lados pero no éramos conscientes de su presencia. El virus estaba entre nosotros y no le teníamos miedo. Porque, sencillamente, no conocíamos nada de él.

Aquel día yo acababa mi jornada pronto pero me quedé un rato más en el centro metiendo en una gran bolsa libros y materiales para continuar el trabajo desde casa. Corrían ya rumores de que el gobierno regional había decretado el cierre de colegios e institutos por la situación sanitaria pero nada era seguro. "El cierre es inminente" - me dijo el jefe de estudios en la puerta de la sala de profesores. "Yo hasta que no lo vea no me lo creo" - replicó un compañero, incrédulo. La orden, en efecto, llegó hacia la una y media del mediodía. Fue entonces cuando marché. Nada más tenía que hacer allí.

Por las calles parecía que nada ocurría. Los bares estaban abiertos y concurridos. El ruido del tráfico era igual que cualquier otro día. Yo caminaba despacio cargado con varias bolsas repletas de libros, cuadernos y fotocopias. Cuando entré en casa, dejé todo en la habitación. Comprobé que todo cuanto había llevado era suficiente para trabajar las semanas siguientes. Después, encendí el televisor para ver las noticias. Estaban informando de que, al día siguiente 14 de marzo, el gobierno iba a decretar el Estado de Alarma por segunda vez desde el restauración de la democracia. Una medida excepcional para tiempos excepcionales. Había ya más de tres mil casos de contagiados en toda España y unos 130 fallecidos.

Me senté en una silla de la cocina y revisé una foto que había hecho justo antes de salir de instituto porque me había hecho gracia un detalle. Detrás de un panel, medio escondido en el vestíbulo del centro, unos alumnos habían compuesto con letras recortadas la palabra que iba a cambiarlo todo: "Coronavirus".


13 de marzo de 2020




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