Pocas personas en este mundo viven una vida plena, completa. También pocas merecen con claridad el calificativo de buenas. Mi abuela tuvo la fortuna de ser una de ellas. Hace unos meses escribimos juntos el relato que aquí transcribo sobre cómo vivió ella la guerra civil. Hoy cobra más valor que nunca pues falleció ayer 8 de agosto.
Nací el
3 de febrero de 1929 en la casilla de camineros que había al lado de la Venta
Nueva. La Venta Nueva se encuentra en la carretera que va a Valladolid, en el
desvío a la Aldehuela de Calatañazor. Nací allí porque mi padre era peón
caminero, se dedicaba a arreglar las carreteras, y mi madre, Felixa, era ama de
casa. Fui la pequeña de cuatro hermanos de padre y madre, aunque si contamos a
los hijos que tuvieron con anteriores matrimonios, éramos doce. Y siempre nos
hemos llevado todos como auténticos hermanos.
Cuando
comenzó la guerra tenía siete años cumplidos. Mi hermana Antonina tenía unos
quince y mis otros dos hermanos, Juan y Severino, estaban en el medio. El resto
no vivían ya con nosotros porque eran mucho más mayores…
No
recuerdo bien si poco antes de comenzar la guerra o quizá unos meses después,
murió mi padre. Aún era joven, el pobre. Yo estaba viviendo en ese momento con
la tía Celedonia y el tío Pedro en Jubera, un pueblecito cerca de Medinaceli y
Arcos de Jalón. La tía Celedonia era hermana de mi madre. Si mi madre era
delgada y enjuta, mi tía era fuerte y robusta. El tío Pedro era también peón
caminero, pero ellos vivían en Jubera. No tenían hijos y cuidaron de mí cuando
era pequeña igual que antes había estado con ellos mi hermana Antonina.
Por
Jubera pasaban continuamente tropas que marchaban al frente, la mayoría eran
requetés. Claro, tenían que hacer noche donde les pillaba y los del pueblo
tenían que acogerlos y darles de comer. Eran todos muy agradables, muy jóvenes.
Con algunos de ellos creo que incluso se mandaron cartas mis tíos hasta tiempo
después.
Un
cuñado del tío Pedro era el jefe de los camineros, llamaba a los empleados “mis chicos” y se movía por toda la
provincia para ver cómo arreglaban los caminos. Un día, cuando llegó a Jubera,
vio que los militares habían sacado al tío Pedro de casa y se lo llevaban. Les
preguntó que qué hacían con él y le contestaron los soldados que tenía un fusil
en casa. “¡Anda, suéltenlo, que este
tonto no sabe ni cargar el fusil! Nunca lo ha disparado y lo tiene en casa
porque todos los camineros tienen un arma…” gritó su cuñado. Menos mal que
le hicieron caso porque se lo llevaban probablemente para fusilarlo.
Yo no
noté mucho la guerra porque era muy pequeña. De vez en cuando se escuchaban
tiros a lo lejos. Jubera está cerca de Medinaceli y Arcos de Jalón y allí había
muchos ferroviarios así que supongo que muchos fueron fusilados. Además, el
frente estaba cerca.
Mi
madre, con mis hermanos mayores, vivió el comienzo de la guerra en la casilla
de la Venta Nueva. Se acababa de quedar viuda así que las cosas no fueron
fáciles. Mis hermanos ayudaban en casa. La cosa se complicó cuando detuvieron a
mi madre y la llevaron presa a la cárcel de El Burgo de Osma. El motivo eran
que uno de sus hijos mayores no aparecía.
Mi
hermano Feliciano era hijo del matrimonio anterior de mi madre y era mucho
mayor que yo. Quiso meterse a cura y se fue al seminario de El Burgo pero lo echaron
porque mi familia no podía pagar… ¡de dónde íbamos a sacar el dinero! El tiempo
en el seminario le cambió por completo, no sé qué le pasaría allí. Cuando salió
se fue a Sevilla a trabajar de camarero y después puso un restaurante. Parece
ser que era republicano y cuando comenzó la guerra marchó al frente. No se sabe
qué fue de él. Unas primas decían siempre que lo habían matado. Mis hermanos
mayores, cuando aún vivía gente que podría haber sabido de él, tenían que
haberlo buscado.
Cuando
los nacionales fueron a buscarlo y no lo encontraron culparon a mi madre de
esconderlo y por eso la metieron en prisión. Como en El Burgo tenemos familia,
le ayudaron mucho. Durante el tiempo que estuvo presa, que fue poco, trabajó en
las cocinas de la cárcel. Salió unas semanas después, cuando se dieron cuenta
de que no sabía dónde estaba su hijo. Y murió sin saberlo.
Mientras
tanto, mi hermana Antonina se hizo cargo de la casilla y de mis otros dos
hermanos, Juan y Severino. Antonina lo pasó mal, ella sola allí... También se
oían tiros a lo lejos desde la Venta Nueva, siempre lo contaba. Fusilaron a
muchos en la carretera que va desde la Aldehuela de Calatañazor a Abejar. Por
allí tiene que haber muchos enterrados en las cunetas.
Después,
mi hermano Juan encontró trabajo en Soria capital gracias a un amigo de la
familia (creo que era pariente de mi padre). Entró a trabajar en la tienda de
ultramarinos de Pedro Beltrán, yendo y viniendo a la estación de tren a coger
mercancías. Después, él pudo meter a trabajar al otro hermano, Severino. Así
que todos marchamos a vivir a Soria, yo también, después de estar viviendo con
la tía Celedonia.
Primero
vivimos en un piso en la Calle Numancia, pero rápido nos trasladamos a otro en
la Calle Santa Polonia. Cerca de allí, detrás del Colegio de los Franciscanos y
del Juzgado (Palacio de los Condes de Gómara) estaban construyendo un refugio
antiaéreo por si acaso. Ya no está. En los últimos años de la guerra, o quizá
después, empecé a ir al colegio de la Arboleda. Había un caminito de tierra
para ir desde mi casa al colegio. ¡La de veces que me habré caído yo por ahí…
bajaba corriendo! ¡Claro, era una niña…!
Tu
abuelo sí que pasó hambre durante la guerra y siempre recordaba que tenían que
comer lentejas agusanadas enviadas desde Argentina. Pero nosotros no tuvimos
hambre nunca gracias a que mis hermanos trabajaban en la tienda de ultramarinos
y llevaban a casa pan blanco, chocolate e incluso azúcar y aceite.
En
Soria había una señora de Falange que nos ayudó mucho y que siempre le decía a
mi madre “Felixa, tú si necesitas algo,
dímelo”. Se llamaba María y su marido y su hijo, que eran guardias civiles,
habían sido fusilados por los rojos en Arcos de Jalón. La pobre se quedó sin
nadie. No me extraña que se hiciese de Falange.
Así
pasamos la guerra. Yo no la noté… Mi madre siempre decía que la guerra de
España sería la última. Que después no habría más guerras en el mundo. “¡Menos mal que después de la nuestra ya no
hay más guerras!” decía a veces. Durante el resto de su vida, cuando salía
Franco en la televisión, lo miraban fijamente y repetía “Ay, ¡Franco y su madre!”. No decía más… sólo eso. Era difícil para
ella recordar lo que había pasado, no tanto la cárcel, sino la desaparición de
un hijo.
Visitación Rubio
9 de enero de 2019
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