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martes, 21 de mayo de 2024

A VECES PARECER ESTÚPIDO NO ES SUFICIENTE



- Sólo he enviado unos céntimos para pagar los cuidados de mi hijo enfermo.

- Eso no es cierto: su Majestad tiene cientos de millones de dólares en bancos suizos, lo dicen los informes de la embajada - respondió el oficial del ejército rebelde. 

Halie Selassie, emperador de Etiopía, miraba a los soldados con aparente perplejidad e inocencia, como si no entendiese lo que le estaban diciendo. Permanecía impasible, recto, enfundado en su uniforme militar. No volvió a pronunciar una palabra ni intentó defenderse. Estaba convencido de que no tenía motivo, de que no había hecho nada malo. Prefirió retirarse a sus habitaciones privadas a meditar. O a dormir la siesta.

Eran los últimos días de agosto de 1974, parte del ejército etíope se habían rebelado contra el emperador y la monarquía absoluta estaba derrumbándose. El negus, un anciano de ochenta y dos años, contemplaba cómo sus altos dignatarios eran destituidos y encarcelados, acusados de corrupción. Su palacio en Addis Abeba cada vez estaba más vacío y ya nadie respetaba su figura, otrora casi divina. Todo estaba perdido aunque él no se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. O, mejor dicho, no quería hacerlo. 

No nos engañemos: nadie es tan estúpido para no darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor, de las consecuencias que tienen sus actos. Da igual que seas el emperador de un reino perdido en África o un ciudadano del siglo XXI. Otra cosa es que juguemos a la ambigüedad, a emborronarlo todo para confundir al otro; que finjamos que no entendemos nada, que todo nos pilla desprevenidos. Y en esto Halie Selassie era un maestro. Se presentaba como el honesto padre protector de su pueblo, preocupado por el desarrollo del reino, convencido ingenuamente de que todo marchaba bien, de que sus súbditos vivían felices, de que el país estaba desarrollándose. La realidad, por supuesto, era distinta.

Parecía no conocer los males que sacudían Etiopía. Encerrado en su palacio de Addis Abeba, no sabía que cientos de miles de sus súbditos morían cada año víctimas del hambre. Tampoco que había provincias del imperio en continua rebelión, donde señores de la guerra campaban a sus anchas. Y desconocía también la corrupción que pudría la administración del reino. Cuando algún periodista extranjero le preguntaba por estos temas, el negus se limitaba a no contestar. Si algún funcionario respondía por él, la fórmula más usada era "es un tema de máxima preocupación para el emperador".  

El emperador era un astuto embaucador. No hablaba en las reuniones, audiencias y banquetes, se limitaba a escuchar chismes, delaciones y quejas. La indiferencia, el fingido desinterés era otro rasgo de su comportamiento. Luego actuaba en su propio beneficio, para consolidar su poder. Los funcionarios y oficiales de palacio vivían en una incertidumbre constante, sin saber cuál sería el siguiente movimiento de su Majestad Imperial. Era impredecible. Podía destituirlos en cualquier momento o incluso mandarlos encarcelar. 

El emperador se situaba por encima de los rifirrafes ministeriales, de los errores del gobierno. Él no tenía culpa de nada, si es que ocurría algo malo, pues también se ponían en duda los informes y las noticias sobre la hambruna en tal provincia o la inseguridad en tal región. En otras palabras, se cuestionaba la verdad, lo evidente.

Pero todo era una patraña. Halie Selassie había construido un régimen autocrático en torno a su persona. Él decidía todo en Etiopía desde que subió al trono en 1930. Él sabía todo lo que ocurría en su reino. Él nombraba a los gobernadores de las provincias. Él elegía a los funcionarios de la administración del Estado. De él dependía la policía, el ejército, la educación, la sanidad. Era imposible que no se diese cuenta de la corrupción, del hambre, pero nunca asumió ninguna responsabilidad sobre los males que consumían su reino. Actuaba sin dar cuenta a nadie, sin importarle nada, sólo la lealtad a su persona. Todo en beneficio propio. Pero cuando todo acabó, cuando su obra saltó por los aires, quiso que lo vieran como un anciano inocente engañado por todos.

Halie Selassie, negus de Etiopía, inspirador del movimiento rastafari en Jamaica, murió en 1975, pero podría ser el arquetipo de ciudadano del siglo XXI. Individualista, caprichoso, excéntrico, incapaz de asumir la responsabilidad de sus actos. Mostraba interés con la indiferencia. El desinterés no era más que desprecio hacia los otros, desdén, ingratitud hacia el leal, al incondicional, a quien permanecía a su lado.  

Su comportamiento no era claro ni preciso, sino desdibujado, ambiguo. Todo era un sí, pero no; un quizá; una posibilidad remota. Nada era seguro, nada estaba definido. El emperador no tomaba decisiones, ni siquiera en los momentos críticos, las dilataba en el tiempo. Como una avestruz, escondía la cabeza ante los conflictos, no daba la cara. Y, por supuesto, no le importaban sus súbditos que lo respetaban, que lo veneraban. Exactamente igual que al individuo del siglo XXI, que actúa sin importarle el daño que puede causar al otro, al compañero, al amigo, a quien le quiere.

La imagen de anciano afable, pero ingenuo, encerrado en la candidez de un mundo perfecto aislado del exterior es también similar a la de muchos hoy. La ignorancia, el desconocimiento, la torpeza o incluso la estupidez se usan para justificar cualquier comportamiento, cualquier error; y para no asumir el estropicio hecho al prójimo. Pero a veces, la estupidez no es suficiente. A veces, la ingenuidad o la ignorancia acaban colmando la paciencia del perjudicado, del campesino hambriento. Ya lo hemos dicho: nadie es tan estúpido para no darse cuenta de lo que ocurre en el mundo, en su mundo. Y al final las mentiras no valen, los cuentos cansan y la gente se harta.

Halie Selassie fue depuesto por el ejército revolucionario en septiembre de 1974. No se puede engañar a todos todo el tiempo. La paciencia tiene un límite y el sufrimiento, también. A veces, un basta hace saltar todo por los aires y ya no hay marcha atrás, la mentira se derrumba. Al final nadie se creía ya la supuesta honradez del emperador, todos sabían que era el artífice del gobierno corrupto y depravado que había gobernado Etiopía durante casi medio siglo. 

Dando una muestra más de fingida candidez, afirmó en aquellos momentos críticos de la historia etíope: "si la revolución es buena para el pueblo, estoy a favor de la revolución". Y sumido en este juego, acabó perdiendo el juicio. Cuando murió, unos meses después, lo hizo creyendo firmemente que seguía siendo emperador de Etiopía, que su mundo extravagante y estúpido era real y que todos sus actos habían sido correctos. Pero su pueblo, misérrimo y hambriento, había dicho basta.


Halie Selassie, último emperador de Etiopía

1 comentario:

  1. Obviamente las ficciones se basan en realidades, y tu relato me recuerda vagamente a una serie muy atrevida, sobre exactamente lo que explicas, con una formula muy naif de contarlo. Te recomiendo 'The regime' HBO

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