Si supieras todo lo que ha ocurrido este año, todo lo que ha pasado desde marzo, sentirías, estoy seguro, una mezcla de incredulidad y terror. ¿Te acuerdas que siempre decías que aquí nunca se suspendían las clases, que ya podían caer puntas de hielo del cielo que los colegios permanecían abiertos? Pues bien, todos los colegios e institutos cerraron sus puertas en marzo y no volvieron a abrirlas hasta septiembre. ¿Quién podría haberlo creído solo unas semanas antes?
Y es que el mal que llegó de Oriente se extendió como la pólvora y de la noche a la mañana muchos creyeron que cerrar los centros era la mejor opción. El trece de marzo fue el último día de clase presencial. Bueno, de clase a secas porque bien sabes que las clases o son presenciales o no son. Imagina: en un fin de semana cientos de miles de maestros y profesores en todo el país hicieron un esfuerzo ímprobo para convertir la enseñanza presencial en enseñanza a distancia. Se logró, pero muchos nos dimos cuenta de que no era suficiente. No se puede enseñar a niños y niñas de cuatro, ocho o quince años por videoconferencia.
No quiero ni imaginar lo que hubieses pasado tú si hubieses tenido que enseñar a tus niños a pronunciar correctamente la erre así. Hubiese sido desesperante, hubiese sido irreal. Enseñar es mucho más que transmitir conocimientos, es transmitir energías, sentimientos, fuerza. Y eso, por mucho que se empeñen, no se puede lograr a través de una cámara. Así intentó hacerlo todo el mundo, con explicaciones grabadas o mediante conferencias en directo, cada alumno con un ordenador desde su casa. El confinamiento, que se prolongó desde marzo hasta finales de mayo - sí, casi tres meses sin salir -, echó a perder el curso y la enseñanza durante ese tiempo. Y cientos de miles de maestros y profesores vieron frustrados sus esfuerzos, inútiles todos. Nada puede sustituir una mirada, una frase espontánea, una risa, o un enfado.
¿Te imaginas haber tenido que terminar el curso así? Así fue como lo hicimos, como lo hicieron en todo el país. Acuérdate de todos los niños que tenían dificultades para aprender o que tenían problemas en sus casas, que son muchos. Todos estuvieron encerrados durante meses. Todos tuvieron que estudiar - si se le puede llamar a eso estudiar - como pudieron. Eso sí, algunos dijeron en junio que todo había salido bien y que el curso había acabado con normalidad. Ya sabes.
Por supuesto, el virus que había forzado el cierre de las escuelas y que ha matado ya a unas sesenta mil personas en España no se fue en el verano, ni después. Se sabía, pero muchos prefirieron centrarse en atraer turistas durante los meses de calor antes que pensar en cómo iba a ser la vuelta al cole en septiembre. Y, efectivamente, se volvió a las aulas. Las "mentes pensantes", como tú las llamas, proporcionaron unas vagas instrucciones para mantener la seguridad en los centros. Imagínatelas: mascarillas obligatorias, gel desinfectante en todos lados, itinerarios de entrada y salida, distancias entre alumnos. Bueno, esto de las distancias, en algunos sitios es imposible cuando hay muchos alumnos. ¡Qué te voy a contar!
El caso es que muchos - yo incluido - pensamos en septiembre que aquello iba a ser un desastre y que la vuelta al cole iba a suponer una nueva expansión del virus. Creíamos casi todos que unas semanas después se volverían a suspender las clases. Pero eso no ha ocurrido. Hemos terminado el primer trimestre sanos y salvos. Por supuesto que ha habido casos y algunos alumnos han estado sin poder asistir por padecer la enfermedad. Pero no se han detectado contagios masivos en las escuelas. Resulta que eran lugares seguros y no lo sabíamos. Por cierto, a los alumnos confinados ha habido que atenderles telemáticamente. Créetelo: diecisiete alumnos en clase, dos en casa y un profesor atendiendo a todos a la vez. Surrealista, pero así lo hemos hecho.
Las clases impresionan a cualquiera. A mí lo siguen haciendo después de tres meses. Todos, alumnos y profesores con nuestras mascarillas, desinfectando los pupitres al entrar a clase y sentados separados unos de otros a cierta distancia (cuando es posible, a metro y medio). Las ventanas y las puertas abiertas de par en par, siempre. Te imagino, con lo friolera que eres, trabajando así. Muchos de mis alumnos llevan mantas a clase y no se quitan el abrigo en toda la mañana. Como si fuesen a pasar un día en la nieve. Imagina los colegios de los pueblos de las montañas. Y la voz del profesor se resiente porque la garganta se seca con la mascarilla y hay que hablar más alto que de costumbre para que todos en el aula te oigan. Así lo estamos haciendo para contener el virus en las escuelas y, de momento, funciona. Crucemos los dedos para el futuro.
Estamos viviendo una época histórica y por eso he querido escribirte esta carta desde aquí. Tú amas la enseñanza y te dedicabas en cuerpo y alma a tus niños. Muchas cosas han cambiado desde marzo de 2020. En las últimos meses se ha decretado el toque de queda a las diez de la noche, han estado bares y restaurantes cerrados y se respira incertidumbre por doquier. Pero la escuela, aun en tiempos de pandemia, cuando casi todo está perdido, se ha convertido en el refugio del aprendizaje, de la diversión, de las relaciones, del ocio, de la felicidad. Por eso, los meses sin clase nos recordaron que no hay nada como un aula vacía para sentir la soledad.
21 de diciembre de 2020
Gonzalo
¡ Me gusta tu carta!
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