Arriba: 1) León de mármol en las escalera principales del Palacio Real, 2) escudo real en el horno de una de las cocinas; Abajo: vista general del Palacio Real de Madrid.
A principios de 1701 llegó a Madrid Felipe de Anjou que apenas contaba dieciocho años de edad. Había nacido en el Versalles del "Rey Sol", su abuelo, y no había estado nunca antes en España. No hablaba castellano ni comprendía las costumbres y tradiciones españolas. A los ojos de cualquier francés en los albores del siglo XVIII, España era un país atrasado y bárbaro. Igual era para el joven Felipe, quien había recibido la corona española por uno de esos malabarismos de la Historia. El peor enemigo de su abuelo, Carlos II, el último rey de la Casa de Austria en España, ante la ausencia de herederos, había decidido entregarle la corona.
El desgraciado Carlos II había muerto el 1 de noviembre de 1700 en el viejo Alcázar de Madrid. A mediados de ese mes, una delegación de la Corte llegaba a Versalles y proclamaba rey a Felipe en presencia de su abuelo Luis XIV. Inmediatamente Felipe de Borbón ponía rumbo a sus nuevo reinos, la gran Monarquía Hispánica. Es cierto, España ya no era lo que había sido, pero el nuevo monarca español acumulaba en sus manos más territorios que cualquier otro soberano europeo, incluido su abuelo el "Rey Sol".
Felipe, sin embargo, marchaba a Madrid con desgana y desdén. Él no quería ser rey de España; él quería ser rey de Francia. El astuto Luis XIV se había apresurado a nombrar a su nieto sucesor al trono de San Luis, algo que había causado gran temor en toda Europa. Pero, de momento, Felipe tenía que marchar a España a encontrarse con sus nuevos súbditos.
1) Busto de Felipe V; 2) Jarrón en el que está representada la escena de la proclamación de Felipe V como rey de España en Versalles; 3) Corona real; 4) Violín Stradivarius.
El Madrid que recibió al nuevo rey era una gran urbe decadente y malolienta. Era considerada la ciudad más sucia de Europa y en sus calles convivía gentes variopintas: aristócratas deseosos de acercarse a los soberanos; aventureros en busca de fortuna; bufones y sirvientes que vivían en la Corte; rufianes y prostitutas; vagabundos y artitas; curas, frailes y monjas... Poco tenía que ver aquella ciudad levantada sobre la seca meseta castellana con París y Versalles, donde Felipe había pasado los dieciocho primeros años de su vida.
El viejo Alcázar de Madrid era también muy distinto al Palacio de Versalles. La construcción árabe edificada en el siglo IX se había ido ampliando con el paso de los siglos para satisfacer las necesidades de la Corte. Ya en tiempos de los Reyes Católicos se habían hecho importantes reformas. Carlos I había elegido el Alcázar como residencia en algunas épocas de su reinado. Fue, empero, Felipe II quien convirtió el Alcázar en el centro de su imperio "en el que nunca se ponía el sol". El rey prudente fijó la capital de sus reino en Madrid en 1561. La villa del Manzanares se convirtió en sede fija de la Corte.
A partir de Felipe II, todos los monarcas de la Casa de Austria residieron en el Alcázar de Madrid. Sus gruesos muros de granito estaban profusamente decorados con ricos tapices elaborados en Flandes. Los tapices servían, de paso, para calentar la frías estancias. La colección de pinturas y cuadros era también fabulosa así como las numerosa reliquias de santos que se custodiaban dentro. Felipe II dormía, incluso, junto a un cuerno de unicornio que debía ahuyentar a los demonios y proteger al rey.
Podemos imaginar a un Felipe V entrando en aquella fortaleza medieval oscura y tétrica iluminada con velas. Lejos quedaban para él las luminosas salas del Palacio de Versalles edificado por su abuelo y donde había pasado su infancia. El olor a incienso y a la cera de las velas que se consumían era para él incluso peor que el hedor de las calles de la capital. Encima, la Corte estaba repleta de personajes deformes, meninas y enanos cuyo fin, en épocas pasadas, había sido entretener a infantes, príncipes y reyes.
Estas estatuas de los Reyes Católicos flanquean la entrada a la Capilla del Palacio Real
El caso es que Felipe V nunca terminó de adaptarse al viejo Alcázar de Madrid y a la austera Corte que había heredado de los Austrias. Siempre quiso volver a Francia, a la Corte de su abuelo aunque las circunstancias históricas lo impidieron. En 1701, nada más llegar a España, estalló la Guerra de Sucesión Española en Europa y en la Península. La guerra se prolongó durante casi trece años. Aunque Felipe V salió vencedor en la Península, perdió innumerables territorios en Europa y en América. Para terminar la guerra tuvo, además, que renunciar definitivamente al trono de Francia. Nunca ocuparía el trono de su abuelo.
Los años pasaron. Felipe V dio temprano muestras de una debilidad mental que se fueron agudizando progresivamente. El rey temía que le pusieran veneno en el camisón de dormir y en ocasiones, creía ser una rana. Antes de acostarse, cada noche, los músicos de la Corte le tocaban nanas para que conciliase el sueño y su segunda esposa, Isabel de Farnesio, permanecía junto a él hasta que se dormía. Felipe V siempre soñó con su Francia querida a la que no podía volver. La influencia ejercida sobre él por Isabel de Farnesio era enorme. Realmente, era ella quien controlaba la Corte ante la incapacidad del monarca.
En la Nochebuena de 1734, los monarcas se encontraban en el Palacio del Pardo, a las afueras de Madrid. En el Alcázar se desató un pavoroso incendio que lo destruyó por completo y las llamas tardaron en apagarse varios días. El castillo, la residencia oficial de los reyes de España desde tiempos de Felipe II sucumbió ante las llamas. Dicen que Felipe V e Isabel de Farnesio presenciaron horrorizados el espectáculo desde una distancia prudente. Siglos de historia fueron consumidos por el fuego en unas horas. Probablemente, el incendio comenzó al caerse una vela por accidente. En una construcción con las techumbres de madera y los muros repletos de tapices, el fuego se extendió fácilmente. Fue imparable.
Los sirvientes de la Corte se apresuraron a salvar cuanto pudieron. Lo primero en sacar del Alcázar en llamas fueron las reliquias de santos que fueron depositadas en el cercano convento de la Encarnación. Después los cuadros. "Carlos V en Mühlberg", de Tiziano, fue salvado. "Las Meninas" de Velázquez, también. Así decenas y decenas de valiosas pinturas. Algunas no lograron sacarse a tiempo, como "La expulsión de los moriscos" de Velázquez, que también colgaba de los muros del Alcázar y se perdió para siempre. A los tapices se les prestó menos atención. La mayoría fueron consumidos por el fuego.
Siempre se sospechó que Felipe V había sido el instigador del incendio. Su odio por los Austrias y la nostalgia de Versalles le habrían llevado a desencadenar el incencio que acabase con esa construcción deforme y arcaica. Nunca se sabrá. Lo cierto es que el incendio fue la oportunidad perfecta para levantar un nuevo palacio real acorde con el poder de la Monarquía Hispánica y del gusto de la nueva dinastía reinante, los Borbones. Felipe V encargó al arquitecto italiano Felipe Juvarra tamaña obra. Juvarra se inspiró en los bocetos elaborados por Bernini para el Palacio del Louvre de París.
La muerte de Juvarra en 1736 hizo que otro arquitecto italiano, Juan Bautita Sachetti, se hiciese cargo del diseño. En 1738 se comenzó a levantar el nuevo Alcázar. Mientras tanto, los reyes residieron a caballo entre los palacios de Aranjuez, la Granja de San Ildefonso, el Escorial y el Buen Retiro. En 1746 murió Felipe V sin ver su palacio terminado. Le sucedió su hijo Fernando VI, quien mantuvo a Sachetti como arquitecto real. Tras su muerte, en 1759, el nuevo rey fue su hermano Carlos III, hasta entonces rey de Nápoles. Carlos III apartó a Sachetti en favor de su arquitecto de confianza, el también italiano Francisco Sabatini. Él fue el encargado de culminar las obras del Palacio Real de Madrid.
En 1764, Carlos III se convirtió en el primer monarca que residió en el nuevo palacio. A partir de entonces, el edificio pasó a ser otra vez el centro de España, el lugar desde el que se gobernaba el país y donde se tomaban todas las decisiones. La nueva construcción superaba en tamaño a Versalles y proporcionaba a la nueva dinastía el más grande instrumento de legitimación.
De planta rectangular, visto desde fuera el Palacio Real de Madrid tiene un aspecto simétrico y equilibrado. Hay en él algo de fortaleza, que evoca a su antecesor, el Alcázar de los Austrias. En las esquinas parecen querer levantarse cuatro torres, como las de los alcázares árabes, aunque su altura no rebasa la del resto del edificio. En el interior, la suntuosidad caracteriza las estancias principales, desde el zagúan y la escalera principal hasta el salón del trono y la biblioteca. Con casi cuatro mil quinientas habitaciones, en él llegaron a vivir más de seis mil personas entre la Familia Real, los aristócratas y nobles de palacio y los ejércitos de sirvientes, damas de compañía y cocineros.
Felipe V no vio finalizado su Versalles particular, el Versalles español, pero sus sucesores dispusieron en el Palacio Real de una espléndida residencia destinada a legitimar a la nueva Casa de Borbón y exhibir ante los embajadores extranjeros la grandeza de la Monarquía Hispánica. No hay nada en el palacio dejado al azar. Todo tiene su función propagandística. Todo demuestra poder y riqueza. Cuando, en 1810, en medio de la Guerra de Independencia, el rey José I Bonaparte recibió a su hermano Napoleón en Madrid, lo hizo en las escaleras principales, junto al zaguán. Napoleón descendió del carruaje, saludó a su hermano y miró hacia arriba contemplanto las bóvedas del palacio. "Hermano, estás mejor alojado que yo" exclamó mientras quedaba impresionado por la fabulosa decoración y el lujo.
El incendio de 1734 borró gran parte del legado de los Austrias y dejó paso a la nueva dinastía. Sin embargo, las llamas no lo destruyeron todo. Las campanas de la fachada principal que suenan cada hora son las de la fortaleza de los Austrias. Los leones que parecen proteger los tronos reales en el Salón del Trono fueron traidos a España por Velázquez y también sobrevivieron a las llamas, igual que las estatuas en bronce que los flanquean y que representan la virtudes de los buenos soberanos. Parece que el espíritu del viajo Alcázar sigue presente en el Palacio.
1) Cuadro "La Familia de Juan Carlos I" de Antonio López (2014); 2) Guión de Felipe VI; 3) Bóveda de las escaleras principales del Palacio con los frescos "Triunfo de la religión y de la Iglesia" de Giaquinto; 4) Botellas del vino y el cava servido en la Boda de Felipe VI y Letizia (mayo de 2004).