Confieso que llevo todo el otoño mirando la Luna. Desde hace semanas, siempre que salgo a la calle por la noche miro al cielo buscándola. Cuando está despejado, la encuentro fácilmente, brillante en medio de las tinieblas, y la contemplo en silencio unos segundos. Y confieso también que hago algo que nunca antes había hecho: miro en el calendario las fechas de Luna llena de cada mes. Esas que no importan a casi nadie. Y es que he descubierto en ella algo que me cautiva, aunque no estoy seguro de qué es.
Quizá lo que realmente me atrape no sea la Luna en sí misma sino lo remoto e inaccesible, que siempre fascina. La Luna, tan distante, tan inalcanzable, tiene algo seductor. Además, en el plenilunio, cuando está llena, da claridad en medio de las sombras y eso es atractivo. ¿A quién no le cautiva la luz en la oscuridad? Y eso a pesar de que sé que volverá a empequeñecer hasta desaparecer por completo.
O quizá sea lo escurridiza y esquiva que es. La Luna nunca se deja atrapar, es difícil fotografiarla, es difícil conquistarla. Selene, la personificación de la Luna, era para los griegos una diosa errante que vagaba por el firmamento montada en una cuadriga en un viaje que no tenía fin. Cuando uno intenta tomarle una foto, no deja capturar toda su belleza y se muestra como un punto blanco amorfo. La Luna siempre se escabulle, siempre escapa, siempre está en movimiento. Es única, porque cautiva, pero no se deja prender.
O a lo mejor es, precisamente, por lo contrario. Desde hace un tiempo, he conseguido atraparla. El pasado verano descubrí que la cámara de mi teléfono podía fotografiar el satelite de forma nítida y clara con una nueva aplicación. Desde entonces, no puedo evitar hacerle una foto cada noche que la encuentro en el firmamento. Y luego la amplio una y otra vez para observar sus manchas, sus cráteres y sus estrías. Veo en ella lo que antes no podía ver. Y me siento afortunado, un poco astronauta, a punto de tocar lo inalcanzable.
El otro día, llegó a mis manos una bella leyenda sobre nuestro satélite. Decía que una noche, la Luna descendió del cielo y entró en un bosque donde se encontró con un lobo. El lobo se enamoró perdidamente de ella, pero al amanecer, la Luna volvió al cielo llevándose consigo el corazón del animal. Nunca regresó, y los lobos aúllan en las noches de Luna llena, noches claras y luminosas, esperando recuperar el corazón robado al viejo compañero, pero es en vano. Por eso están destinados a aullar eternamente a la Luna.
Ahora, cada vez que la miro, es decir, casi todas las noches, me acuerdo de los lobos. Veo la Luna como una ladrona de corazones, que siempre está ahí, pero es inaccesible para la mayoría y, por si fuera poco, tiene una cara que no muestra, una cara oculta. Quizá tenga ahí escondió el corazón del viejo lobo.
Pero nuestro satélite también une. Une sentimientos y almas. Cuando lo miramos, todos vemos su misma cara, da igual en qué lugar del planeta nos encontremos. Nuestros ojos comparten un mismo instante, ven lo mismo. Así que siempre que miro a la Luna me siento más cerca de quienes no están a mi lado. Me siento más cerca de aquellos con los que he compartido momentos, pero se marcharon. Imagino que estarán mirándola también y sonreirán como yo lo hago. Y la Luna nos verá a ambos desde su atalaya y reirá también.
Hay otra cosa mágica del astro: sus fases. La Luna atraviesa etapas hasta alcanzar la plenitud, el plenilunio. La vemos crecer, engordar. Y luego la vemos menguar hasta desaparecer. La Luna atraviesa fases crecientes y decrecientes, como si tuviese ambiciones, sentimientos y espíritu. Fases de plenitud y de ausencia. Nuestro satélite nos enseña todos los meses que es posible empezar de nuevo, que los ciclos comienzan y terminan una y otra vez, que la existencia es un incesante volver a empezar. Quizá sea ese vaivén lo que me atrape, lo que me cautive, quizá sea su afán por volver a empezar.
Hace unos días paseaba junto a alguien especial entre los árboles casi desnudos del otoño. Nos detuvimos un instante a mirar la Luna llena que aparecía y se escondía en el cielo nuboso, como si estuviese jugando con nosotros. Parecía que la Luna cambiaba según emergía o se ocultaba tras las nubes. Entonces reflexioné en voz alta y dije que la Luna se transformaba también según recibía más o menos luz, según el día, según el estado de la atmósfera. Mi compañera lo negó: "Eso no es cierto - afirmó -la Luna nunca cambia, siempre es igual, siempre es la misma. Somos nosotros, desde la Tierra, quienes la vemos diferente. Es nuestra perspectiva la que cambia". Y entonces la ladrona de corazones me cautivó aún más.
Algunas fotos de la Luna de estas semanas: