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miércoles, 20 de noviembre de 2024

ENSAYO SOBRE LA LUNA

Luna llena del 17 de octubre de 2024


Confieso que llevo todo el otoño mirando la Luna. Desde hace semanas, siempre que salgo a la calle por la noche miro al cielo buscándola. Cuando está despejado, la encuentro fácilmente, brillante en medio de las tinieblas, y la contemplo en silencio unos segundos. Y confieso también que hago algo que nunca antes había hecho: miro en el calendario las fechas de Luna llena de cada mes. Esas que no importan a casi nadie. Y es que he descubierto en ella algo que me cautiva, aunque no estoy seguro de qué es.

Quizá lo que realmente me atrape no sea la Luna en sí misma sino lo remoto e inaccesible, que siempre fascina. La Luna, tan distante, tan inalcanzable, tiene algo seductor. Además, en el plenilunio, cuando está llena, da claridad en medio de las sombras y eso es atractivo. ¿A quién no le cautiva la luz en la oscuridad? Y eso a pesar de que sé que volverá a empequeñecer hasta desaparecer por completo.

O quizá sea lo escurridiza y esquiva que es. La Luna nunca se deja atrapar, es difícil fotografiarla, es difícil conquistarla. Selene, la personificación de la Luna, era para los griegos una diosa errante que vagaba por el firmamento montada en una cuadriga en un viaje que no tenía fin. Cuando uno intenta tomarle una foto, no deja capturar toda su belleza y se muestra como un punto blanco amorfo. La Luna siempre se escabulle, siempre escapa, siempre está en movimiento. Es única, porque cautiva, pero no se deja prender.

O a lo mejor es, precisamente, por lo contrario. Desde hace un tiempo, he conseguido atraparla. El pasado verano descubrí que la cámara de mi teléfono podía fotografiar el satelite de forma nítida y clara con una nueva aplicación. Desde entonces, no puedo evitar hacerle una foto cada noche que la encuentro en el firmamento. Y luego la amplio una y otra vez para observar sus manchas, sus cráteres y sus estrías. Veo en ella lo que antes no podía ver. Y me siento afortunado, un poco astronauta, a punto de tocar lo inalcanzable.

El otro día, llegó a mis manos una bella leyenda sobre nuestro satélite. Decía que una noche, la Luna descendió del cielo y entró en un bosque donde se encontró con un lobo. El lobo se enamoró perdidamente de ella, pero al amanecer, la Luna volvió al cielo llevándose consigo el corazón del animal. Nunca regresó, y los lobos aúllan en las noches de Luna llena, noches claras y luminosas, esperando recuperar el corazón robado al viejo compañero, pero es en vano. Por eso están destinados a aullar eternamente a la Luna. 

Ahora, cada vez que la miro, es decir, casi todas las noches, me acuerdo de los lobos. Veo la Luna como una ladrona de corazones, que siempre está ahí, pero es inaccesible para la mayoría y, por si fuera poco, tiene una cara que no muestra, una cara oculta. Quizá tenga ahí escondió el corazón del viejo lobo.

Pero nuestro satélite también une. Une sentimientos y almas. Cuando lo miramos, todos vemos su misma cara, da igual en qué lugar del planeta nos encontremos. Nuestros ojos comparten un mismo instante, ven lo mismo. Así que siempre que miro a la Luna me siento más cerca de quienes no están a mi lado. Me siento más cerca de aquellos con los que he compartido momentos, pero se marcharon. Imagino que estarán mirándola también y sonreirán como yo lo hago. Y la Luna nos verá a ambos desde su atalaya y reirá también.

Hay otra cosa mágica del astro: sus fases. La Luna atraviesa etapas hasta alcanzar la plenitud, el plenilunio. La vemos crecer, engordar. Y luego la vemos menguar hasta desaparecer. La Luna atraviesa fases crecientes y decrecientes, como si tuviese ambiciones, sentimientos y espíritu. Fases de plenitud y de ausencia. Nuestro satélite nos enseña todos los meses que es posible empezar de nuevo, que los ciclos comienzan y terminan una y otra vez, que la existencia es un incesante volver a empezar. Quizá sea ese vaivén lo que me atrape, lo que me cautive, quizá sea su afán por volver a empezar. 

Hace unos días paseaba junto a alguien especial entre los árboles casi desnudos del otoño. Nos detuvimos un instante a mirar la Luna llena que aparecía y se escondía en el cielo nuboso, como si estuviese jugando con nosotros. Parecía que la Luna cambiaba según emergía o se ocultaba tras las nubes. Entonces reflexioné en voz alta y dije que la Luna se transformaba también según recibía más o menos luz, según el día, según el estado de la atmósfera. Mi compañera lo negó: "Eso no es cierto - afirmó -la Luna nunca cambia, siempre es igual, siempre es la misma. Somos nosotros, desde la Tierra, quienes la vemos diferente. Es nuestra perspectiva la que cambia". Y entonces la ladrona de corazones me cautivó aún más. 



Algunas fotos de la Luna de estas semanas:

Montaje de la fase creciente de la Luna. Noviembre de 2024.

Luna llena entre nubes y árboles. 15 de noviembre de 2024.

Luna (casi) llena del 15 de noviembre de 2024.

domingo, 3 de noviembre de 2024

LA GOTA FRÍA QUE COLMA EL VASO

Tras la gota fría (Foto: Marina Lorenzo)


Un periodista recordaba unos versos del cantautor valenciano Raimon: "Al meu país, la pluja no sap ploure..." ("En mi país, la lluvia no sabe llover"). Contaba que sus abuelos, que vivían en un pueblecito de Valencia, dormían en las noches de tormenta con una mano fuera de la cama, tocando el suelo, "por si el agua regresaba". Gota fría era sinónimo de inundación, de tragedia, de muerte. Estos días no se van de mi cabeza las palabras de aquel periodista cada vez que veo fotos y videos de las inundaciones en Valencia y del caos en la respuesta del Estado ante el desastre.

En este maldito mundo de eufemismos, el expresivo término de "gota fría" ha sido sustituido por el acrónimo DANA ("Depresión Aislada en Niveles Altos"). La opinión pública asume los acrónimos con avidez aunque dificultan la comprensión de un concepto y confunden a la gente. Las gotas frías son típicas del clima mediterráneo. Han existido siempre y han causado inundaciones siempre, como muestran las historias que relató aquel tertuliano y la canción de Raimon. Quizá, con el cambio climático, se vuelvan más virulentas, como todos los fenómenos atmosféricos, pero, al parecer, ya llegamos tarde para detener esto. Una meteoróloga decía el otro día en la televisión pública que lo mejor que podemos hacer es acostumbrarnos y adaptarnos. 

El desastre de la DANA del pasado martes 26 de octubre es de tal magnitud que nos ha conmocionado a todos. Es la peor tragedia en décadas, titulaba "El País". Ya se contabilizan más de 200 muertos y unos 2000 desaparecidos, aunque estas cifras pueden aumentar hasta ser insoportables. Al drama humano debemos añadir el colapso del Estado, inoperante, anquilosado, lento, incapaz de actuar con solvencia ante la adversidad. Y, a ello, la desconfianza y el recelo de los ciudadanos que esperan protección y certidumbre por parte de las autoridades y sólo ven caos y descoordinación.

Al Estado se le han vuelto a ver las costuras, como ocurrió con otras catástrofes naturales. Recuerdo la pandemia de Coronavirus de 2020, el temporal "Filomena" en enero de 2021 y la erupción del volcán de La Palma en septiembre de ese año. Y escribiendo estas líneas, lo hago convencido de que el problema no es del Estado, que tiene recursos suficientes para proteger a sus ciudadanos y paliar los daños. España no es un Estado fallido, como dicen muchos. El problema es el grupo de dirigentes incompetentes, ensimismados y enredados en el bochornoso circo en el que se ha convertido la política en este país. Un intercambio de reproches y acusaciones en el día a día que no vale nada, que no sirve para nada.

Hace tres semanas, las televisiones nos informaron con todo detalle de las características del huracán Milton que azotó Florida. Nos relataron los planes de evacuación, los peligros a los que se enfrentaban los ciudadanos y cómo había que actuar en estos casos. A los españoles aquello nos daba igual, nos pillaba demasiado lejos. En cambio, no se informó suficiente hace cinco días sobre la potente DANA que se estaba formando en el Mediterráneo. La AEMET (la Agencia Estatal de Meteorología) advirtió días antes del riesgo, todo se sabia, pero nadie avisó y la señal de alerta por inundaciones llegó demasiado tarde. Cuando lo hizo, muchas calles, carreteras y garajes ya estaban invadidos por el agua. ¿Cómo fue posible?

¿Por qué las autoridades de la Comunidad Valenciana y de otras comunidades autónomas no alertaron a sus ciudadanos del peligro? ¿Por qué no se hizo caso a las advertencias de la AEMET? ¿Por qué los medios de comunicación nos contaron cómo sobrevivir a un huracán en Florida y no a una gota fría en Valencia? No nos engañemos, vivimos en el siglo XXI, todo se sabe, todo se puede predecir con una exactitud asombrosa. La población hace caso a las advertencias y hace lo que se le pide, sobre todo si se advierte del peligro mortal que corre. Lo vimos en la pandemia hace sólo cuatro años. La responsabilidad no es de los ciudadanos es de quien debió avisar y no lo hizo o lo hizo tarde.

Una vez sucedida la tragedia, el Estado con sus distintas administraciones (central, autonómica, fuerzas de seguridad, etc.) se manifiesta incapaz de actuar con rapidez, decisión y solvencia. Las comunidades autónomas, como demostró también la pandemia de 2020, no son más que enormes engranajes burocráticos sin recursos efectivos para atender situaciones adversas. En otras palabras, sirven para tener ocupados a decenas de miles de políticos, pero no para gestionar emergencias como ésta. Aunque tienen esa responsabilidad, aunque sobre el papel tienen las competencias, no disponen de medios, así que los ciudadanos están desprotegidos.

El gobierno central sí tiene recursos, pero es reacio a asumir responsabilidades que no le interesan para no cargar con el coste político que conllevan. Aunque éste sea su deber. En este galimatías de responsabilidades, hacen falta liderazgos políticos fuertes y decididos, capaces de afrontar costes personales a cambio del bien común. España es huérfana de grandes líderes desde hace décadas. Nuestra clase política, de cualquier ideología, se nutre de personalidades mediocres, ambiciosas e inútiles. Se manejan bien en la estéril refriega política diaria, pero nada más. Se pelean bien en el Congreso, en Twitter y en los medios de comunicación, son buenos creando espectáculo, pero no son eficaces gestores ni valientes líderes. Sólo así se comprende el caos en la respuesta a la tragedia que se vive en Valencia. 

Hay localidades aisladas desde hace días, donde aún no han llegado los equipos de rescate. La Generalidad valenciana ha rechazado la ayuda ofrecida por otras comunidades autónomas (u otros países) aún sin tener recursos propios para atender a la emergencia. El gobierno central ha tardado días en enviar efectivos militares a la zona. Es incomprensible que aún no se haya declarado el estado de alarma y el gobierno central no haya asumido el control total de la crisis. Se prometen ayudas que sabemos que nunca llegarán. Y todo esto mientras sigue habiendo miles de desaparecidos bajo el lodo. El presidente del gobierno lo dejó claro en una comparecencia pública: "Si necesitan ayuda, que la pidan". Pero no olvidemos que son las autoridades públicas quienes tiene el deber de proteger a sus ciudadanos, que éstos no tienen que pedir ayuda, que la ayuda debe llegar sola. 

La indignación del pueblo ante el desorden es de tal calibre que supone la ruptura total con el Estado. Las imágenes de los disturbios en la visita de los Reyes, el presidente del gobierno y el presidente de la Generalidad a Paiporta, uno de los pueblos más afectados, es la nuestra de la brecha entre la ciudadanía y sus representantes. La desconexión entre la nación y sus instituciones es completa y probablemente definitiva. Lo ocurrido en Valencia quizá suponga un antes y un después en la conciencia política española. No podemos permitir más esto, no podemos seguir así. "No nos abandonéis", pedía sollozando al Rey de España una mujer que lo había perdido todo, pero lo cierto es que eso ha ocurrido demasiadas veces en los últimos tiempos, que el Estado nos acaba abandonando. Quizá la gota fría de octubre de 2024 haya colmado el vaso.

martes, 22 de octubre de 2024

LA MUEDRA


Las lagartijas campan a sus anchas en este lugar. Están por todas partes y nadie las molesta. Corren de aquí para allá y toman el sol en los muros musgosos del camposanto. Los días de calor están terminando y éstos son los últimos rayos que reciben con fuerza, como a ellas les gusta. Es octubre, el tiempo del letargo no tardará en llegar y los reptiles lo saben.

Como en cualquier cementerio, se respira paz. Más en éste, entre pinos y robles y tan cerca de las mansas aguas del embalse de la Cuerda del Pozo. Aquí hace demasiado tiempo que no se entierra a nadie, que los difuntos son siempre los mismos, que sólo el trino de los pájaros perturba su descanso. Es un cementerio de un pueblo que ya no existe porque se encuentra bajo las aguas del pantano. 

Y, sin embargo, este santuario de la muerte es también lo único vivo de aquel pueblo. Hace unas semanas inauguraron aquí un humilde memorial en honor a los últimos habitantes de La Muedra. "La Muedra pervive" es la inscripción del monolito levantado fuera del cementerio. En el interior, unos paneles conservan para siempre los nombres de los difuntos y de los últimos modraños que habitaron este lugar que fue una localidad, y ya no es nada. 

- Estoy deseando que me cuentes lo que ocurrió aquí. Parece que la historia de este pueblo fue triste.

- Tuvo un final triste, sí. No sé gran cosa. En 1923, se aprobó el proyecto para la construcción de una presa en el curso alto del Duero y, unos años después, en 1927, quedó claro que La Muedra sería anegada por las aguas.

- ¿Y nadie hizo nada?

- Los vecinos pidieron que se reconsiderase el proyecto, pero no sirvió de nada. Ya sabes, estas cosas suelen pasar... Fue entonces cuando trasladaron el cementerio a un lugar más alto para salvar al menos a los difuntos. El 29 de septiembre de 1941, se inauguró la presa y el pueblo desapareció.

Paseamos entre algunas lápidas y leemos con atención los nuevos paneles. Algunos recogen estrofas de poetas ilustres, como Bécquer, Machado y Gerardo Diego. Me detengo un instante ante una corona de flores marchitas que alguien depósito allí hace semanas: "Nunca olvidaremos vuestro sacrificio". Este es un lugar de memoria, el eslabón que une el pasado con el presente, lo único que mantiene con vida La Muedra.

- La mayoría de los habitantes de La Muedra se fueron a vivir a otros pueblos de la zona. La mayoría acabó en Vinuesa, en Abejar, en el Royo...

- El desarraigo de aquellas gentes debió de ser duro. Al final pertenecían a un pueblo que no existía. No eran de ninguna parte.

- Algunos, cuando les preguntaban por su pueblo, decían "yo nací en La Muedra, yo no tengo pueblo". Es una frase bastante elocuente.


Caminamos ahora por la orilla del pantano hasta divisar a lo lejos la torre de la iglesia, que emerge de las aguas como un espectro de otro tiempo, pero aún maciza y orgullosa. El lugar está en silencio, sólo roto por el sonido de nuestras pisadas en la arena. Una asustadiza garza alza el vuelo a nuestro paso y, majestuosa, se aleja prudentemente de nosotros, de los intrusos en aquel sitio que ya pertenece a la naturaleza.

- Las casas estaban construidas en piedra, como las de Vinuesa o Molinos. Las mejores piedras se las llevaron para aprovecharlas en otras construcciones. Cuando el pantano tiene poca agua, se pueden ver aún los muros de algunas casas. Más allá había una ferrería. La chimenea sobresalía del agua como la torre de la iglesia, pero un día el viento la derribó. 

- Impresiona un poco ver la torre... ¿Era un pueblo próspero? ¿Cuántos habitantes llegó a tener? 

- Era un pueblo como tantos otros de la zona, un pueblo pinariego. Sus gentes vivían de la agricultura, de la ganadería y del bosque. No sé cuántos habitantes tenía La Muedra... Vamos a buscarlo en internet.

Y, mientras desandamos el camino, buscamos algo de información en la web. Casi todas las páginas repiten lo mismo. Según los datos estadísticos, a comienzos del siglo XX, La Muedra tenía unos 260 habitantes; en 1920, tenía sólo 220; pero en 1930, su población aumentó hasta los 330. Ése es el último dato demográfico que se conserva porque en el censo de 1940 ya no se contabilizó la población de esta localidad. 

- Fíjate, la población aumentó bastante en los últimos años, antes de que el pantano anegara el pueblo. Ganó un centenar de habitantes en diez años.

- ¿Y eso por qué fue?

- Por los trabajadores que construyeron la presa del pantano. Muchos vinieron a vivir a La Muedra con sus familias y eso revitalizó el pueblo y le hizo ganar habitantes. La obras duraron quince años aunque estuvieron paradas durante la Guerra Civil.

- Es un tanto paradójico, ¿no?

- ¿Qué es paradójico?

- Los últimos años de vida del pueblo fueron los más prósperos. En esos años había más trabajo por la construcción de la presa, pero fue la presa la que destruyó el pueblo. La construcción del pantano dio vida a La Muedra y, al mismo tiempo, la condenó a muerte. 

lunes, 16 de septiembre de 2024

VEA



El termómetro del coche marca cuatro grados cuando descendemos por las vertiginosas curvas del puerto de Oncala. Es 14 de septiembre, pero parece que el verano se ha marchado apresuradamente y sin decir adiós. El sol brilla en un cielo azul sin nubes aunque ya no calienta demasiado en las primeras horas del día. El ambiente no es invernal, pero casi. 

Son las nueve y media de la mañana y llegamos a la Plaza de la Cosa, en San Pedro Manrique. Hace fresco. O, mejor dicho, hace frío. Tanto que me abrocho el forro polar al bajar del coche. Allí, en la plaza, nos juntamos un grupillo variopinto de profesores con el propósito de llegar hasta Vea, un despoblado situado a algo más de siete kilómetros al norte. La idea es ir y regresar para comer, pues una paella nos espera a la vuelta. 

- Dicen que Tierras Altas es la región de Europa con más pueblos abandonados. Hay decenas: Buimancos, Armejún, Vea... Los últimos de Vea se marcharon en los años 60. - dice Lucas, nuestro guía, que vive habitualmente en San Pedro y recorre la comarca con frecuencia.

- Entonces, ¿no hay absolutamente nadie en el pueblo al que vamos? - pregunto intrigado. 

- Oficialmente no, aunque desde hace algunos años hay siete u ocho habitantes... Hippies que viven en comunidad aislados del resto del mundo, ya sabéis. - aclara el compañero poco antes de comenzar la marcha.

La ruta hasta Vea es larga y tortuosa. A buen ritmo, tardamos no menos de dos horas en llegar atravesando senderos y antiguos caminos de herradura junto al río Linares. En no pocas ocasiones tengo la sensación de caminar por el monte sin ninguna referencia. Enormes farallones calizos se alzan ante nosotros aquí y allá rotos en algunos puntos por las gargantas excavadas por el río. 

- Imagina lo que era recorrer este camino para llegar a San Pedro hace setenta o cien años... Dos horas en burro, a caballo o a pie. - dice Alba, que se ha detenido a admirar las cumbres que nos rodean. 

- Muchos no saldrían del pueblo más que una o dos veces al año. Vivían en un mundo minúsculo. No había más allá. - añade Asun, otra compañera, antes de beber agua de su cantimplora.

A media que pasan las horas y avanzamos por la senda, la temperatura aumenta, como corresponde a esta época del año. Al final, el forro polar me estorba y tengo que quitármelo. Acabo en manga corta, como en pleno verano. Pasamos junto a antiguos molinos, hoy en ruinas, que se utilizaban para producir electricidad aprovechando los saltos de agua del río. El paisaje es encantador. Se respira paz y tranquilidad. 

- Es como un locus amoenus, ¿verdad? - dice Asun. 

- ¿Qué es un locus amoenus

- No me digas que no lo has escuchado nunca. Es un tópico literario que describe un lugar natural idealizado y paradisiaco, seguro y tranquilo. Esto es igual: el río, el agua, la vegetación, el puente...- apunta con cierta sorna. - Que se lo digan a quienes vivieron por aquí.


Continuamos la marcha durante un largo rato con la sensación siempre de estar a punto de llegar, pero no. Cuando, por fin, divisamos Vea, es mediodía. Para entrar en el pueblo (despoblado) hay que cruzar el flamante puente construido en madera por los nuevos habitantes del lugar. Junto a él hay una huchita de hojalata y un cartel que dice: "Ayuda para la construcción del puente". - Antes había que cruzar el río con una tirolina o mojarte los pies.- nos aclara nuestro improvisado guía. 

La mayor parte de las antiguas casas, construidas en piedra, se encuentran en ruinas y la vegetación lo ha ocupado todo. Zarzamoras, helechos y cardos han tomado el interior y el exterior de las construcciones y casi todas las empinadas callejuelas, en otros tiempos rebosantes de vida, son intransitables. La espadaña de la iglesia sobresale por encima del resto de casas aunque la techumbre de la nave se ha hundido. Allí, junto a la iglesia, nos detenemos a descansar unos instantes antes de explorar el sitio.

- He traído almendras, ¿quieres unas pocas? Dicen que sirven para recuperar energía - me pregunta Asun. Al mismo tiempo, se acercan a curiosear dos bellos gatos, uno negro y otro naranjo. Su limpio pelaje evidencia que están bien cuidados. Allí hay alguien que los alimenta y los limpia. - Serán los hippies...

Pronto comenzamos a husmear entre las casas, mirando por todos lados. No podemos entrar en casi ninguna porque están invadidas por la maleza. En un muro se lee el año en el que se levantó: 1899. En algunas partes, el suelo está hundido y las paredes, repletas de grafitis. No nos atrevemos a entrar en ésta, pero si en la de al lado, que está apuntalada. Incluso subimos al piso superior por unas estrechas escaleras que llevan a lo que fue una cocina. Un viejo banco corrido espera allí, olvidado por todos.

Mientras tanto, otros observan un viejo pupitre en la construcción contigua. - Esto debían de ser las escuelas. Pensaba que eran el edificio de allá. - nos aclara Lucas con ciertas dudas. 

Un saco de tierra, un andamio y varios bidones de agua muestran que hay trabajadores allí, aunque no los veamos. El lugar no está muerto del todo, desde luego. Hay quien se afana por recuperar la vida de Vea, aunque cueste. En otra vivienda encontramos otro banco de madera, la cerradura inservible de una puerta y unas cuantas ollas, sartenes y latas de conserva oxidadas. Todo tiene un aire de tristeza y soledad. Todo perteneció a un mundo que ya no existe. 

Algunas casas están adecentadas. Las ventanas son nuevas y los tejados han sido reparados. En algunas esquinas hay carretillas y materiales de construcción. En cualquier caso, la electricidad y el agua corriente brillan por su ausencia. Y no digamos el Internet. Desde hace rato no hay datos móviles ni cobertura telefónica. Y mientras caminamos por las callejuelas divagando sobre todo esto y escoltados por los gatos que no se separan de nosotros, aparece un joven que, por la pinta (malditos prejuicios), vive allí habitualmente. 

- ¡Buenos días! ¿Qué tal? ¿Dando un paseíllo mañanero? - nos pregunta con simpatía.

Varios compañeros se detienen a charlar con aquel muchacho. Es navarro, de Tudela, y lleva seis años viviendo en Vea (los prejuicios a veces no fallan). El joven les cuenta que cuando quieren abandonar el pueblo, deben recorrer los siete kilómetros hasta San Pedro. Y lo hacen como antiguamente: utilizando mulas. Para transportar los materiales necesarios en la restauración de las viviendas también utilizan los animales de carga. Parece que algunas cosas no han cambiado.

Pero, como todo en el siglo XXI, esta vida que recuerda otro tiempo también tiene trampa: una pista forestal acaba a pocos kilómetros al norte de Vea, lo que reduce la distancia que deben caminar. Allí aparcan sus todoterrenos. La pista comunica la localidad con Taniñe y Yanguas, así que, a veces, los siete u ocho habitantes de Vea, no caminan los siete kilómetros de senda a San Pedro, sino que se desplazan en los confortables automóviles. Son ermitaños y solitarios, pero a tiempo parcial.


El tiempo apremia y debemos regresar a San Pedro. Aún nos esperan dos horas de caminata de vuelta y no podemos permitir que se nos pase el arroz. El camino se hace algo más pesado porque el sol brilla con esplendor, el calor aprieta bastante (ahora sí) y se acumula el cansancio. Las piernas ya llevan casi ocho kilómetros de caminata. Y deben recorrer otros ocho. El grupo se divide en dos. Algunos se adelantan y otros quedamos rezagados. 

- No me extraña que la gente se marchase de estos pueblos. ¿Quién va a vivir en un sitio tan aislado, lejos de todo? - pienso en voz alta.

- Estos pueblos eran muy pobres. Es imposible practicar la agricultura porque el terreno escarpado y pedregoso es improductivo. Había algunas cabras que daban leche, pero nada más. - explica Lucas una vez más. 

- Alguien me dijo que aquí las familias acogían a niños huérfanos procedentes de una casa cuna de Pamplona. Los criaban hasta los tres o cuatro años y recibían una ayuda del Estado. Esas ayudas eran todos los ingresos que tenían muchas familias. - quise aportar con algunas dudas. 

- Al final la gente, si no tiene para comer, se marcha, como es lógico. A este pueblo el tiempo se lo llevó por delante, le quitó la vida. Por eso, Vea es una lección de Historia y de vida.

lunes, 9 de septiembre de 2024

LOS PRIMEROS DÍAS... Y LOS ÚLTIMOS


Los pasillos están en penumbra. Los rayos de sol que se cuelan por las cristaleras apenas llegan a proyectar unas sombras alargadas y tristes en algunos rincones. Un silencio inusual lo inunda todo, igual que el agradable olor a limpio. El instituto espera paciente que, en pocos días, los alumnos vuelvan a llenarlo de vida después de las vacaciones de verano. Todo está preparado para un nuevo comienzo.

Pero no todos van a empezar otra vez. Algunos están terminando. Sin alterar el excepcional silencio, una profesora abre una vieja vitrina que lleva años junto a las escaleras. Con un trapo roído, limpia el polvo acumulado por el tiempo y, después, coloca con mimo las maquetas de las células vegetales y animales que sus alumnos realizaron al final del curso anterior. Algunas están hechas con plastilina, otras con cartón y otras con espuma. Las hay grandes y pequeñas, pero todas fueron elaboradas con esmero.

La mujer se detiene a mirarlas una vez más antes de elegir cuidadosamente el lugar en el que por fin las colocará. Esta tarea, la de colocar los trabajos de sus alumnos en la vitrina, es una de las últimas de su dilatada carrera docente. Hoy es su último día en el instituto, se jubila tras treinta años en aquellas clases, en aquellos pasillos. Y una mezcla de emociones se apodera de ella en esa atmósfera oscura y cálida de septiembre. La satisfacción por el trabajo hecho se encuentra de forma súbita con la nostalgia que se desprende a borbotones al mirar cada milímetro de aquel edificio destartalado que es el instituto.

El espíritu rebelde de la vieja docente recupera en ese instante decenas de rostros, de voces, de miradas, de momentos vividos, aunque ella intenta enfriar las emociones. Es en vano. Una vez suelta, la mente es un caballo desbocado que no puede detenerse. ¿A cuántos alumnos ha impartido clase? Con seguridad, centenares. Quizá, miles. Es imposible acordarse de todos. Es imposible recordar cada año, cada curso con nitidez. La memoria lo recuerda todo a la vez, lo mezcla todo en un relato uniforme, pero ficticio. En su recuerdo el estudiante de hace veinte años convive con el que conoció hace cinco. La mente trabaja así, funciona así, lo mezcla todo y no distingue de tiempos. Quizá sea un arma inconsciente para defenderse del transcurrir del tiempo, del agotamiento de la vida. 

Quiere dejarlo todo listo, como si aquellas maquetas de las células fuesen su gran legado. Como si esos trabajos diesen sentido a toda su carrera. Como si fuesen la culminación de su obra. Treinta años de lecciones, de apuntes, de exámenes, de informes, de cuadernos. Treinta años de energía, de emociones, de experiencias compartidas, de vida. Enseñaba su asignatura, pero también enseñaba a respetar, a compartir, a escuchar, a aprender, a vivir. Centenares de alumnos aprendieron a ser, a existir junto a ella, con ella. Centenares de personas hoy la recuerdan allá donde están porque marcó sus vidas. Y todo esto es mucho más que las coloridas maquetas que coloca en la vitrina, aunque no pueda contemplarse.

Y la vieja profesora siempre disfrutó, siempre trabajó intensamente, siempre vivió con pasión en aquellas aulas. Y ahora, se da cuenta de que el viaje mereció la pena, de que tuvo sentido. Y ahora, cuando está a punto de llegar al final, cuando todo va a terminar para siempre, es consciente de la felicidad. Fue feliz haciendo lo que hacía. Y esto da sentido a la su realidad, a su pasado y a su presente. Entonces, la mujer recuerda algunas estrofas de 'Ítaca', el bello poema que el griego Cavafis escribió allá a comienzos del siglo XX, que aprendió hace muchos años: 

"Más vale que se alargue muchos años;
y ya en el vejez recales en la isla,
con toda la riqueza ganada en el camino,
sin esperar que te enriquezca Ítaca."

Definitivamente, el camino fue largo y las riquezas, cuantiosas. Y, en verdad, es ahora, al final de la travesía, al final de la vida docente, cuando toda esa fortuna, esa felicidad vivida, se hace presente. El pasillo sigue a oscuras, esperando. Y allí, en aquella vitrina permanecerán por un tiempo las maquetas, aunque nadie las mire. En unos días, el instituto se llenará otra vez de alumnos, de bullicio. La vida sigue su curso, la vieja profesora ya no estará allí, pero sí una parte de ella.



sábado, 24 de agosto de 2024

LA FOTO DE AQUEL NOVILLO


En verdad, el novillo estaba harto de que los mozos jugasen con él, de que corriesen alrededor y lo mareasen. Se detenía una y otra vez, miraba a un lado y al otro, arremetía aquí y allí, volvía a detenerse, se daba la vuelta, arremetía de nuevo. Parecía que no podía continuar su camino, que se rendía. O, al contrario, parecía que no quería llegar a la plaza, que no quería asumir su destino.

Serían las cuatro de la tarde del pasado jueves 'La Saca' cuando los novillos traídos de Valonsadero entraron, en diferentes tandas, en el casco urbano de Soria, guiados por jinetes y mozos a pie que se esforzaban para conducirlos hasta la plaza de toros. Hacía un día radiante, propio de comienzos del verano. Estaba algo nublado, el calor no apretaba en exceso, pero el sol brillaba como corresponde al final de junio. Era, sin duda, un día especial para la ciudad, para los sanjuaneros y para mí: el comienzo de la vacaciones de verano y de las Fiestas de San Juan. 

Aunque la mayor parte de los novillos llegaron a la plaza rápido en grupos de dos o tres y acompañados, o mejor dicho, empujados por  una masa amorfa de gente a pie y a caballo, éste quedó rezagado y, en su soledad, se detenía a cada paso, cansado de los mozos que le citaban para que siguiese el camino. Después de recorrer los diez kilómetros que separan el monte de la capital, estaba exhausto aunque aún mostraba una actitud altiva y desafiante. Los mozos lo tentaban, corrían a su alrededor y le hacían todo tipo de perrerías para que se moviese. El novillo los miraba con indiferencia y cuando acometía contra ellos, lo hacía con desgana.

Allí, en una de las calles de entrada a la ciudad, junto al vallado que protegía el recorrido, me encontraba presenciando el tradicional espectáculo. Intenté hacer algunas fotos desde las talanqueras, aunque confieso que fueron todas un desastre excepto ésta, la del novillo hastiado. La foto muestra uno de esos instantes en los que el toro se detenía y miraba inquieto a su alrededor con la lengua fuera casi suplicando que lo dejasen en paz a la masa que lo rodeaba y lo arrastraba. 

Estaba aturdido, desconcertado por la maraña de gente que lo citaba, lo llamaba desde aquí y desde allá. Sus ojos cansados mostraban desaliento. Parecía que el animal estaba extenuado de que correteasen a su alrededor, de que lo agobiasen sin cesar, pero su porte y la sombra proyectada sobre el asfalto seguían infundiendo respeto. Un segundo después de tomar la foto, el animal acometió contra las talanqueras de manera tan inesperada y con tanta fuerza que asustó a todos los que allí estábamos. Un hombre resbaló y cayó de espaldas y mi amigo saltó desde lo alto del vallado ante el súbito embate. Eran los últimos intentos del novillo de rebelarse contra su suerte.

Hace algunos días, revisando el archivo de fotos de mi teléfono, volví a ver la instantánea. Sin pretenderlo, la foto revive en mí emociones que no tuvieron nada que ver con el animal, pero que evoca inevitablemente. Aquellos días fueron para muchos momentos de incertidumbre, de ilusión y de esperanza. Pero, también, de decepción. Todo concentrado en un tiempo en el que la masa parecía arrollarte y algunos se afanaban en jugar. Ahora, casi dos meses después de aquello, siento que la decepción me persigue, que se empeña en estar siempre presente, que, al final, todo y todos decepcionan. Y la decepción suele ser el camino más rápido para romper una expectativa y generar otra, para oscurecer una posibilidad e iluminar otra salida, para ver las cosas de otro modo. 

El novillo, acorralado por los mozos que se divertían a su alrededor, se resistía a asumir su ventura, el camino marcado por las talanqueras que no podía derribar por más que las golpeaba. Había recorrido casi todo el trayecto, tenía fuerzas suficientes para finalizarlo a pesar del cansancio, pero se resistía. Y, al final, arrastrado por la masa, acabó llegando sin remedio a la plaza minutos después. Parece que la fortuna está escrita para todos y que la sociedad, la gente que nos rodea, nos lleva al mismo sitio. Da igual lo que hagamos pues el vallado nos marca el camino mientras los mozos juegan con nosotros y se ríen de nuestra impotencia. 

Esta sensación me perseguía cada vez que veía la foto. Pero, luego, pensándolo fríamente descubrí una diferencia. Una gran diferencia, de hecho. Aquel novillo estaba sujeto a los deseo de los mozos, que se entretenían con él, que lo conducían, con mejor o peor tino, hacia donde ellos querían. El animal, a pesar de sus esfuerzos instintivos por romper el vallado, carecía de voluntad férrea y decidida. Estaba vendido, entregado a la voluntad de otros. Con nosotros eso no ocurre, da igual que nos intenten arrastrar, que nos intenten marear y confundir porque está en nuestra voluntad, en nuestras manos, decidir lo que es y lo que no, lo que merece ser y lo que no. Y una vez que lo hacemos, ya no hay marcha atrás. 

martes, 6 de agosto de 2024

AUNQUE TIEMBLEN LAS PIERNAS



Conversación en el tren

- ¿Has escuchado alguna vez la expresión "cruzar el Rubicón"?

- No. ¿Qué es el Rubicón?

- Es un río del norte de Italia. Antiguamente, durante el Imperio Romano, era la frontera natural entre Italia y la Galia. Los generales romanos no podían atravesarlo con sus legiones para no amenazar al gobierno de Roma.

- ¿Y qué tiene que ver con la decisión que tengo que tomar?

- Julio César, el más famoso general romano, cruzó el Rubicón con sus tropas en el año 49 a.C. Aquella decisión de atravesar el río suponía cometer una ilegalidad y declarar la guerra. No tenía marcha atrás. Por eso César dijo eso de "Alea iacta est", es decir, "la suerte está echada".

- Tomó una decisión importante, sin retorno.

- Exacto. Hoy, la expresión "cruzar el Rubicón" significa tomar una decisión sabiendo que es irrevocable y que tendrá consecuencias en el futuro. Una vez que toma esa determinación, ya nada es igual.

- Eso es a lo que me enfrentó yo ahora, desde luego...




- Mira esta publicación de Instagram. Dice: "A veces los pasos más firmes se dan con las piernas temblando." Dice lo mismo que la expresión del Rubicón que me has contado.

- Sí, parece, de hecho, que es la versión moderna, la versión millenial. Estoy seguro de que a Julio César le temblaron un poco las piernas cuando cruzó el río. Sabía que invadir Italia con sus tropas desencadenaría una guerra.

- ¿Pero acabó venciendo?

- Claro que ganó la guerra. Salió victorioso y se hizo con el control de la República. Tomar decisiones es importante en la vida. Siempre digo que son momentos en los que la existencia se acelera y determina el futuro. 

- Pero cuesta tomarlas...

- Cuesta porque una decisión conlleva incertidumbre, duda, miedos... Es algo valiente. Por eso tiemblan las piernas.

- Al final, si no tomas decisiones...

- Si no tomas decisiones, te conviertes en una hoja arrastrada por el viento que no sabe siquiera a donde va, te conviertes en una marioneta, en un pelele. 

- Vamos, que tenemos que decidir en la vida.

- Vivir es tomar decisiones, construir, avanzar, renunciar a cosas y apostar por otras. Vivir es arriesgarse.


- ¿Te acuerdas de Amaia Montero, la que fuera vocalista de La Oreja de Van Gogh?

- Claro.

- Llevaba varios años retirada de los escenarios porque sufría ataques de ansiedad cuando salía a actuar. Hace unos días reapareció en un concierto de Karol G en el Santiago Bernabéu y cantó "Rosas". En los videos se ve cómo le temblaba la mano mientras cantaba.

- ¿Crees que para ella fue fácil decidirse a volver a cantar? Imagina lo que supuso para ella ese momento. Pero fue valiente y subió al escenario para recuperar su vida. 

- Vamos que Amaia no es la hoja arrastrada por el viento...

- Por supuesto que no. Ya lo ves. A pesar del miedo, de los problemas, de la ansiedad, ahí estaba. Lo fácil hubiese sido retirarse para siempre. Ese es el camino sencillo: no hacer nada. Lo valiente y lo difícil es enfrentarse a lo que tienes delante, asumirlo y superarlo.

- Jo, llevas razón.

- Hace poco escuché una canción de Siloé que habla de lo mismo. Hay una estrofa que recuerdo bien. Dice: "La vida es tuya, sé valiente. / No tengas miedo al miedo y corre / de frente a tu velocidad."

- ¿Y qué me quieres decir?

- Pues que aunque dé miedo, aunque cueste, hay que decidirse. Cuando uno sabe qué camino es mejor, hay que cogerlo, aunque no sea fácil, aunque implique romper con todo; aunque tiemblen las piernas.