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lunes, 16 de septiembre de 2024

VEA



El termómetro del coche marca cuatro grados cuando descendemos por las vertiginosas curvas del puerto de Oncala. Es 14 de septiembre, pero parece que el verano se ha marchado apresuradamente y sin decir adiós. El sol brilla en un cielo azul sin nubes aunque ya no calienta demasiado en las primeras horas del día. El ambiente no es invernal, pero casi. 

Son las nueve y media de la mañana y llegamos a la Plaza de la Cosa, en San Pedro Manrique. Hace fresco. O, mejor dicho, hace frío. Tanto que me abrocho el forro polar al bajar del coche. Allí, en la plaza, nos juntamos un grupillo variopinto de profesores con el propósito de llegar hasta Vea, un despoblado situado a algo más de siete kilómetros al norte. La idea es ir y regresar para comer, pues una paella nos espera a la vuelta. 

- Dicen que Tierras Altas es la región de Europa con más pueblos abandonados. Hay decenas: Buimancos, Armejún, Vea... Los últimos de Vea se marcharon en los años 60. - dice Lucas, nuestro guía, que vive habitualmente en San Pedro y recorre la comarca con frecuencia.

- Entonces, ¿no hay absolutamente nadie en el pueblo al que vamos? - pregunto intrigado. 

- Oficialmente no, aunque desde hace algunos años hay siete u ocho habitantes... Hippies que viven en comunidad aislados del resto del mundo, ya sabéis. - aclara el compañero poco antes de comenzar la marcha.

La ruta hasta Vea es larga y tortuosa. A buen ritmo, tardamos no menos de dos horas en llegar atravesando senderos y antiguos caminos de herradura junto al río Linares. En no pocas ocasiones tengo la sensación de caminar por el monte sin ninguna referencia. Enormes farallones calizos se alzan ante nosotros aquí y allá rotos en algunos puntos por las gargantas excavadas por el río. 

- Imagina lo que era recorrer este camino para llegar a San Pedro hace setenta o cien años... Dos horas en burro, a caballo o a pie. - dice Alba, que se ha detenido a admirar las cumbres que nos rodean. 

- Muchos no saldrían del pueblo más que una o dos veces al año. Vivían en un mundo minúsculo. No había más allá. - añade Asun, otra compañera, antes de beber agua de su cantimplora.

A media que pasan las horas y avanzamos por la senda, la temperatura aumenta, como corresponde a esta época del año. Al final, el forro polar me estorba y tengo que quitármelo. Acabo en manga corta, como en pleno verano. Pasamos junto a antiguos molinos, hoy en ruinas, que se utilizaban para producir electricidad aprovechando los saltos de agua del río. El paisaje es encantador. Se respira paz y tranquilidad. 

- Es como un locus amoenus, ¿verdad? - dice Asun. 

- ¿Qué es un locus amoenus

- No me digas que no lo has escuchado nunca. Es un tópico literario que describe un lugar natural idealizado y paradisiaco, seguro y tranquilo. Esto es igual: el río, el agua, la vegetación, el puente...- apunta con cierta sorna. - Que se lo digan a quienes vivieron por aquí.


Continuamos la marcha durante un largo rato con la sensación siempre de estar a punto de llegar, pero no. Cuando, por fin, divisamos Vea, es mediodía. Para entrar en el pueblo (despoblado) hay que cruzar el flamante puente construido en madera por los nuevos habitantes del lugar. Junto a él hay una huchita de hojalata y un cartel que dice: "Ayuda para la construcción del puente". - Antes había que cruzar el río con una tirolina o mojarte los pies.- nos aclara nuestro improvisado guía. 

La mayor parte de las antiguas casas, construidas en piedra, se encuentran en ruinas y la vegetación lo ha ocupado todo. Zarzamoras, helechos y cardos han tomado el interior y el exterior de las construcciones y casi todas las empinadas callejuelas, en otros tiempos rebosantes de vida, son intransitables. La espadaña de la iglesia sobresale por encima del resto de casas aunque la techumbre de la nave se ha hundido. Allí, junto a la iglesia, nos detenemos a descansar unos instantes antes de explorar el sitio.

- He traído almendras, ¿quieres unas pocas? Dicen que sirven para recuperar energía - me pregunta Asun. Al mismo tiempo, se acercan a curiosear dos bellos gatos, uno negro y otro naranjo. Su limpio pelaje evidencia que están bien cuidados. Allí hay alguien que los alimenta y los limpia. - Serán los hippies...

Pronto comenzamos a husmear entre las casas, mirando por todos lados. No podemos entrar en casi ninguna porque están invadidas por la maleza. En un muro se lee el año en el que se levantó: 1899. En algunas partes, el suelo está hundido y las paredes, repletas de grafitis. No nos atrevemos a entrar en ésta, pero si en la de al lado, que está apuntalada. Incluso subimos al piso superior por unas estrechas escaleras que llevan a lo que fue una cocina. Un viejo banco corrido espera allí, olvidado por todos.

Mientras tanto, otros observan un viejo pupitre en la construcción contigua. - Esto debían de ser las escuelas. Pensaba que eran el edificio de allá. - nos aclara Lucas con ciertas dudas. 

Un saco de tierra, un andamio y varios bidones de agua muestran que hay trabajadores allí, aunque no los veamos. El lugar no está muerto del todo, desde luego. Hay quien se afana por recuperar la vida de Vea, aunque cueste. En otra vivienda encontramos otro banco de madera, la cerradura inservible de una puerta y unas cuantas ollas, sartenes y latas de conserva oxidadas. Todo tiene un aire de tristeza y soledad. Todo perteneció a un mundo que ya no existe. 

Algunas casas están adecentadas. Las ventanas son nuevas y los tejados han sido reparados. En algunas esquinas hay carretillas y materiales de construcción. En cualquier caso, la electricidad y el agua corriente brillan por su ausencia. Y no digamos el Internet. Desde hace rato no hay datos móviles ni cobertura telefónica. Y mientras caminamos por las callejuelas divagando sobre todo esto y escoltados por los gatos que no se separan de nosotros, aparece un joven que, por la pinta (malditos prejuicios), vive allí habitualmente. 

- ¡Buenos días! ¿Qué tal? ¿Dando un paseíllo mañanero? - nos pregunta con simpatía.

Varios compañeros se detienen a charlar con aquel muchacho. Es navarro, de Tudela, y lleva seis años viviendo en Vea (los prejuicios a veces no fallan). El joven les cuenta que cuando quieren abandonar el pueblo, deben recorrer los siete kilómetros hasta San Pedro. Y lo hacen como antiguamente: utilizando mulas. Para transportar los materiales necesarios en la restauración de las viviendas también utilizan los animales de carga. Parece que algunas cosas no han cambiado.

Pero, como todo en el siglo XXI, esta vida que recuerda otro tiempo también tiene trampa: una pista forestal acaba a pocos kilómetros al norte de Vea, lo que reduce la distancia que deben caminar. Allí aparcan sus todoterrenos. La pista comunica la localidad con Taniñe y Yanguas, así que, a veces, los siete u ocho habitantes de Vea, no caminan los siete kilómetros de senda a San Pedro, sino que se desplazan en los confortables automóviles. Son ermitaños y solitarios, pero a tiempo parcial.


El tiempo apremia y debemos regresar a San Pedro. Aún nos esperan dos horas de caminata de vuelta y no podemos permitir que se nos pase el arroz. El camino se hace algo más pesado porque el sol brilla con esplendor, el calor aprieta bastante (ahora sí) y se acumula el cansancio. Las piernas ya llevan casi ocho kilómetros de caminata. Y deben recorrer otros ocho. El grupo se divide en dos. Algunos se adelantan y otros quedamos rezagados. 

- No me extraña que la gente se marchase de estos pueblos. ¿Quién va a vivir en un sitio tan aislado, lejos de todo? - pienso en voz alta.

- Estos pueblos eran muy pobres. Es imposible practicar la agricultura porque el terreno escarpado y pedregoso es improductivo. Había algunas cabras que daban leche, pero nada más. - explica Lucas una vez más. 

- Alguien me dijo que aquí las familias acogían a niños huérfanos procedentes de una casa cuna de Pamplona. Los criaban hasta los tres o cuatro años y recibían una ayuda del Estado. Esas ayudas eran todos los ingresos que tenían muchas familias. - quise aportar con algunas dudas. 

- Al final la gente, si no tiene para comer, se marcha, como es lógico. A este pueblo el tiempo se lo llevó por delante, le quitó la vida. Por eso, Vea es una lección de Historia y de vida.

lunes, 9 de septiembre de 2024

LOS PRIMEROS DÍAS... Y LOS ÚLTIMOS


Los pasillos están en penumbra. Los rayos de sol que se cuelan por las cristaleras apenas llegan a proyectar unas sombras alargadas y tristes en algunos rincones. Un silencio inusual lo inunda todo, igual que el agradable olor a limpio. El instituto espera paciente que, en pocos días, los alumnos vuelvan a llenarlo de vida después de las vacaciones de verano. Todo está preparado para un nuevo comienzo.

Pero no todos van a empezar otra vez. Algunos están terminando. Sin alterar el excepcional silencio, una profesora abre una vieja vitrina que lleva años junto a las escaleras. Con un trapo roído, limpia el polvo acumulado por el tiempo y, después, coloca con mimo las maquetas de las células vegetales y animales que sus alumnos realizaron al final del curso anterior. Algunas están hechas con plastilina, otras con cartón y otras con espuma. Las hay grandes y pequeñas, pero todas fueron elaboradas con esmero.

La mujer se detiene a mirarlas una vez más antes de elegir cuidadosamente el lugar en el que por fin las colocará. Esta tarea, la de colocar los trabajos de sus alumnos en la vitrina, es una de las últimas de su dilatada carrera docente. Hoy es su último día en el instituto, se jubila tras treinta años en aquellas clases, en aquellos pasillos. Y una mezcla de emociones se apodera de ella en esa atmósfera oscura y cálida de septiembre. La satisfacción por el trabajo hecho se encuentra de forma súbita con la nostalgia que se desprende a borbotones al mirar cada milímetro de aquel edificio destartalado que es el instituto.

El espíritu rebelde de la vieja docente recupera en ese instante decenas de rostros, de voces, de miradas, de momentos vividos, aunque ella intenta enfriar las emociones. Es en vano. Una vez suelta, la mente es un caballo desbocado que no puede detenerse. ¿A cuántos alumnos ha impartido clase? Con seguridad, centenares. Quizá, miles. Es imposible acordarse de todos. Es imposible recordar cada año, cada curso con nitidez. La memoria lo recuerda todo a la vez, lo mezcla todo en un relato uniforme, pero ficticio. En su recuerdo el estudiante de hace veinte años convive con el que conoció hace cinco. La mente trabaja así, funciona así, lo mezcla todo y no distingue de tiempos. Quizá sea un arma inconsciente para defenderse del transcurrir del tiempo, del agotamiento de la vida. 

Quiere dejarlo todo listo, como si aquellas maquetas de las células fuesen su gran legado. Como si esos trabajos diesen sentido a toda su carrera. Como si fuesen la culminación de su obra. Treinta años de lecciones, de apuntes, de exámenes, de informes, de cuadernos. Treinta años de energía, de emociones, de experiencias compartidas, de vida. Enseñaba su asignatura, pero también enseñaba a respetar, a compartir, a escuchar, a aprender, a vivir. Centenares de alumnos aprendieron a ser, a existir junto a ella, con ella. Centenares de personas hoy la recuerdan allá donde están porque marcó sus vidas. Y todo esto es mucho más que las coloridas maquetas que coloca en la vitrina, aunque no pueda contemplarse.

Y la vieja profesora siempre disfrutó, siempre trabajó intensamente, siempre vivió con pasión en aquellas aulas. Y ahora, se da cuenta de que el viaje mereció la pena, de que tuvo sentido. Y ahora, cuando está a punto de llegar al final, cuando todo va a terminar para siempre, es consciente de la felicidad. Fue feliz haciendo lo que hacía. Y esto da sentido a la su realidad, a su pasado y a su presente. Entonces, la mujer recuerda algunas estrofas de 'Ítaca', el bello poema que el griego Cavafis escribió allá a comienzos del siglo XX, que aprendió hace muchos años: 

"Más vale que se alargue muchos años;
y ya en el vejez recales en la isla,
con toda la riqueza ganada en el camino,
sin esperar que te enriquezca Ítaca."

Definitivamente, el camino fue largo y las riquezas, cuantiosas. Y, en verdad, es ahora, al final de la travesía, al final de la vida docente, cuando toda esa fortuna, esa felicidad vivida, se hace presente. El pasillo sigue a oscuras, esperando. Y allí, en aquella vitrina permanecerán por un tiempo las maquetas, aunque nadie las mire. En unos días, el instituto se llenará otra vez de alumnos, de bullicio. La vida sigue su curso, la vieja profesora ya no estará allí, pero sí una parte de ella.