Páginas

jueves, 13 de junio de 2024

LAS RANAS YA NO CANTAN


Caminamos junto al río aunque apenas podemos ver sus aguas pues se ocultan inquietas tras frondosos matorrales y altos hierbajos. Su dulce sonido al correr y el trino de los pájaros cantores que vuelan de aquí allá componen una melodía nerviosa y alegre. Es una melodía familiar, cotidiana, que evoca otros momentos de la vida. 

A pesar del calor de los últimos días del verano, la orilla del Duero es un sitio fresco, acogedor. Pronto llegamos a nuestro destino, al lugar donde el río abre su lecho para recibir las aguas mansas de un arroyo. Aquí la orilla termina, es el final de nuestro paseo. Y aquí nos detenemos a contemplar el paisaje que se extiende ante nosotros.

- ¿Recuerdas cómo se llamaba este riachuelo? - pregunto a mi hermano mientras damos los últimos pasos con parsimonia.

- Es 'El Hocino', ¿no? - responde lleno de dudas. 

No soy capaz de confirmar o rebatir la respuesta. Nuestras miradas no se cruzan en ningún momento, se dirigen al frente, contemplando un panorama bello, pero en absoluto extraordinario: las aguas limpias del Duero aquí; álamos, sauces y zarzamoras allí; y el cielo rojizo del atardecer que lo enmarca todo. Hay miles de estampas parecidas e infinitamente más bonitas, pero cada uno tiene sus lugares especiales y este lo es para nosotros. Nos transmite nostalgia, aviva recuerdos. 

- Este lugar me da paz - dice mi hermano después de unos minutos de silencio. - Hemos pasado muchos veranos aquí. Es como volver al pasado. 

Seguimos sin mirarnos, nuestros ojos están fijos en las aguas del río cuyo discurrir sinuoso tiene algo cautivador y atrapa nuestra atención. Después, hago una fotografía con mi teléfono, queriendo conservar de otra manera un paisaje que, sin embargo, no se irá nunca de nuestras retinas por más que pase el tiempo. 

Aquí, junto al río, pasábamos los días de verano cuando éramos niños, lejos del agobiante calor de la ciudad. Nuestra madre tomaba el sol, nuestro padre pescaba cangrejos y nosotros correteábamos por todos lados. Capturábamos renacuajos, nos bañábamos en las frías aguas del Duero, cogíamos moras, contemplábamos pastar a las vacas y sus terneros. Éramos libres. 

- Alguna vez vimos varios ciervos cruzar el camino, ¿lo recuerdas?

- Perfectamente - responde -, ¿cuánto tiempo hacía que no veníamos aquí? Quizá diez años... - sus palabras rezuman nostalgia - Todo cambia. Echo de menos aquellos veranos, pero no pasaría mis vacaciones aquí ahora. 

- Lógico - le interrumpo -, echas de menos el tiempo vivido aquí. Podemos volver al lugar, pero no podemos regresar a aquellos momentos. Nuestra vida ha cambiado. Nosotros hemos cambiado. No somos los mismos. Al contrario que estos paisajes, que parecen eternos, inmutables. Yo los recuerdo así, como los veo ahora, como si no hubiesen cambiado en décadas. 

- También han cambiado, aunque apenas se note - replica -. Fíjate, ¿no echas en falta algo? Afina el oído.

Quedamos en silencio. Trato de adivinar, sin éxito, a qué se refiere. En la atmósfera de finales de agosto se mezclan muchos sonidos: el agua del río, las hojas de los árboles sacudidas por un viento aún cálido, los murmullos de pájaros e insectos. No puedo distinguirlos todos así que tampoco adivinar el ausente.

- ¿No te acuerdas de que desde aquí oíamos a las ranas croar todas las tardes? - concluye mi hermano consciente de que me ha metido en un aprieto con su pregunta. 

- ¡Cierto! - exclamo cuando el recuerdo es recuperado - El canto monótono de las ranas del arroyo al atardecer. Sobre todo cantaban después de las tormentas. ¡Ahora me acuerdo!

Volvemos a quedar en silencio para comprobar el silencio de las ranas. En efecto, no escuchamos el "croac" a veces tan estridente y a veces tan armonioso. Mientras tanto, casi instintivamente, los dos dirigimos nuestras miradas a los juncos y los nenúfares que hasta este momento han pasado desapercibidos. Esperamos ver alguna rana, pero la búsqueda no da resultado. No hay ninguna. 

- ¿Cómo es posible? Antes había cientos y se podían ver a simple vista sobre las rocas y los nenúfares ¿Qué ha ocurrido con ellas? - pregunto extrañado.

- No sé. El tiempo lo cambia todo, tú lo has dicho - responde -. Supongo que a las ranas ya no les gusta este lugar y se han marchado. O quizá se hayan cansado de cantar porque nadie las escucha. Nadie está interesado en sus conciertos vespertinos y han mandado todo a tomar viento.

Es tarde y está anocheciendo. Los colores rojizos del cielo se han oscurecido y todo se ha llenado de sombras. Es hora de regresar. Desandamos el camino en silencio, atentos a los sonidos de nuestro alrededor. Los grillos, las chicharras y algún pajarillo sí han iniciado ya su concierto nocturno y parecen querer llamar nuestra atención. Pero las ranas, si es que aún hay alguna escondida en las aguas del arroyo, están en silencio. Nadie escucha ya su canto.


Rana sobre nenúfar. Museo de Origami, Zaragoza