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miércoles, 20 de noviembre de 2024

ENSAYO SOBRE LA LUNA

Luna llena del 17 de octubre de 2024


Confieso que llevo todo el otoño mirando la Luna. Desde hace semanas, siempre que salgo a la calle por la noche miro al cielo buscándola. Cuando está despejado, la encuentro fácilmente, brillante en medio de las tinieblas, y la contemplo en silencio unos segundos. Y confieso también que hago algo que nunca antes había hecho: miro en el calendario las fechas de Luna llena de cada mes. Esas que no importan a casi nadie. Y es que he descubierto en ella algo que me cautiva, aunque no estoy seguro de qué es.

Quizá lo que realmente me atrape no sea la Luna en sí misma sino lo remoto e inaccesible, que siempre fascina. La Luna, tan distante, tan inalcanzable, tiene algo seductor. Además, en el plenilunio, cuando está llena, da claridad en medio de las sombras y eso es atractivo. ¿A quién no le cautiva la luz en la oscuridad? Y eso a pesar de que sé que volverá a empequeñecer hasta desaparecer por completo.

O quizá sea lo escurridiza y esquiva que es. La Luna nunca se deja atrapar, es difícil fotografiarla, es difícil conquistarla. Selene, la personificación de la Luna, era para los griegos una diosa errante que vagaba por el firmamento montada en una cuadriga en un viaje que no tenía fin. Cuando uno intenta tomarle una foto, no deja capturar toda su belleza y se muestra como un punto blanco amorfo. La Luna siempre se escabulle, siempre escapa, siempre está en movimiento. Es única, porque cautiva, pero no se deja prender.

O a lo mejor es, precisamente, por lo contrario. Desde hace un tiempo, he conseguido atraparla. El pasado verano descubrí que la cámara de mi teléfono podía fotografiar el satelite de forma nítida y clara con una nueva aplicación. Desde entonces, no puedo evitar hacerle una foto cada noche que la encuentro en el firmamento. Y luego la amplio una y otra vez para observar sus manchas, sus cráteres y sus estrías. Veo en ella lo que antes no podía ver. Y me siento afortunado, un poco astronauta, a punto de tocar lo inalcanzable.

El otro día, llegó a mis manos una bella leyenda sobre nuestro satélite. Decía que una noche, la Luna descendió del cielo y entró en un bosque donde se encontró con un lobo. El lobo se enamoró perdidamente de ella, pero al amanecer, la Luna volvió al cielo llevándose consigo el corazón del animal. Nunca regresó, y los lobos aúllan en las noches de Luna llena, noches claras y luminosas, esperando recuperar el corazón robado al viejo compañero, pero es en vano. Por eso están destinados a aullar eternamente a la Luna. 

Ahora, cada vez que la miro, es decir, casi todas las noches, me acuerdo de los lobos. Veo la Luna como una ladrona de corazones, que siempre está ahí, pero es inaccesible para la mayoría y, por si fuera poco, tiene una cara que no muestra, una cara oculta. Quizá tenga ahí escondió el corazón del viejo lobo.

Pero nuestro satélite también une. Une sentimientos y almas. Cuando lo miramos, todos vemos su misma cara, da igual en qué lugar del planeta nos encontremos. Nuestros ojos comparten un mismo instante, ven lo mismo. Así que siempre que miro a la Luna me siento más cerca de quienes no están a mi lado. Me siento más cerca de aquellos con los que he compartido momentos, pero se marcharon. Imagino que estarán mirándola también y sonreirán como yo lo hago. Y la Luna nos verá a ambos desde su atalaya y reirá también.

Hay otra cosa mágica del astro: sus fases. La Luna atraviesa etapas hasta alcanzar la plenitud, el plenilunio. La vemos crecer, engordar. Y luego la vemos menguar hasta desaparecer. La Luna atraviesa fases crecientes y decrecientes, como si tuviese ambiciones, sentimientos y espíritu. Fases de plenitud y de ausencia. Nuestro satélite nos enseña todos los meses que es posible empezar de nuevo, que los ciclos comienzan y terminan una y otra vez, que la existencia es un incesante volver a empezar. Quizá sea ese vaivén lo que me atrape, lo que me cautive, quizá sea su afán por volver a empezar. 

Hace unos días paseaba junto a alguien especial entre los árboles casi desnudos del otoño. Nos detuvimos un instante a mirar la Luna llena que aparecía y se escondía en el cielo nuboso, como si estuviese jugando con nosotros. Parecía que la Luna cambiaba según emergía o se ocultaba tras las nubes. Entonces reflexioné en voz alta y dije que la Luna se transformaba también según recibía más o menos luz, según el día, según el estado de la atmósfera. Mi compañera lo negó: "Eso no es cierto - afirmó -la Luna nunca cambia, siempre es igual, siempre es la misma. Somos nosotros, desde la Tierra, quienes la vemos diferente. Es nuestra perspectiva la que cambia". Y entonces la ladrona de corazones me cautivó aún más. 



Algunas fotos de la Luna de estas semanas:

Montaje de la fase creciente de la Luna. Noviembre de 2024.

Luna llena entre nubes y árboles. 15 de noviembre de 2024.

Luna (casi) llena del 15 de noviembre de 2024.

domingo, 3 de noviembre de 2024

LA GOTA FRÍA QUE COLMA EL VASO

Tras la gota fría (Foto: Marina Lorenzo)


Un periodista recordaba unos versos del cantautor valenciano Raimon: "Al meu país, la pluja no sap ploure..." ("En mi país, la lluvia no sabe llover"). Contaba que sus abuelos, que vivían en un pueblecito de Valencia, dormían en las noches de tormenta con una mano fuera de la cama, tocando el suelo, "por si el agua regresaba". Gota fría era sinónimo de inundación, de tragedia, de muerte. Estos días no se van de mi cabeza las palabras de aquel periodista cada vez que veo fotos y videos de las inundaciones en Valencia y del caos en la respuesta del Estado ante el desastre.

En este maldito mundo de eufemismos, el expresivo término de "gota fría" ha sido sustituido por el acrónimo DANA ("Depresión Aislada en Niveles Altos"). La opinión pública asume los acrónimos con avidez aunque dificultan la comprensión de un concepto y confunden a la gente. Las gotas frías son típicas del clima mediterráneo. Han existido siempre y han causado inundaciones siempre, como muestran las historias que relató aquel tertuliano y la canción de Raimon. Quizá, con el cambio climático, se vuelvan más virulentas, como todos los fenómenos atmosféricos, pero, al parecer, ya llegamos tarde para detener esto. Una meteoróloga decía el otro día en la televisión pública que lo mejor que podemos hacer es acostumbrarnos y adaptarnos. 

El desastre de la DANA del pasado martes 26 de octubre es de tal magnitud que nos ha conmocionado a todos. Es la peor tragedia en décadas, titulaba "El País". Ya se contabilizan más de 200 muertos y unos 2000 desaparecidos, aunque estas cifras pueden aumentar hasta ser insoportables. Al drama humano debemos añadir el colapso del Estado, inoperante, anquilosado, lento, incapaz de actuar con solvencia ante la adversidad. Y, a ello, la desconfianza y el recelo de los ciudadanos que esperan protección y certidumbre por parte de las autoridades y sólo ven caos y descoordinación.

Al Estado se le han vuelto a ver las costuras, como ocurrió con otras catástrofes naturales. Recuerdo la pandemia de Coronavirus de 2020, el temporal "Filomena" en enero de 2021 y la erupción del volcán de La Palma en septiembre de ese año. Y escribiendo estas líneas, lo hago convencido de que el problema no es del Estado, que tiene recursos suficientes para proteger a sus ciudadanos y paliar los daños. España no es un Estado fallido, como dicen muchos. El problema es el grupo de dirigentes incompetentes, ensimismados y enredados en el bochornoso circo en el que se ha convertido la política en este país. Un intercambio de reproches y acusaciones en el día a día que no vale nada, que no sirve para nada.

Hace tres semanas, las televisiones nos informaron con todo detalle de las características del huracán Milton que azotó Florida. Nos relataron los planes de evacuación, los peligros a los que se enfrentaban los ciudadanos y cómo había que actuar en estos casos. A los españoles aquello nos daba igual, nos pillaba demasiado lejos. En cambio, no se informó suficiente hace cinco días sobre la potente DANA que se estaba formando en el Mediterráneo. La AEMET (la Agencia Estatal de Meteorología) advirtió días antes del riesgo, todo se sabia, pero nadie avisó y la señal de alerta por inundaciones llegó demasiado tarde. Cuando lo hizo, muchas calles, carreteras y garajes ya estaban invadidos por el agua. ¿Cómo fue posible?

¿Por qué las autoridades de la Comunidad Valenciana y de otras comunidades autónomas no alertaron a sus ciudadanos del peligro? ¿Por qué no se hizo caso a las advertencias de la AEMET? ¿Por qué los medios de comunicación nos contaron cómo sobrevivir a un huracán en Florida y no a una gota fría en Valencia? No nos engañemos, vivimos en el siglo XXI, todo se sabe, todo se puede predecir con una exactitud asombrosa. La población hace caso a las advertencias y hace lo que se le pide, sobre todo si se advierte del peligro mortal que corre. Lo vimos en la pandemia hace sólo cuatro años. La responsabilidad no es de los ciudadanos es de quien debió avisar y no lo hizo o lo hizo tarde.

Una vez sucedida la tragedia, el Estado con sus distintas administraciones (central, autonómica, fuerzas de seguridad, etc.) se manifiesta incapaz de actuar con rapidez, decisión y solvencia. Las comunidades autónomas, como demostró también la pandemia de 2020, no son más que enormes engranajes burocráticos sin recursos efectivos para atender situaciones adversas. En otras palabras, sirven para tener ocupados a decenas de miles de políticos, pero no para gestionar emergencias como ésta. Aunque tienen esa responsabilidad, aunque sobre el papel tienen las competencias, no disponen de medios, así que los ciudadanos están desprotegidos.

El gobierno central sí tiene recursos, pero es reacio a asumir responsabilidades que no le interesan para no cargar con el coste político que conllevan. Aunque éste sea su deber. En este galimatías de responsabilidades, hacen falta liderazgos políticos fuertes y decididos, capaces de afrontar costes personales a cambio del bien común. España es huérfana de grandes líderes desde hace décadas. Nuestra clase política, de cualquier ideología, se nutre de personalidades mediocres, ambiciosas e inútiles. Se manejan bien en la estéril refriega política diaria, pero nada más. Se pelean bien en el Congreso, en Twitter y en los medios de comunicación, son buenos creando espectáculo, pero no son eficaces gestores ni valientes líderes. Sólo así se comprende el caos en la respuesta a la tragedia que se vive en Valencia. 

Hay localidades aisladas desde hace días, donde aún no han llegado los equipos de rescate. La Generalidad valenciana ha rechazado la ayuda ofrecida por otras comunidades autónomas (u otros países) aún sin tener recursos propios para atender a la emergencia. El gobierno central ha tardado días en enviar efectivos militares a la zona. Es incomprensible que aún no se haya declarado el estado de alarma y el gobierno central no haya asumido el control total de la crisis. Se prometen ayudas que sabemos que nunca llegarán. Y todo esto mientras sigue habiendo miles de desaparecidos bajo el lodo. El presidente del gobierno lo dejó claro en una comparecencia pública: "Si necesitan ayuda, que la pidan". Pero no olvidemos que son las autoridades públicas quienes tiene el deber de proteger a sus ciudadanos, que éstos no tienen que pedir ayuda, que la ayuda debe llegar sola. 

La indignación del pueblo ante el desorden es de tal calibre que supone la ruptura total con el Estado. Las imágenes de los disturbios en la visita de los Reyes, el presidente del gobierno y el presidente de la Generalidad a Paiporta, uno de los pueblos más afectados, es la nuestra de la brecha entre la ciudadanía y sus representantes. La desconexión entre la nación y sus instituciones es completa y probablemente definitiva. Lo ocurrido en Valencia quizá suponga un antes y un después en la conciencia política española. No podemos permitir más esto, no podemos seguir así. "No nos abandonéis", pedía sollozando al Rey de España una mujer que lo había perdido todo, pero lo cierto es que eso ha ocurrido demasiadas veces en los últimos tiempos, que el Estado nos acaba abandonando. Quizá la gota fría de octubre de 2024 haya colmado el vaso.